Por Pedro Paunero

En cierta ocasión el sublime cineasta japonés Akira Kurosawa se refirió a su filme “Ran” (1975),  como a una “serie de acontecimientos humanos observados desde el cielo”. La cámara, tras asomarnos al drama humano -un lucha encarnizada de los hijos de un guerrero por su trono- desvía la vista al cielo, donde las nubes se arremolinan. Los dioses parecen juntarlas y atisbar. Y atisbarnos a nosotros, siempre envueltos en una cíclica auto destrucción.

En “Sanctorum” (2019), la extática experiencia visual de Joshua Gil, los dioses del bosque -en realidad, los de la humanidad, si bien representados por aquellos del pueblo mixe de Oaxaca, autodenominado, proverbialmente, como la “gente de la lengua del bosque”-, cansados del derramamiento de sangre que los cárteles de la droga ejercen sobre los campesinos -obligados a sembrar y cultivar marihuana-, pero también del ejército que los arrincona como culpables -entre cuyos elementos se cuenta gente de la misma comunidad, que ha dejado el pueblo y se ha sumado a las armas-, deciden acabar con el mundo.

“Sanctorum” bien pudo haberse titulado “El nombre del mundo es bosque”, como aquella novela de ciencia ficción exo-antropológica de Ursula K. LeGuin que, a la vez, recuerda el concepto de “bosque del mundo” de la Tierra Media de Tolkien, y es que, en todos estos espejos del mundo natural, el conflicto hombre -con sus propios intereses egoístas- y naturaleza -con su carácter de ajena y amoral-, se acentúa por una mirada única, que traspasa la etnología para ofrecernos una visión panteísta, cercana al cine de Terrence Malick, donde la mirada de Dios penetra, como rayos de luz, los agujeros de bala en las hojas de los árboles.

“Sanctorum” se desarrolla en una “realidad aparte”, donde los difuntos -alentados y, sobre todo, atados al dolor que sufren los vivos-, permanecen en las casas o se presentan en sueños proféticos. Su portentosa fotografía cósmica -de Mateo Guzmán y el propio Joshua Gil, en Time Lapse y foto fija-, se torna piadosa -a las masacres se las mira desde lejos, como a través de la vista de un dios expectante-, cada vez que los campesinos son arrebatados y llevados a un campo de muerte -el tiro de gracia y la incineración de los cadáveres tienen sitio ahí-, por los sicarios, que funcionan como una fuerza primaria de destrucción, a la que se añade el citado ejército y la corrupta policía municipal. La música de Galo Durán, y los efectos de sonido, como provenientes “del otro lado”, se aúnan al idioma mixe, que resuena ancestral, auténtico y, a la vez, ultraterreno.

Su elenco está conformado por actores no profesionales. El niño (Erwin Antonio Pérez Jiménez), queda huérfano, víctima de esa violencia obscena, cuando su madre (Nereyda Pérez Vázquez) es asesinada, no sin que antes ella pudiera preverlo y dejarlo a cargo de su abuela (Vírgen Vázquez Torres), mientras que el maestro rural (Javier Bautista González) -que tiene una foto de Tata Lázaro Cárdenas en su pared-, arenga a un pueblo, cansado de la explotación y la muerte, a tomar las armas y defenderse.

A la vez que esto acontece, los rumores de que algo anómalo se está dando en el cielo -sonidos de campanas y voces susurrantes-, recorren la población, preparándola para lo que será un suceso terminal.

“Sanctorum” apela a su propio título, es naturalista, panteísta -como he señalado antes-, metafísica y bastante rica en simbolismo, resuelto en las escenas de los perros xoloitzcuintles marcando la senda de los muertos, en las de las máscaras de ánimas y seres de la floresta y en la penetración continua de entidades de otros planos -el mundo feérico que conocemos por los cuentos de hadas europeos es, diría Sir James George Frazer, una creencia (acaso una necesidad) universal-, elementos, todos, que juegan convenientemente a remarcar la violencia -valiéndose de una inmensa y poética ternura-, sin embargo, evitando la enfermiza crudeza a que nos tiene acostumbrado el cine mexicano cuando narra una historia de narcotraficantes.

“Sanctorum”, pues, funciona a dos niveles, el del documental -sus datos reales son asimilados a través de un cuento que bien podría ser de terror- y el de la película de corte fantástico. Esta es, precisamente, la inteligencia de “Sanctorum”: la conformación de una alegoría o, mejor dicho, una parábola sobre la violencia, evitando los clichés sangrientos del cine gore y el mexploitation descarado, ofreciéndonos una dulce y triste reflexión, que conduce al espectador a una epifanía final, casi sin parangón en el cine de corte social mexicano. se exhibe en la Cineteca Nacional y otros cines.

Sanctorum
(Sanctorum, México-Catar-República Dominicana, 2019, Dur.: 80 mins.)

Director: Joshua Gil Guión: Joshua Gil. Dir. Fotografía: Mateo Guzmán, Joshua Gi  Fotografía: Color  Música original: Galo Durán. Edición: Erwin Antonio Pérez Jiménez (niño), Nereyda Pérez Vásquez (mamá), Virgen Vázquez Torres (abuela), Javier Bautista González (maestro), Damián D. Martínez (Marco). CP: Parábola Cine, Viento del Norte Cine, Cacerola Films, Telegrama Audiovisual. Con: Erwin Antonio Pérez Jiménez (niño), Nereyda Pérez Vásquez (mamá), Virgen Vázquez Torres (abuela), Javier Bautista González (maestro), Damián D. Martínez (Marco). CP: Parábola Cine, Viento del Norte Cine, Cacerola Films, Telegrama Audiovisual.  Productor: Marion d’Ornano, Carlos Sosa, Laura Imperiale, Joshua Gil Productora: Parábola Cine, Viento del Norte Cine, Cacerola Films, Telegrama Audiovisual. Distribuidora: Parábola Distribución. Clasificación: B.

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.