Por Hugo Lara

Si en los años cuarentas y cincuentas la población rural inicia su migración masiva hacia la capital, es en ese mismo periodo cuando la mujer capitalina comienza a migrar de la cocina de su hogar hacia el cabaret de la esquina, pero también hacia otros espacios antes cerrados para ellas, como la oficina o la fábrica.  

Algunas películas de la época dan color a este arco de los personajes femeninos en la búsqueda de su felicidad por todos los rincones de la ciudad, incluso en las oficinas burocráticas. En Nosotras las taquígrafas (Emilio Gómez Muriel, 1950) ya se reconoce un gremio de mujeres en un oficio exclusivo de ellas, el de las secretarias, cuyos casos sirven para ilustrar lo vulnerable que siempre han sido en temas como enamorarse del jefe, ser adúlteras, protagonizar enredos amorosos y cosas por el estilo. 

En la cinta Mujeres que trabajan (1952), el director Julio Bracho toma de pretexto la creciente inserción de las mujeres de clase media en las actividades laborales, en este caso dentro de una casa de modas, como pretexto de los dramas que viven los personajes de las actrices Rosita Quintana, Columba Domínguez y Andrea Palma y que no escapan de los consabidos esquemas. 

En la edificación del concepto de la mujer capitalina en mucho contribuyen algunas presencias femeninas en el cine mexicano, que algo aportan a la imagen multiforme de la citadina: Silvia Pinal, Libertad Lamarque, Carmen Montejo, Blanca Estela Pavón, Marga López, Ninón Sevilla, entre otras.  

Es curioso que María Félix haya sido la figura femenina con más influencia más allá de la pantalla del cine, por su fuerte personalidad, su posición independiente, que proyectaba el poder de una mujer moderna capaz de fajarse los pantalones y ponerse de tú a tú con cualquier hombre, así fuera charro o poeta. Quizás sea una ironía que el cine de su época —salvo algunas cintas rurales del Indio Fernández— haya aprovechado escasamente su majestad y el significado de su personalidad en la vida pública, que en cambio ocupó amplios espacios en la prensa de espectáculos y de sociales. Así, en las películas de ambientes urbanos se pueden encontrar pocos personaje del tamaño de su fama, por lo común encasillada en los roles de una mujer cosmopolita e intrépida acaso amoral, como en Que Dios me perdone (Tito Davison, 1947), La devoradora (Fernando de Fuentes, 1946) o La diosa arrodillada (Roberto Gavaldón, 1947).  

Tal vez hayan sido Blanca Estela Pavón y Marga López quienes mejor lograron ubicarse en el rango más entrañable para el público mexicano de la ciudad, que se identificaba con los dramas de sus personajes que se engrandecían con el castigo, con la humillación y con la injusticia. La Pavón, gracias a su mítico personaje de la Chorreada en Nosotros los pobres (1947) y Ustedes los ricos (1948), se consagró como el arquetipo de la esposa dulce y comprensiva de las clases proletarias, el corazón de la familia y del matrimonio en los barrios de la capital. Por su parte, Marga López exploró todas las posibilidades del martirio femenino de los arrabales, desde los sufrimientos de una noble cabaretera que sostiene a su hermana menor sin que ella sepa cuál es su oficio, en  Salón México (Fernández, 1948), a las tribulaciones de una ex oficinista que vive la miseria matrimonial en la Ciudad de México en Un rincón cerca del cielo (Rogelio A. González, 1952); o el conflicto de una esposa que comete adulterio y que arrepentida se entrega a la justicia de su esposo, en Del brazo y por la calle (Juan Bustillo Oro, 1955).  

En los nichos más altos del retablo femenino del cine urbano, la rumbera y actriz cubana Ninón Sevilla tiene bien ganado su lugar entre los devotos a la lujuria, el erotismo y la perfidia. Ahí esta ella, como una diosa de la provocación —la Señora Tentación, como se le llegó a conocer—, con sus poderosas piernas, sus inquietas caderas y su mirada traviesa y pervertida. Y por su puesto también con su talento. Sus papeles más recordados son los de la mujer fatal, la cabaretera destruye-hogares, codiciosa, traicionera, infiel, fácil, lasciva, rumbera irresistible y así, en ese tenor, los adjetivos que se quieran y que puedan emparentarse con títulos como Pecadora (1947), Señora Tentación (1947), Aventurera (1949), Perdida (1949), Coqueta (1949) o Sensualidad (1950). Especialmente su colaboración con el director Alberto Gout en Aventurera y Sensualidad, dos de sus cintas más disfrutables, le permitió a Sevilla consolidar su imagen furiosamente sexual pero también con un contenido de ambivalencia moral, pues es cierto que en varias de estas cintas se le concedía un buen trozo de nobleza, un resquicio que justificaba su mala conducta o una puerta, generalmente el amor, que le permitía redimirse y, a veces, iniciar una nueva vida en la que enterraba su oscuro pasado.   

De ese modo cumplía el sueño del macho mexicano: un hombre bueno se enamora de una bella prostituta y ella de él, para después eximirla de su esclavitud burdelesca y vivir en armonía bajo el sagrado matrimonio. Un cuento de hadas arrabalero: el príncipe azul y la doncella. En Víctimas del pecado (Emilio Fernández, 1950), su personaje, una cabaretera, rescata a un bebé de la basura y lo adopta como su hijo, pero por ello debe prostituirse en la calle, como se ve en una curiosa secuencia que muestra el hábitat de las suripantas por el rumbo de Peralvillo, en una callejuela de miserables accesorias en las que se vive y se despacha al cliente. Ahí llega el príncipe azul que no es más que el propietario de otro congal, pero con un corazón de oro que le abre las puertas de la felicidad a la rumbera enamoradiza y maternal.  

Por otra parte, la posibilidad de que las mujeres explotaran su cuerpo para provecho propio, podía ser vista en ocasiones con cierta indulgencia, dada la cerrazón de espacios para participar y escalar socialmente, en especial para aquéllas mujeres que provenían de los estratos menos favorecidos de la sociedad. En una escena de Cuarto de Hotel (Adolfo Fernández Bustamante, 1952), Lilia Prado, quien interpreta a una provinciana que ha arribado a la capital y que ha sido víctima de numerosas calamidades en la gran ciudad, tiene este intercambio de palabras con Carolina Barret, cuando ambas presencian el número de una bailarina exótica: 

-¡Pobre mujer! Lo que tiene que hacer para comer
-¡Ay, no seas tonta! Si lo tuviera que hacer para comer sería mesera como nosotras, ¿verdad?

(Del libro: Una ciudad inventada por el cine, Hugo Lara, Cineteca Nacional, México, 2006)

Por Hugo Lara Chávez

Cineasta e investigador. Licenciado en comunicación por la Universidad Iberoamericana. Director-guionista del largometraje Cuando los hijos regresan (2017). Productor del largometraje Ojos que no ven (2022), entre otros. Director del portal Correcamara.com y autor de los libros “Pancho Villa en el cine” (2023) y “Zapata en el cine” (2019), ambos con Eduardo de la Vega Alfaro; “Dos amantes furtivos. Cine y teatro mexicanos” (coordinador) (2015), “Luces, cámara, acción: cinefotógrafos del cine mexicano 1931-201” (2011) con Elisa Lozano, “Ciudad de cine” (2010) y"Una ciudad inventada por el cine (2006), entre otros.