De Woody Allen a Jean Seberg y la importancia del encanto francés
Por Sergio Berrocal*
Noticine.com-CorreCamara.com
Uno siempre respira más tranquilo cuando oye decir a un deprimido crónico, con tendencias histéricas, como Woody Allen que no hay fracaso, ni los de Hemingway, que pueda con la misa que nunca nadie ofició en París, por París, la belle Paris, ni siquiera una de esas misas robadas que tanto les gusta a los cubanos y que ni siquiera pidió la bellísima bella Margarita de Borgoña cuando el cine la transformó en una amante de lo más religiosa.
Después de tantos años como sinrazón tengo, he descubierto que “Hollywood Ending” es la película más subversiva que Woody Allen ha dado al cine norteamericano. Cuando dirige totalmente ciego, en estado de ceguera mental peligrosa, el personaje se da cuenta de que ha rodado un auténtico churro, que la crítica se encargará de asesinar a la mañana siguiente al estreno, según la tradición en los Estados Unidos de Obama. Se desespera, quiere arrancarse hasta el último soldadito de su cabelleras el Woody Allen, que ya ha recobrado la vista, hasta que su novia le trae periódicos franceses que juran por Zeus que la misma película que los estadounidenses han considerado macarrónica es el acontecimiento cultural del año en el mundo.
La cultura francesa tiene una importancia preponderante en ese gran país donde tan mal se habla cualquier lengua que no sea la suya
De siempre me ha fascinado que los estadounidenses pudientes, por lo menos en mis películas, de las que me amamanto y con las que fácilmente caigo en la sobredosis para lavado de estómago, bebiesen Perrier y hasta Vittel los más exquisitos. Sin duda la cultura francesa tiene una importancia preponderante en ese gran país donde tan mal se habla cualquier lengua que no sea la suya. Y ahora no sé por qué, y mi maldito psiquiatra está de vacaciones. Recuerdo cuando en París Jean Seberg, llegada de sus montañas rocosas natales, me contaba que allá por el Rancho Grande, antes de que Otto Preminger la escogiese para ser una de las más catastróficas Juana de Arco de la historia, ella vendía salchichas con un carrito. Lo que creo se olvidó precisarme es que las salchichas las fabricaba su enorme industrial de papá, lo que cambiaba totalmente la perspectiva de Wall Street visto desde los aledaños de la Torre Eiffel, que aunque no deje de ser un mecano es muy fotogénica.
La estuve fotografiando, a Jean Seberg, no a la otra, durante más de un año, en aquel París de 1957 adonde yo acababa de llegar con la pretensión de comerme el mundo pero sin hablar francés. Estuve mucho tiempo sirviéndome de un compañero, el maravilloso y culto periodista Boris Guelfand, ruso blanco, es decir que no quiso saber nada de la Revolución de Octubre, que me servía de traductor con el jefe supremo de la Agencia Keystone (húngaro escapado de la reciente escabechina de Budapest a manos de los hermanos soviéticos), que había tenido la debilidad de contratarme pese a los pesares.
Aquella agencia de prensa tenía sedes en Nueva York, Londres y París. Lo digo porque siempre es más glamuroso. El caso es que durante meses, más tiempo del que necesitó Eva para dar a luz a un monstruo llamado Hombre, me consagré a reportear a Jean Seberg. Hasta que un día me enteré, ni siquiera ella me lo dijo, que se casaba con un abogado parisiense bastante lanzado, que además era guapo y se movía en el mundillo del cine. Durante una temporada aborrecí las salchichas y me consolé almorzando un día sí y el otro también a base de huevos duros. Las hueveras eran el principal adorno de los mostradores de zinc de los viejos cafés de París. Hoy me parece que ya no hay ni huevos duros. Todo cambia.
Les cuento este rollo de Rolleicord made in Merkel aunque los comunistas también fabricaron esta extraordinaria máquina de fotos formato 6×6 porque creo que Woody Allen debió sufrir mucho cuando era joven y todavía judío. Yo era joven y ni siquiera judío. Estoy seguro que esos sufrimientos subliminales que probablemente arrancan desde el líquido amniótico, trató de compensarlos tocando el clarinete. Lo entiendo porque yo soy un enamorado del violoncello, pero eso sí, a condición de que lo toque una mujer vestida de negro riguroso, como si fuera a asistir al funeral del Archiduque de Austria, en un concierto de Bach y en el escenario de la Opera de Manaus, allá por la Amazonía, en lo más bello que tiene Brasil. Una noche de un día que no terminó nunca rocé la locura en las calles de Manaus medio envenenado por un fruto que un amigo me ofreció entre juerga y juerga de zumos de fruta. Ahí fue donde comprendí que el güisqui es la salvación.
Escapé a la muerte en las selvas tropicales, pude tomar el avión para Brasilia, la civilización, antes de que un sanitario del aeropuerto me detectara, creyeron que estaba borracho, pero antes bebí de aquel violoncelo que pulsaba una rusa recién llegada de Leningrado. Su marido se había quedado en la Plaza Roja y ella, que se llamaba Nathalie (versión francesa de Gilbert Becaud) se había apuntado a la aventura más que surrealista de formar una orquesta sinfónica en plena Amazonía con otros músicos igualmente llegados de Europa del Este. Había sido idea, por muy loca que fuese, de un tipo de Manaus que quería resucitar la desmelenada época del siglo XIX cuando los multimillonarios del caucho construyeron la monumental ópera que hasta tiene sus fantasmas. Otro desengaño como el de Jean Seberg. Como la violonchelista no hablaba más que ruso del Báltico, todo quedó en la nada. Y volví a ver un documental sobre un concierto de Woody Allen y su clarinete. Y luego, ya en Brasilia, nos fuimos a celebrarlo a un restaurante que nos encantaba, el Carpe Diem.
Sigo adorando los huevos duros y he reanudado mis relaciones con las salchichas, aunque procuro que sean de Francfort y que no vengan de Estados Unidos.
* Sergio Berrocal trabajó como corresponsal de la agencia de noticias FrancePress. En su oficio conoció países como Brasil o Cuba. Fue fundador, junto a relevantes escritores latinoamericanos, como Julio Ramón Ribeyro, del servicio en español de la agencia francesa de prensa.