Por Domingo Rojo
La tradición del melodrama en el cine mexicano siempre ha presumido
en su receta típica el
abuso de los ricos sobre la nobleza de los pobres y desvalidos. En un
juego de sadomasoquismo, donde parecen disfrutar tanto unos como los otros, siempre los pobres ponen la otra mejilla
frente a la arrogancia de los adinerados.
Este elemental planteamiento se ha hecho tan arraigado en la conciencia
colectiva que se ha trasladado casi idénticamente a otros escenarios de
la vida nacional, desde la vida doméstica hasta la llamada “alta”
política, pasando por el fútbol, las luchas, la prensa y desde luego las tramas de
televisión.
Poniendo un antecedente, el ya finado magnate de Televisa, Emilio El Tigre Azcárraga Milmo, aseguró alguna vez que la televisión que ellos hacían estaba dirigida a los jodidos. “México es un país de clase modesta muy jodida, que no va a salir de
jodida, para la televisión es una obligación llevar diversión a esa
gente jodida y sacarla de su triste realidad y de su futuro difícil”, fue su inolvidable testimonio.
Esas palabras tenían una carga de melodrama mexicano. Podrían haber sido fácilmente algún parlamento de cualquier película de los años cuarentas o cincuentas, o incluso de una telenovela de las actuales, pronunciadas por el canalla en turno. Sus palabras se acoplan perfectamente a los estereotipos más recalcitrantes de este género muy mexicano, muy latinoamericano: los ricos son malvados y los pobres son muy bueeeenos… maniqueísmo in extremis.
Ricos malvados
En la cinematografía nacional, pueden encontrarse varios ejemplos muy ad hoc, desde algunos clásicos como las imprescindibles Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, ambas de Ismael Rodríguez, o incluso algunas más recientes, como Amar te duele (Fernando Sariñana), donde el chantaje en torno a la desigualdad social es el componente clave para estimular las glándulas lacrimales.
Sin embargo, me voy a remitir a un filme tal vez menos conocido pero lleno de sabrosos excesos y convencionalismos que hacen llorar y reír: Regalo de Reyes, un filme de 1942 dirigido por Mario del Río, con un argumento de Alfonso Lapena y José Díaz Morales.
La trama está centrada en un humilde ingeniero viudo, Juan Hidalgo (Miguel Ángel Ferriz) que vive con su dulce madre (Sara García) y sus dos hijos, el joven Enrique (David Silva) y el niño Pedrín (Narciso Busquets). Tienen de vecino a Armando Santurce (Rafael M. Labra), un rico magnate de la mineria que vive con su familia, su caiñosa esposa (Asunción Casal), su joven hija Magdalena (Amparo Morillo) y su hijo menor Alberto (el niño Polo Ortín), quienes constantemente los humillan y ofenden, aunque también hay cierta simpatía entre ellos.
Las acciones se precipitan cuando el ingeniero Hidalgo descubre una fabulosa fórmula para convertir el petróleo en hierro (por tonto que suene ahora), que le permite ascender al triunfo y el dinero, así como ganar el reconocimiento del gobierno del país por los beneficios que supondrá. De esta forma, la suerte se revierte para el rico y déspota Santurce, quien va a dar a la cárcel y queda arruinado. Pero en un gesto de nobleza, Hidalgo decide vender su patente para pagar la fianza que pondrá libre a su vecino.
A lo largo del filme suceden escenas que configuran la división “moral” entre los pobres y los ricos, como el momento en que Magdalena salpica de lodo
con su auto a Enrique; o cuando el pequeño Alberto pelea a golpes con
Pedrín destruyendo las flores de la abuelita de éste ; o cuando
el magnate Santurce se burla con carcajadas del invento de Hidalgo
cuando éste se lo presenta buscando su apoyo. Hay otros momentos
inolvidables, como la noche de los Santos Reyes, en que la humilde
familia se encuentra frustrada porque no ha podido comprarle una
bicicleta a Pedrín, para cumplir su máximo sueño y asi permitir que por un año más “siga siendo niño”.
También es inolvidable el momento de la prueba final de la fórmula del
ingeniero Hidalgo, al que asiste junto a su madre y sus dos hijos, cuyo
éxito los hace entrar en una especie de orgasmo familiar, al son de la
frase que repite hasta el cansancio Sara García: “El corazón de una
madre nunca se equivoca”.
Muy simpático también es el hecho de que el filme muestra a una hipotética familia humilde en condiciones que ya quisiéramos la mayoría de los mexicanos hoy en día: sólo para darse una idea, viven en una casa de dos pisos y con jardín.
En más de un sentido, es una película lleno de ridículos, y por eso justamente disfrutable. Por ejemplo, los pobres, la familia Hidalgo, se regodea de su humildad como si fuera una bendición. “Los reyes me la han traído (una bicicleta) porque saben que soy bueno y pobrecito como el niño Jesús, ¿verdad abuelita?, dice el niño Narciso Busquets en cierto momento. Sin embargo, a pesar de esta gozosa aceptación de la miseria, parece que lo único que los mueve es la posibilidad de convertirse en ricos, como sus petulantes vecino. “Triunfaré y seré rico, más rico que el hombre de al lado. Más rico y mejor que él”, dice Hidalgo en otra escena.
Y ni hablar del final. El gesto de nobleza de la familia Hidalgo, para salvar a su despótico pero arrepentido vecino Santurce, refiere muy bien esa idea tan estúpida pero tan arraigada de que, al final de todo, los pobres salvarán a los ricos porque son moralmente superiores, precepto tomado al pie de la letra del Evangelio: “Más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de Dios.” (Mateo 19:24). Ha sido por pensamientos como éstos, o más bien, por sus malas interpretaciones, territorio fértil para el melodrama patrio, donde aflora el sentimiento de culpa; la doble moral y la sumisión en abono del cinismo y la corrupción.
Abusos del melodrama
El gusto por el sufrimiento que suministra el melodrama es uno de los fundamentos que parecen salpicar a México, o al menos, a una notable cantidad de mexicanos. Es el combustible favorito del cine nacional, de la televisión y hasta de los debates entre los candidatos presideneciales, donde los héroes y villanos están hechos con el burdo trazo del género lacrimógeno, donde los buenos y pobres se consagran por su sacrificio que roza la estupidez, mientras que los malos se peinan con vacelina y ríen teatralmente.
Otro ejemplo tambiénpodría encontrarse en actos de difusión masiva como el Teletón que organiza Televisa y otras corporaciones para auspiciar centros de rehabilitación para gente con afecciones físicas. En efecto, no es que el fin sea malo, pero sí lo es toda la manipulación y el chantaje alrededor de ellos, así como el abuso de estos poderosos grupos que pretenden lavar su imagen pública con migajas caritativas.
Porque de todos es sabido que Televisa, por ejemplo, el mayor impulsor de esta iniciativa, se embolsa millones de pesos de los recursos públicos –el dinero de todos, de nuestros impuestos– a través de la propaganda oficial, y de las campañas electorales. De ese mismo dinero, si su intención fuera hacer caridad de verdad o ayudar socialmente, podrían construir dichos centro de rehabilitación sin recurrir a la gente.
Pero no suecede así. Televisa convierten el acto de caridad en un circo y un espectáculo de proporciones melodramáticas, además de un negocio y un sospechoso método de deducción fiscal. No se tocan el corazón y, para hacer más emotivo su trama, ponen en pantalla spots de televisión con niños en rehabilitación que apelan a la lástima, que usan descaradamente sin pudor alguno. Y convocan así a la gente a que depositen dinero a toda prisa.
Las corporaciones apantallan con cheques muy jugosos. Millones de espectadores se creen esta historia. Muchos de ellos hacen sus depósitos rascando dinero de sus agujereados bolsillos, convencidos de que le están haciendo un bien a alguien… Seguro que sí… el desenlace siempre es el mismo: los pobres salvan a los ricos, o Cómo los jodidos salvan a los magnates.