Por Hugo Lara
La realidad existe y es; la virtualidad existe y parece que es. Esta
diatriba explica muy sintéticamente la paradoja de la virtualidad como
una realidad alterna pero apócrifa. Ya en la visionaria novela de
Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel, publicada en 1940, se
describe lo que bien puede considerarse como el primer hallazgo moderno
sobre la virtualidad: un hombre fugitivo en una isla desierta descubre
un fantástico invento dejado ahí por otros viajeros que tiene la
capacidad de convertir la realidad en imágenes virtuales.
En otro libro pero de 1984, Neuromancer, William Gibson acuñó el
término de ciberespacio, con la que también contribuyó a enriquecer un
género popularizado durante los años 80, el cyber punk, asociado por lo
general a una visión tecnificada y catastrofista del futuro. El
ciberespacio es una realidad virtual generada por las computadoras; es
un universo paralelo que, además de ser increíblemente verosímil como
espejo de la realidad, puede funcionar con relativa autosuficiencia. ¿Acaso estamos hablando de la época definida por el Facebook y Twitter?.
George Orwell, en su célebre novela 1984 —publicada en el ya lejano 1949— estableció el ambiente de la paranoia y el exterminio del individuo en un mundo corporatizado, dominado simbólicamente por la figura ubicua del Big Brother. Otros autores, como Aldous Huxley y Philip K. Dick, en sus ficciones y sus meditaciones, aluden al fraude de la tecnocracia, de la promesa de un modelo de existencia colectiva basada en un frenético progreso deshumanizado y autodestructivo.
En el enjambre del cyberpunk la tecnología es un emblema de la decadencia, porque mediante ella se representa el sin sentido de avanzar con prisa hacia ninguna parte. Dentro de este espectro, Gibson dio vida en Neuromante al protagonista típico del género, un antihéroe al estilo de las películas del cine negro norteamericano de los años cuarentas, unas criaturas solitarias que se mueven en un ambiente de zozobra, con cielos que parecen monitores sintonizados en un canal muerto.
Estas descripciones expresan la desesperanza como constante existencial, la misma conducta que comparten los replicantes de Blade Runner (1982) o los personajes de Días Extraños (Strange Days, 1995). En todas ellas se plantea la idea de que se ha llegado al final y es el momento de preguntarse qué es lo que sigue. Es un estado de ánimo que resulta ser algo así como nihilismo puro que se transmite en forma de virus electrónico.
Dos de las películas más significativas del cyberpunk, Blade Runner (1982) y El vengador del futuro (Total Recall, 1990), están basadas en relatos del escritor Philip K. Dick, uno de los apóstoles de la literatura de ciencia ficción. La adaptación a la pantalla de estas dos obras fue realizada bajo ópticas distintas y, por ende, con resultados disímiles aunque formidables, la primera dirigida por el británico Ridley Scott y la otra por el holandés Paul Verhoeven, realizadores que han forjado estilos propios y que en estas cintas supieron aportar con astucia sus inquietudes personales.
No obstante, ambos relatos están unidos por una serie de coincidencias argumentales: la doble identidad; la existencia de cyborgs; un ambiente de persecución y paranoia; la ambiguedad moral de los personajes; un romance furtivo; la tecnificación de la sociedad; en fin, sólo por mencionar los más obvios. Pero la densidad dramática de estos relato tiene qué ver con aspectos de mayor calibre, incluso existenciales, como autodescubrirse en un escenario decadente y peligroso.
México cyber
En la vertiente del cyberpunk se unifican motivos conceptuales que tienen orígenes y destinos diversos, como un manojo de cables prensado por el centro. ¿Es posible considerar acaso en este universo a filmes como Siete en la mira (Pedro Galindo, 1984), una fábula de violencia a la mexicana inspirada en Mad Max? Podría ser, aunque tal vez sea más visible la influencia del cyberpunk en la ópera prima de Luis Estrada, Camino largo a Tijuana (1991), un peculiar relato en clave de suspenso cuya trama gira en torno a una joven drogadicta y un hombre solitario que vive en un cementerio de autos. En esta película, el cyberpunk está presente en el espíritu de la narración, más que en el escenario mismo, resuelto con pocos recursos.
Mucho del cyberpunk se halla sin duda en la alucinante y retorcida película Historias del desencanto (2005), dirigida por Felipe Gómez y Alejandro Valle, también un filme de muy bajo presupuesto, que contaba la trama de unos personajes acosados por un mundo situado en el limbo entre los siglo XX y XXI donde el tiempo no transcurre y es devastado por un poderoso hechizo.
Grabo, luego existo
En la película Días extraños (Strange Days, 1995) el protagonista es un traficante de experiencias virtuales, una especie de nueva droga del fin de milenio, profundamente adictiva y enajenante. En una historia semejante, Hasta el fin del mundo (Bis ans Ende der Welt, 1991), Wim Wenders narra el intríngulis de un puñado de personajes que caen fascinados y absortos mientras los consume un artefacto maravilloso, que registra los sueños y los recrea vívidamente.
El universo de la virtualidad es también el de la sugestión y la metáfora pero es aún más avasallador porque su efecto es de naturaleza existencialista y por lo tanto inquietantemente íntima, donde el espectador se desprende de la coraza vouyerista y se vuelve intérprete expuesto.
En la espiral mediática que nos envuelve a todos en el presente, resulta a veces más que imposible deshacerse de los vicios que esto genera. Hay que observar lo asombroso que resultan los hábitos del turista estereotipo, quienes llevan mecánicamente las cámaras a sus ojos, cada vez que se enfrentaban a un monumento o un motivo iconográfico.
Para ellos, es más importarte fotografiarlo que disfrutarlos con los propios ojos. Nada existe si no se fotografía, si no se graba, si no se captura para después convertirlo en fetiche, para compartirlo en el ciberespacio. Y no eres nadie si no existes en Facebook o Twitter.
Estamos por ver cuáles son los efectos de estas nuevas sociedades virtuales que se tejen por un mundo sin fronteras, donde se definen nuevas indentidades individuales y de grupo, nuevos desafíos de la comunicación, nuevos mecanismos para el intercambio de contenidos. El cine no escapará de su efecto, sea en los argumentos mismo, sea en la transformación como lenguaje que supondrá este instrumento tecnológico, y que de hecho ya lo está haciendo.
Hace apenas unos días, circuló una noticia acerca de que las compañías
de Hollywood (con DreamWorks Animation y Disney a la cabeza) han
comenzado a restringir por contrato el uso de redes sociales de
Internet como Twitter y Facebook entre los actores para evitar
filtraciones sobre los rodajes, así como varios escándalos menores que han protagonizado algunas estrellas por la via de las redes sociales del ciberespacio.
Hoy podemos ver y compartir cientos de películas por la red, con un éxito abrumador. Ahí está Youtube para ejemplificarlo. Las corporaciones le temen a la aparente anarquía del ciberespacio, a las descargas de películas y contenidos libres de costo, pero en realidad ¿hasta qué punto estamos aprovechando esta ventana? ¿quiénes nos observan más allá de nuestros contactos en Facebook o Twitter? ¿esta vez quién es el Gran Hermano?