Por Samuel Lagunas
Desde Morelia, Michoacán
La exhibición de documentales suele causar en las y los espectadores sentimientos de desasosiego y de indignación. Claro, cuando lo que se cuenta es la atroz experiencia de una madre cuya hija es secuestrada y de una mujer que es encarcelada injustamente en una prisión de Matamoros controlada por el cártel de los Zetas la reacción no puede ser menor. De los catorce documentales que conforman la Selección Oficial del FICM 2016, solamente dos conducen hacia emociones menos aciagas y más reconfortantes. Así, se agradece que ambas cintas se hayan exhibido el mismo día en funciones sucesivas. Hablo de “Bellas de noche”, ópera prima de María José Cuevas, y “El charro de Toluquilla”, primer documental de José Villalobos Romero que se presentaron la noche del jueves.
Ya desde el miércoles 26 el documental de Maya Goded, exhibido fuera de competencia, modificó el ‘mood’ de las personas que asistieron. “Plaza de la Soledad” (2016) es una extensión del trabajo fotográfica que Goded ya había publicado años atrás sobre un grupo de mujeres que trabajan en la Plaza Loreto en el barrio de la Merced como prostitutas, (trabajadoras sexuales, sexoservidoras, rameras, llamémoslo de cualquier forma). Pero las historias de Carmen, Lety, Raquel y Esther no son presentadas desde la óptica de su victimización absoluta (que por el Estado, el sistema económico, el heteropatriarcado, el machismo, la iglesia…), mirada habitual al considerar este fenómeno desde algunos círculos académicos. Al contrario, Maya Goded nos aproxima a su jovialidad y vitalidad, a su férrea voluntad y, sobre todo, a las redes y lazos que a lo largo de los años se han formado entre ellas y, por qué no decirlo, también con algunos “ellos” (el bolero romántico del quiosco, por ejemplo). Aunque los relatos de abuso sexual y violaciones no están ausentes, no son el centro de atención de “Plaza de la Soledad”. Por ello, este primer acercamiento de Goded al quehacer cinematográfico no produjo como resultado un documental agrio y patético; más bien, logró que se gestara entre ellxs un canto de esperanza, de solidaridad y de risa que quebranta sus escenarios grises y rompe las situaciones de por sí amargas que día a día tienen que vivir.
La función de “El charro de Toluquilla” fue presentada por su director y por su principal protagonista, Jaime García, quien no dudó en asistir a la sala vestido como charro y alentar a la audiencia a preguntarle lo que quisieran, además de aclarar, minutos antes del inicio de la película, que todo lo que se vería en la pantalla era totalmente “real” y que allí no habría nada de “ficción”. La salvedad puede ser pertinente si consideramos que la vida de Jaime García bien pudo haber sido extraída de un cuento o de una novela del guanajuatense Jorge Ibargüengoitia (autor de la novela “Las muertas” [1977] y el libro de cuentos “La ley de Herodes” [1967], entre otros libros).
El charro vive en Toluquilla, poblado localizado al sur de Tlaquepaque en Jalisco. Cuando tenía 28 o 32, o en algún momento entre esos 5 años, contrajo el VIH de una de las tantas mujeres con las que durmió en esa época. Un charro con sida. La combinación suena antitética: el charro, icono del macho mexicano por antonomasia, y el VIH, virus popular y prejuiciosamente restringido a la comunidad homosexual. La peculiaridad del documental se intensifica cuando entran en escena Rocío, actual pareja de Jaime y madre de Analía, segunda hija del charro. Lo inaudito en la vida de Rocío es que cuando murió su madre, ésta le hizo prometer que nunca viviría en pecado con el charro; o sea, si se querían, tenían que casarse. Entre ese fanatismo católico de Rocío, la vida nocturna de Toluquilla y la pasión tanto por su yegua como por su hija Analía, se desenvuelve la cotidianidad del charro al interior de una familia donde la madre desaprueba su relación de noviazgo y donde el padre se halla agonizante. Hay dos elementos, además de la trama en sí, que hacen de “El charro de Toluquilla” una obra tan fantástica como distinguible: la musicalización de Andrés Sánchez y Gus Reyes que dota al charro de un halo despreocupado y hasta jocoso, y el guion que permite observar con claridad la evolución del personaje ante situaciones imprevistas.
Así, con esa por momentos quijotesca actitud, Jaime se adueñó de la sala de cine hasta que tres mujeres más reclamaron la atención del público: Wanda Seux, Princesa Yamal y Rosy Mendoza. Ellas, junto con Lyn May y Olga Breeskin protagonizan “Bellas de noche” de María José Cuevas. En su primera obra como documentalista, Cuevas navega en las profundidades de un mar cuyas olas aún nos remojan con su brisa: el tiempo de las vedettes mexicanas. Promovidas entre el mundo de los cabarets y el cine, estas 5 mujeres amasaron una fortuna a costa de sus cuerpos y sus múltiples talentos: el baile, la actuación, el canto, tocar algún instrumento. Pero esas carreras se troncaron en algún punto: un matrimonio fallido, una muerte inesperada, un encarcelamiento injusto, una conversión religiosa, todo esto inserto en el marco del deterioro normal del organismo (ése que han combatido tenazmente con Botox, cremas y bisturí). Pero su vejez, tal como la rescata Cuevas, no es vivida como un tiempo de pura y bruta nostalgia sino que es experimentada también como plenitud.
A pesar de que el trabajo de Cuevas en su primera mitad -cuando las vedettes hacen el recuento de sus vidas- tropieza constantemente y acaba pareciéndose mucho a una emisión de “Historias engarzadas” (pienso en la composición de los encuadres, sobre todo, y en el formato de las entrevistas), cuando Cuevas pone en el centro de su mirada el cómo viven ahora, “Bellas de noche” adquiere una encantadora profundidad que nos permite participar de experiencias desconocidas para gran parte del público y así sentirnos más cerca de esas mujeres que aún hoy se “brindan voluptuosas e impudentes” (Monsiváis dixit). La pasión por los perros de Wanda, el interés por la metafísica de Rosy y la faceta predicadora de Olga son algunos de esos momentos que se vuelven inolvidables como inolvidable será también el momento en el que el charro, con todo y sombrero, se ofreció a cargar a una convaleciente Wanda Seux y ésta se negó argumentando que no creía que la fuera a aguantar. Inolvidable también los momentos en los que la proyección de “Bellas de noche” se convirtió en un verdadero espectáculo musical y los aplausos en la sala se despertaban al final de algunas secuencias específicas. La noche, entonces, devino en homenaje.