Por Raúl Miranda López


Los gritones, muchachos que repartían (y gritaban) los convites publicitarios, recorrían las calles para animar a la gente a asistir a los espectáculos anunciados, según nos relata Aurelio de los Reyes en su peculiar libro “¡Tercera llamada, tercera! Programas de espectáculos ilustrados por José Guadalupe Posada”. De 1711 a 1921, nos informa el autor señalado, es un largo periodo de tiempo en el que los materiales publicitarios eran controlados por oficinas gubernamentales que solían llamarse Diversiones Públicas. Los empresarios de espectáculos estaban obligados a remitir ejemplares de sus anuncios publicitarios para que los funcionarios comprobaran que la oferta era cumplida, amen de que servían también para el control de impuestos.


A la llegada del cinematógrafo a México y su inmediato despliegue por el país, las funciones se promocionaban retomando las formas tradicionales, algunas muy singulares, como las caravanas con bombo y platillo, el despliegue de “tiras” y “sabanas”, nombres estos últimos dados a los carteles, además de programas de mano (los más elegantes y sofisticados eran los de la ópera). Los carteles se exhibían sobre muros urbanos, sus tipografías eran variadas, de diversos tamaños y formas, recogiendo la tradición cartelista inglesa. Algunos se animaban presentando ilustraciones, en la tradición francesa, nos explica De los Reyes.


El incipiente cine mexicano pronto mostró los diseños de un artista mexicano, el impresor y grabador José Guadalupe Posada aplicó su arte a algunos programas de mano de las llamadas “vistas”, que así eran conocidas las películas de breve duración. Pero Posada también ilustró películas extranjeras de largo pietaje, como “Los últimos días de Pompeya”, que aseguraba contar con 400 metros, nos informa Cristina Félix Romandía y Jorge Larson Guerra, en su libro “El cartel cinematográfico mexicano”.


Para la década de los años veinte, algunas imprentas mexicanas desarrollaron un incipiente diseño gráfico: las más famosas fueron las de Zúñiga Fotograbador; Campos y Hermano; Litografía Estampa; Litografía Morgado; Auza Hernández, nos aseveran los autores Félix y Larson.


Ya en los años treinta, los diseñadores empiezan a tener firma de autoría, entre la nomenclatura de esa época se encuentra M. Caro, Romero, Juan Antonio Vargas Ocampo, y el más sobresaliente, Ernesto García Cabral. Muchos diseñadores posteriores se formaron bajo la tutela de Vargas Ocampo, escritor, publicista, dibujante y editor. El hijo de este impulsor del cartelismo cinematográfico mexicano, Juan Antonio Vargas Briones, se formó en la práctica, pero también en la escuela, precisamente en la Academia de San Carlos.


Ya en los años cuarenta, la industria mexicana de cine se convierte en la más poderosa de América Latina. Después de que en la época silente no obtuviera mayores logros, fuera del registro, poco conocido en el extranjero, documental de la Revolución Mexicana, el cine nacional se manifiesta con búsquedas y versatilidad. Una vez que los intentos de Hollywood por controlar el mercado latinoamericano fracasan, mediante sus películas en versiones hispánicas, en México se crean grandes estudios cinematográficos, a imagen de los norteamericanos, y se producen películas que triunfan en competencia con el impulso de identidades nacionales de otros países de América Latina. A través de la creación de un sistema de estrellas, Pedro Infante, Cantinflas, Jorge Negrete, María Félix, entre muchos otros, que trascienden las fronteras; y la consolidación de un cuerpo de directores, como Alejandro Galindo, Ismael Rodríguez, Julio Bracho, Emilio Fernández y Roberto Gavaldon, se vivió una etapa de auge productivo y estético, conocida como la “época de oro”.


A la par de que esto ocurría, los carteles mexicanos del cine de este tiempo mostraron una estética colorista (las películas eran en blanco y negro), con tentadores llamados al público. Las distribuidoras de cine competían y había que provocar la preferencia, el cartel fue el medio para seducir al posible consumidor. Uno de los creadores de estos singulares afiches fue el mencionado Ernesto García Cabral “El Chango”, cuyos diseños caricaturizados de las películas del comediante Tin Tan, como el cartel de “Rififi entre las mujeres”, parodiaba el estereotipo del machismo mexicano. Y es precisamente García Cabral quien dibujará a las mujeres plenas de sinuosidades voluptuosas de las comedias apasionadas del cine mexicano, como en la película “Las interesadas”, en donde Amalia Aguilar, Lilia Prado y Lilia del Valle, se insinúan eróticamente, tras el dinero de Manolo Fábregas. Garcia Cabral no se contentará con la información sobre la película, acudirá a los sets fílmicos para extraer de ahí sus divertidas ideas gráficas.


Otro autor del cartel de la época de oro lo fue sin duda el valenciano, avecindado en México, Joseph Renau quien desarrollara la técnica expresionista de luces y sombras en los rostros y en los cuerpos, como la mujer del cartel dividida tangencialmente en colores amarillos y negros, de la cinta “Amor en cuatro tiempos”. Renau, creador de profundidades tonales y de estados emocionales, además de estrategia semiótica de introducir sutiles objetos clave del relato, como el teléfono de la cinta “La adultera”, con Silvia Pinal gráficamente sensual; o la presentación de elementos más obvios, como los billetes de su cartel para la cinta “Necesito dinero”; o más retóricamente complejos: las sombras de persiana americana y puerta entreabierta mostrando los rostros de Manolín y Shilinsky, para la cinta “Dos de la vida airada”, dando a pensar que el cartel era mejor que la película. Representativos son también los cambios o cortes de tipografía, en las letras de las conjunciones y artículos, de los títulos de las películas de las que Renau diseñó los carteles. Quizás el cartel más complejo, pero a la vez más retórico, sea su diseño de cartel para “La sospechosa”, Silvia Pinal, sensualidad absoluta, vistiendo de verde, enjoyanda, mientras de las sombras una mano amenazadora se acerca a su cuello; un reloj cucu, detrás de ella una estatua de la Venus de Milo, cual consumo de arte de la clase adinerada de esos tiempos; al fondo unas líneas y ventanales que representan el entorno urbano; en la parte superior un sol rojo eclipsado por líneas arquitectónicas góticas, nada más. Maestro del fotomontaje, Renal fundirá el vanguardismo y el comercialismo en el cartel de cine, para dedicarse con igual esmero, a mayor pasión, la militancia política de izquierda.


El coleccionismo es la base que permite la conformación de una cultura del cartelismo cinematográfico en nuestro país. Y es Rogelio Agrasanchez Jr., quien avocado a esta tarea, ha permitido mediante sus publicaciones, y exposiciones, aunque estas últimas cada vez más escasas, conservar una memoria, desafortunadamente parcial debido a los extravíos irrecuperables de estos frágiles materiales, que persuadían para asistir al cine.


Así, el cartel del cine mexicano de la época de oro tiene valía cultural para ser, una vez coleccionado, lo que implica ser protegido para preservarlo, estudiado, historiado, analizado, reproducido en libros. Saber cómo era la retórica visual de esta etapa cartelista, conocer si la tradición de la publicidad circense influyó en el cartel del cine mexicano, informarnos sobre la influencia de los ciclos de los movimientos de la pintura en el arte cartelista nacional, enterarnos cómo los cartelistas acudían a las figuras retóricas como la metáfora, la metonimia y el collage, aprender sobre la diversidad de procedimientos y técnicas gráficas.


Hoy sabemos que los carteles enriquecen la experiencia de ir al cine, que algunos de los carteles del cine mexicano pueden ser hoy disfrutados como obras de arte o documentos históricos.