Publicado: 11 de diciembre de 2006
Por Hugo Lara Chávez
En 1910, con el paso del cometa Halley, su estela, como se anuncia supersticiosamente, fue sembrando una serie de calamidades de toda índole. Mientras se celebraba magníficamente el primer siglo del inicio de la lucha por la independencia de México; mientras los plácidos recorridos en el monociclo por Plateros y San Francisco, el boulevard del París de las Américas, se veían amenazados por una cada vez más enardecida chusma, los tambores de la guerra habían empezado a retumbar en el oído de todos los asistentes al juicio del porfiriato.
Ese 15 de septiembre, en el palacio lujoso, entre la gente de prosapia y entre los invitados extranjeros más refinados y circunspectos, en el salón donde se departía con los vinos más exquisitos y se bailaban los valses de moda aunque, eso sí, del mejor gusto; en medio de las vajillas y la fina cristalería, estaban el enviado del Káiser Guillermo II y el subsecretario de relaciones, el novelista Federico Gamboa. Afuera, en la plaza, una manifestación maderista turbaba tan digna celebración. El alemán, que no entendía ni jota, preguntó al diplomático mexicano:
– ¿Qué gritan esas personas?
– Vivas a don Porfirio, señor ministro.
– ¿Por qué llevan en alto el retrato de un señor con barba?
– Es que el general Díaz en su juventud usaba esa barba de candado
– Lo quiere mucho el pueblo de México ¿verdad?
– Lo adora, señor ministro. El general Díaz es como un padre para todos nosotros.
Cuando años más tarde el fiel Gamboa contó en su diario su versión de esta anécdota que sería grotesca si no fuera patética, todos recordaron otro intercambio famoso de 1789 entre Luis XVI y el duque Liancourt:
– Tomaron la Bastilla ¿Se trata de un motín?
– No, sire: es una revolución.[1]
En efecto, la guerra llamaba a la puerta, los campesinos aceitaban sus armas, los militares porfiristas encuartelaban a sus mastines y los preparaban para el ataque y los caudillos ya tenían nombres: Madero, Zapata y Villa. En tanto, el cine mexicano encontraba en el conflicto una fuente de abundante material.
Desde que estalló la revolución, el 20 de noviembre (oficialmente porque desde el 17, con el asesinato de Aquiles Serdán, esta guerra quedó declarada), el cine estuvo al tanto de los acontecimientos. Registró las revueltas en el norte del país, las negociaciones de paz entre Francisco I. Madero y el gobierno, los viajes de éste a diferentes lugares del país, su entrevista con Emiliano Zapata, etcétera. Las vistas que contenían hechos revolucionarios fueron bien recibidos por el público, lo que animó a los primeros cineastas a continuar explotando esa temática. Esto entrañó un ejercicio permanente que llevaría a varios de los realizadores de entonces, como los hermanos Alva y Salvador Toscano, a una madurez técnica y estética del documental, favorecida por el largo periodo del conflicto y por el amplio interés de los espectadores por verlo en las pantallas.
Antes de zarpar en el Ipiranga, el 11 de junio de 1911, con destino a Europa, donde viviría los cuatro años que le restaban a su vida, Porfirio Díaz hizo las maniobras necesarias para evitar que el poder quedera a merced de los maderistas. El presidente interino, Francisco León de la Barra, asumió el gobierno de transición al tiempo que se realizaban nuevas elecciones, en las cuales finalmente saldría electo, pero con un poder fracturado, Francisco I. Madero.
“Madero, miembro de una de las familias más ricas de México, era lo que se llama un hombre bueno. Creía que la democracia, sólo por su bondad, de un modo mágico, era capaz de regenerar a un pueblo caído en la abyección de la tiranía”.[2]
Cuando éste asumió la presidencia, la intervención del Ayuntamiento en la exhibición cinematográfica se tornó más enérgica. En 1911 se nombraron más inspectores para vigilar las numerosas salas de exhibición. La intervención oficial pretendía imponerse en dos aspectos: en el contenido moral de las vistas y en las condiciones higiénicas de las salas de exhibición. El 15 de diciembre de ese año, el jefe de la Comisión de Diversiones Públicas externó lo siguiente: “hay dos importantes circunstancias de las cuales deseo llamar la atención: una es de moral y otra de higiene. En cuanto a lo primero, todos han podido observar que hay vistas claramente inmorales, ya por los asuntos desenvueltos que presentan o por verdaderas lecciones que proporcionan, por ejemplo, lo que se refiere a los ardides a que aplauden mucho a los que roban. Lo más conveniente sería evitar tales exhibiciones; pero no habiendo previa censura, es claro que la acción de la autoridad debe recaer cuando se haya comprobado el hecho; pero sería muy conveniente advertir que todo lo que se oponga a la corrección y buenas costumbres será suprimido y castigado en su caso”.[3]
La campaña moralizadora que llevó a cabo este Consejo contó entre sus víctimas a varias salas, clausuradas por las vistas subidas de color que proyectaban, varias multas a otras tantas y el encarcelamiento de una actriz y su empresario.
La moral que prevaleció con Madero en el poder no estaba lejos de la moral porfiriana, como tampoco lo estaba de la decimonónica. Madero ascendió cobijado por las nuevas fuerzas sociales que se estaban gestando al comienzo revolucionario, pero jamás estuvo en condiciones ni tuvo la iniciativa de extirpar la moral de la clase a la que perteneció: la alta burguesía. Hay que señalar que durante la etapa en que Madero gobernó, se trató sobre todo de una censura subordinada al rigor moral y no al político, y no hubo una prohibición para la exhibición de películas aunque existió la idea de la censura previa, que no llegó a efectuarse por el cuartelazo de Victoriano Huerta.
Una crónica de la época, de un tal Francisco Quijano, publicada el 11 de septiembre de 1912 para el semanario Novedades, da una idea de la clase de prejuicios que dominaban el ámbtio social: “[…] el cine tiene mucho de inmoral. Amén de que la oscuridad en que se celebra el espectáculo se presta a ciertos escarceos no del todo ni del nada platónicos, hay vistas que resultan indecentes, así sin eufemismos, indecentes, y cuyas proyecciones debieran de prohibir; vistas que reproducen escenas de adulterio, de asesinatos o de robos. Yo creo que por culpa de éstas, nuestras mujeres, si algún día llegamos a tenerlas, irán ante el cura y ante el juez […] sabedoras de muchas cosas que nuestras madres ignoraron… Y, creo que, por culpa de estas clases de películas, muchos honrados hombres sentirán deseos, vagos o profundos, de delinquir”. [4]
Por otra parte, la moral que encarnaban los paladines revolucionarios, no insinuaba un radicalismo feroz, pues su oferta política se sembraba sobre principios ancestrales basados, fundamentalmente, en la posesión de la tierra. La rebelión que encabezaban los distintos caudillos fue captada por las cámaras de los documentalistas mexicanos. Por razones de propaganda, y probablemente también de vanidad, los jefes revolucionarios se hacían acompañar por destacamentos de periodistas, camarógrafos y fotógrafos, para que registraran sus hazañas y sus triunfos. A Madero lo cubrían los hermanos Alva; a Obregón y Carranza, Jesús Abitia. Pancho Villa, de por sí de naturaleza carismática, logró consagrarse como divo guerrillero con sus incursiones en el territorio estadunidense. Gracias a ello, llegó a tener tras su sombra, además de Pershing y la expedición punitiva, a los camarógrafos norteamericanos de la Mutual Film Corporation.
La revolución sirvió para que el cine mexicano tuviera una nueva fuente de inspiración y permitió, además, que los cineastas mexicanos se foguearan en el documental. La idea del cine- verdad que prevalecía en aquel entonces colaboró para que, una vez madura esta etapa, el cine de argumento tomara nuevos derroteros, primitivos, es cierto, pero derroteros al fin.
Igualmente, el conflicto armado favoreció al cinematógrafo porque propició una incipiente aceptación del público hacia éste: “El cine fue uno de los espectáculos predilectos de los que se quedaron en la ciudad de México durante los años más violentos de la Bola. Los salones de proyección aumentaron en gran número durante ese periodo. […] El cine reclutó fieles en las clases media y baja de la ciudad de México por otros motivos, tal vez el más importante fue la aceptación definitiva de los espectáculos populares como fuente de entretenimiento no vergonzante. Desde principios de siglo habían tomado carta de ciudadanía espectáculos como el circo, el teatro de revista y los conciertos de orquestas típicas, pero la revolución terminó de incorporarlos a la vida cotidiana normal de los capitalinos al agudizarse la crisis de espectáculos cultos como la ópera y el teatro, que con el conflicto bélico no podían, como en épocas de paz, revitalizarse contratando artistas o grupos extranjeros o emprendiendo giras a la provincia para reponer las arcas, y debido también al resquebrajamiento de las costumbres por la incertidumbre del futuro y la cercanía a la muerte”.[5]
En septiembre de 1912 se inició la edición de la Revista nacional, el primer noticiero que se producía en el país, el cual patrocinaban los distribuidores Navascués y Camús. Para esos momentos, un nuevo cisma político se avecinaba irreductiblemente: el presidente Madero era sofocado por una circunstancia flagrante políticamente, en medio de la cual fue incapaz de conciliar los intereses tanto de sus antiguos aliados revolcionarios, como de los grupos de poder que provenían del porfiriato. Su falta de olfato y sensibilidad política lo encaminaron, junto a Pino Suárez, su vicepresidente, hacia una celada preparada por Victoriano Huerta, en lo que posteriormente fue llamada la Decena Trágica. Victoriano Huerta, como varios de los hombres de quienes se rodeó Madero, era un militar de ascendencia porfiristas. Este hombre abyecto y tiránico se coludió con algunos grupos oligárquicos para, una vez liquidado Madero, apoderarse de la presidencia y reestablecer el orden pre-revolucionario, que a la larga sólo consiguió ser una trágica caricatura del modelo de Díaz.
Los sucesos de la Decena Trágica, en febrero de 1913, fueron captados por el cinematógrafo y exhibidos tan solo una semana después. El nuevo gobierno presidido por el dictador Huerta comprendió que para restaurar el modelo porfirista, entre otras cosas, tenía que amordazar a los medios y controlar las noticias que atizaran la fiebre subversiva. Por este motivo, resulta significativo que el primer filme más ambicioso de esta era fuese una comedia, El aniversario del fallecimiento de la suegra de Enhart (1913), realizada por los hermanos Alva; una de las pocas películas argumentales de los orígenes de nuestro cine.
La censura que impuso el gobierno de facto en el cine se oficializó con un decreto que prohibía tomar vistas “sin el consentimiento de los retratados, exhibir películas en que no se castigara al culpable del delito; las que entrañen injuria, difamación o calumnia para cualquier funcionario público, o para cualquier particular…las que signifiquen escarnio o ultraje a las creencias de cualquier culto, al ejército o a los agentes de la policía. Las de asuntos que inciten a la rebelión o puedan favorecer desórdenes o escándalos. Las que puedan dar origen a cuestiones internacionales, por ofenderse el decoro o dignidad de una nación amiga, (y) las que contengan escenas repugnantes de cirugía, o costumbres de pueblos salvajes”.[6]
Huerta intuyó con acierto el impacto del cinematógrafo como herramienta de propaganda, y pronto pudo usarlo en su favor. Los documentales Sangre hermana (1914) y La invasión norteamericana. Sucesos de Veracruz (1914) son testimonios de propaganda huertista, en los cuales se llamaba a la población a cerrar filas contra los transgresores de la ley y los invasores extranjeros. Esta línea del filme de propaganda fue adoptada por los realizadores en los distintos frentes de batalla, con diversas ópticas del conflicto, pues cada uno enaltecía los méritos de sus ejércitos y sus caudillos y ponía en evidencia las “canalladas” de sus contrincantes.
Sin embargo, las vistas de actualidades mexicanas agotaron el interés que despertaban en el gran público, puesto que la fórmula no podía competir más con las nuevas cintas argumentales que provenían del extranjero, las cuales estaban descubriendo un nuevo lenguaje cinematográfico. En esa época, fueron particularmente determinantes para el rumbo del cine mexicano y universal los “films d’art” italianos y las películas de Griffith El nacimiento de una nación (1914) e Intolerancia (1916).
D.R. México, 1996
[3] Ibídem p.47
[4] MIQUEL, Angel. LOS CRONISTAS QUE RECIBIERON A CINE MEXICANO, Revista DICINE, No. 58, México, 1994, p. 23.
[5] MIQUEL, Angel. CINES Y PUBLICOS EN EL MEXICO DE PRINCIPIOS DE SIGLO, Revista DICINE, No. 44, México, 1992, p. 9.
[6] REGLAMENTO DE CINEMATÓGRAFOS, México, imprenta del Gobierno federal, 1913, p.11