Por Sergio Huidobro
Desde Morelia

Este es un año en el que el Festival Internacional de Cine de Morelia parece dispuesto a abrir puertas y ventanas en su competencia oficial. Quince largometrajes integran la sección, lo que ya es un número inusualmente alto para un certamen cuya curaduría central, la que aspira a lograr la estatuilla de Mejor Película, no funciona como prisma de varios países sino como escaparate del cine nacional. La consecuencia inevitable es la irregularidad de la muestra: no hay país en el planeta que produzca quince películas de excelencia en un año, y México tampoco.

Pero si Morelia redobla la apuesta en esta edición es porque, entre los quince cineastas participantes, hay nueve que compiten con su primer largo de ficción y, entre éstos, seis presentan su primer filme a secas. Demasiadas óperas primas? Quizá. Una decisión valiente, también, aunque la atención del público se concentre por inercia en los dos nombres fuertes: Amat Escalante y Claudia Sainte-Luce.

En su primera jornada, Morelia programó tres ficciones de competencia que fueron de más a menos. De forma intencionada o no, las tres están firmadas por cineastas menores de cuarenta, nacidos entre 1976 y 1981, lo que permite leerlas como diálogo entre los intereses, vacíos, síntomas o vicios de una generación que, de un tiempo acá, domina paso a paso la vida pública del país.

“El vigilante”, de Diego Ros, es la que más he disfrutado de las tres; es por mucho, la que guarda una distancia menor entre aquello que pretende y los resultados que entrega, seguramente porque su enfoque guarda una escala más humana y modesta que sus compañeras de jornada. Cuenta las pericias del guardia nocturno de una obra en construcción en las afueras de la Ciudad de México en el transcurso de una noche. Al inicio, espera el relevo de un compañero que lo sustituya mientras acude a atender un compromiso.

Con el paso de los minutos y las horas, en una mezcla tragicómica de Beckett y “El ángel exterminador”, el velador es retenido en cada uno de sus intentos por irse a casa: primero por un policía en rondín, después por una noticia funesta, un sin-techo, una visita inesperada, un niño en fuga, etc. Afuera es la noche del día de independencia; abajo, en la ciudad, parece celebrarse una verbena cuya alegría no alcanza a llegar a la obra negra. Está producida por los hermanos Jack y Yossi Zhaga, lo que explica la reminiscencia del argumento con la “Almacenados”, dirigida por el primero y estrenada en Morelia el año pasado. “El vigilante” es una película madura y narrada con buen nervio que, desafortunadamente, termina por resbalarse con una conclusión rápida y gratuita que desenmascara el carácter primerizo de su realizador. Lástima.

La segunda, “Tiempo sin pulso” de Bárbara Ochoa, resulta frustrante al tomar un material de buena altura solo para resolverlo en una puesta en escena accidentada, movida por muletillas y lugares comunes que, a cada paso, le ponen el pie a sus posibilidades y buenas intenciones. El guión, que relata el letargo represivo de una familia de clase media, incapaz para superar la pérdida de uno de sus miembros después de dos años, no ha dejado de recordarme la reciente “Más fuerte que las bombas” de Joachim Trier.

La comparación le es desfavorable a la película de Ochoa, que se lanza sin protección a explorar una serie de tópicos –los procesos de duelo, la represión del deseo adolescente, la culpa, los remordimientos de una madre, el perdón- cuya dimensión sobrepasa sus capacidades actuales. No obstante, la película permite notar, en Ochoa, una sensibilidad potencial para narrar o para observar detalles; su construcción del drama, aunque insuficiente, es delicada y mesurada. La película termina por llevársela una estupenda Carmen Beato, quien se mete sin calzador en la piel de una madre no solo quebrada, sino incapaz de juntar sus pedazos. Lo mejor que puedo decir de “Tiempo sin pulso” es que no rechazaría la oferta de ver los siguientes trabajos de su realizadora, que creo, serán mejores.

Finalmente, “Minezota” del tamaulipeco Carlos Enderle, logra despojar de cualquier sentido entusiasta a la frase “una película inclasificable”; genial en su planteamiento y socarrona en el cúmulo de ideas que presenta –una maestra de kínder dispuesta a ser madre a cualquier costo, dividida entre el amor de un imitador de Dave Gahan, de Depeche Mode, y un misionero mormón con hormonas elevadas-, la película de Enderle se va de bruces al confundir gimnasia como magnesia. En un bamboleo desconcertante entre drama íntimo, crítica teológica y sátira cultural, resbala y se ridiculiza en las tres pistas, no obstante un curioso ejercicio de estilo que busca, a ratos, reproducir los sonidos, ritmos y atmósferas visuales de los Depeche de los noventa. Hacia la mitad, eso también se derrumba.

Quedamos, pues, a la espera de la jornada de mañana invocando aquello del final de “Gone With The Wind”: después de todo, mañana será otro día, hoy fue solo el primero, y Morelia solo puede mejorar.
 

El Vigilante.

Tiempo sin pulso

Minezota