“¿Quemarlo? ¿Quemarlo vivo? ¿Pero se han vuelto ustedes locos?
¡¿Este es el pago a un soldado de la Revolución?! ¡¿Este es un ejército
de hombres o una tropa de perros?!” (
Antonio R. Frausto en Vámonos con Pancho Villa, 1935, de Fernando de Fuentes).

Por Raúl Miranda

Humor, vida, movimiento, muerte, canciones, visión personal y fuerte raigambre cultural fueron los sellos fílmicos del más importante realizador mexicano de los años 30. Sus películas El fantasma del convento (1934), Allá en el Rancho Grande (1936), y La Zandunga (1938), son muestra de la diversidad creadora de su autor. Al productor, escritor, y a veces editor de sus propios filmes Fernando de Fuentes se le llamó “el John Ford mexicano”, comparación que sin duda define la factura narrativa de sus filmes; aunque para el crítico T. Pérez Turrent, De Fuentes fue al cine mexicano lo que David W. Griffith al estadounidense, el “padre fundador”.

Más de treinta películas componen su obra que va de 1932 a 1952, en las que también evidencia pasión por el uso de la técnica (ya había implementado el subtitulaje al español del naciente cine sonoro), el uso de cámaras Mitchell, la sonorización sincrónica, el revelado con base en la curva gamma, y la utilización del color en la que sería la primera película mexicana con esta tecnología, Así se quiere en Jalisco (1942). De Fuentes sabía del gusto popular, fue administrador de cines; sus películas La calandria (1933), El tigre de Yautepec (1933), Cruz Diablo (1934), La familia Dressel (1935), Las mujeres mandan (1936),  La casa del ogro (1938), Papacito lindo (1939), lo ponen de manifiesto.

Debuta en 1932 con la película El anónimo. Sus conocimientos fílmicos estaban avalados por la  experiencia como asistente del director Antonio Moreno en la película Santa (1931), como editor de Águilas frente al sol (1932) del mismo Moreno, como director de diálogos y coadaptador de Una vida por otra (1932) de John H. Auer. Esta última cinta era considerada por De Fuentes como su primer trabajo de dirección, debido a su decidida participación en la composición de escenas, aunque menospreciara todavía el valor de la cámara (nos informa E. García Riera).

Pero es la llamada “trilogía de la revolución”: El prisionero 13 (1933), El compadre Mendoza (1933), y ¡Vámonos con Pancho Villa! (1935), la que le ubica como el cineasta con raíces históricas, aunque éstas fueran las de la corrupción y el desencanto (puntualiza J. Ayala Blanco). Se trata de tres insuperables filmes sobre el tema revolucionario, tópico del que se han realizado más de cien cintas en México y el mundo sin alcanzar la dimensión humana que De Fuentes les imprimiera a las suyas.

En la década de los cuarenta sigue realizando cintas que fundarán nociones temáticas, como Doña Bárbara (1943), sobre la mujer poderosa que destruye o se apodera de masculinidades. No era la primera vez que el cineasta planteaba con relevancia la presencia de sus actrices, ya lo había hecho con Lupe Vélez en La Zandunga. Otro discurso cinematográfico en el que De Fuentes insiste, con Así se quiere en Jalisco, es el del charro cantor, en este caso con Jorge Negrete, tal como lo inaugurara con Tito Guízar, en Allá en el Rancho Grande, y que se dio en llamar la “comedia ranchera”, convirtiéndose en una de las  pocas aportaciones mexicanas a las variantes de géneros cinematográficos.

La obra de Fernando de Fuentes es un cine de contradicciones ideológicas, mismas que ahora sólo importan a los sociólogos interesados en el cine. En la constelación de realizadores mexicanos ocupa un lugar de privilegio. Es él uno de los principales impulsores de dos circunstancias históricas sobresalientes del cine nacional que llevan por etiquetas de estudio: la “industria del cine mexicano” y la “época de oro del cine mexicano”.

Fernando de Fuentes no es el eslabón perdido del cine mexicano, no es el origen, no es la destreza absoluta; es el constructor de relatos alegres que de pronto se tornan perplejos. Nacido en Veracruz, de adolescencia en Monterrey con padre banquero, asistente secretarial de Carranza, aspirante a ingresar a Hollywood, quiso ser ingeniero, poeta, filósofo. Fue técnico, gerente, adaptador, inversionista de cine… fue cineasta.  

Recomendamos el libro Fernando de Fuentes, de Emilio García Riera, de la serie Monografías No. 1, editado por Cineteca Nacional, en 1984.

                                                                                                            Raúl Miranda López