Por Samuel Lagunas
Desde Morelia, Mich.

Los documentales mexicanos que conforman la Selección Oficial del Festival Internacional de Cine de Morelia en su edición 15 son bastante desiguales. A mi juicio, en la edición anterior se presentó una mayor cantidad de buenos trabajos. En esta ocasión, en cambio, la constante ha sido la medianía, la tibieza. Por ello, la exhibición de “No sucumbió la eternidad” (2017) ha sido una gratísima sorpresa. Dirigido por Daniela Rea, cronista y periodista, “No sucumbió la eternidad presenta dos historias de mujeres que tienen familiares desaparecidos. La madre de Alicia, originaria de Chihuahua, fue desaparecida hace más de 38 años. Al novio de Liliana le ocurrió lo mismo hace 7 años en la Ciudad de México. Esta estructura nos remite de inmediato a “Tempestad”, documental que Tatiana Huezo presentó el año anterior en el Festival, que incluía también la historia de una mujer cuya hija había sido llevada. Pero el trabajo de Rea forja un camino propio en el que vale la pena detenernos.

“No sucumbió la eternidad” es la línea de un poema del chileno Raúl Zurita. Es, también el título de uno de los relatos del más reciente libro de crónicas de Daniela “Nadie les pidió perdón” (2015). El poema de Zurita forma parte de una serie de textos que él dedicó a su esposa Paulina Wendt. Es difícil encontrar en la poesía latinoamericana reciente poemas de amor tan francos, emotivos y desgarradores como los del chileno. El poema de donde Rea extrae la línea que encabeza su documental hace explícita la esperanza que surge, en medio de las adversidades más violentas, del encuentro de los dos amantes: de su presencia. El documental de Rea, sin embargo, es un documental de ausencias. Por un lado, Alicia no recuerda casi a su madre y, paradójicamente, ha crecido con el enorme peso de su memoria. En sus cumpleaños y en las navidades sus tíos dejaban una silla vacía. En el caso de Liliana, la falta de su novio toma otra forma cuando nace León, el hijo de ambos. Con él Liliana no duda en hablar de su padre, en evocarlo constantemente, en mostrarle fotografías. Hay, entre ambas historias de vida, una continuidad implícita que ilumina toda la película y que se hace evidente cuando Alicia menciona que gracias a la maternidad fue que consiguió hacer las paces con la memoria de su madre. Es entonces que se revela la reapropiación que Rea hace del verso de Zurita: el encuentro que hace posible la esperanza no es el de los amantes, sino el de una madre con su hijo.

Al igual que “Tempestad”, en “No sucumbió la eternidad” la forma es importante. El montaje de las historias permite un acercamiento al tema de la memoria prácticamente inédito en el cine documental mexicano reciente. Tanto las reflexiones que hace Alicia desde su profesión literaria y docente, como la emotividad con la que Liliana platica con su hijo, dialogan, se traspasan y producen al final un sentido complejo y provocativo: ¿cómo recordamos a los que se llevaron? y ¿para qué lo hacemos?  Son dos preguntas cuyas respuestas vamos descubriendo a medida que el ritmo del documental se acelera hasta explotar en una sucesión de imágenes y oraciones frenética y devastadora a la mitad del documental. Al final, “No sucumbió la eternidad” logra mover tanto nuestro pensar como nuestro sentir al tiempo que se yergue como un grito para no olvidar, un llamado a no detener nuestras vidas y, sobre todo a no perder la esperanza de encontrar a aquellos que han sido y están siendo desaparecidos. Sólo cuando dos manos se tocan, aunque sea en medio de la oscuridad, la vida no se agota, la debilidad se convierte en fuerza, los huesos se revisten de músculos y los rostros pueden mirarse de nuevo con una sonrisa. 

Pero así como el documental de Rea destaca por su habilidad para enlazar dos historias urgentes de forma significativa, hay un documental que fracasa rotundamente en su intento de comunicar un mensaje. Me refiero a “Rush hour” (2017). Dirigido por Luciana Kaplan (antes “La revolución de los alcatraces”, 2012), la obra tiene como punto de partida el tráfico: las largas horas que invertimos para llegar de nuestra casa al trabajo. Ésta es una premisa llamativa ya que hasta ahora no hay, o son poquísimos, los documentales que hablen sobre el tráfico y sus consecuencias en la vida diaria de las personas. Para lograr este objetivo, Kaplan elige filmar a tres personas en tres de las ciudades con mayor índice de congestión vehicular: Estambul, Los Ángeles y la Ciudad de México: una mujer que trabaja en una estética en la Ciudad de México, un hombre encargado de una constructora en California y una trabajadora de una boutique de ropa en Estambul. Si en “La revolución de los alcatraces” a Kaplan le interesaba dejar en claro un problema de género, en “Rush hour” intenta lo contrario: mostrar que el tráfico afecta tanto a hombre como a mujeres sin importar su nacionalidad o su clase social. Sin embargo, “Rush hour” pierde el rumbo desde el primer momento. Las historias son presentadas con disparidad y no logran conformar un todo orgánico derivando en temas cada vez más lejanos entre sí. Ni siquiera la fotografía de Gabriel Serra logra encauzar el documental hacia el tema del tráfico: las escenas de largas filas vehiculares se repiten pero sin una intención clara. Hay algunas reflexiones llamativas sobre el tiempo perdido pero éstas aparecen salpicadas y muy pronto quedan de lado. Qué desafortunado que una idea en principio buena haya sido tan mal ejecutada.