Por Sergio Huidobro
Desde Morelia

Joshua Gil y los santuarios incendiados

Incluso quienes no tengan una idea clara de lo que acaban de ver, los espectadores de “Sanctorum” (2019), el segundo largometraje de Joshua Gil, saldrán de la sala con una postura firme, ansiosa por ser tuiteada, sea entusiasta o negativa. Divisiva en su propuesta, idiosincrática sin miedo al ridículo y abstracta sin soltar la mano de la audiencia, esta fábula sobre familias quebradas en lo profundo de las selvas del sureste emana sensaciones que podrán irritar o embriagar, pero que son difíciles de evadir.

Aunque comienza con varios minutos de prólogo, la película se lanza sobre su audiencia con un plano general, fijo, de casi cinco minutos: camionetas que llegan a un descampado al amanecer, sicarios que despachan una ejecución colectiva, cuerpos abrasados con gasolina en una hoguera descomunal, las mismas camionetas que se alejan y se pierden.

Ahí termina el parentesco de “Sanctorum” con el realismo social o la crónica de narcotráfico. El camino seguido por Gil a partir de su cortometraje previo, “Santuario”, es el de recrear visiones de la cosmogonía mixe mediante un uso inteligente de animación digital: espíritus que semejan cuerpos en llamas, océanos de nubes en ebullición, estrellas convertidas en luciérnagas, fantasmas evanescentes que, como un eco de las ánimas de Apichatpong Weerasethakul, visitan a sus deudos como si la melancolía fuera un vapor, un humo, un efecto de la luz. Lo que respira en torno a estas visiones tiene la pesadez burda de lo real: soldados que avanzan por la selva, campos de marihuana sembrados en barrancas, cuerpos calcinados. En medio, instantes casi documentales que, no obstante, huelen a algo parecido a las pesadillas: por ejemplo, una procesión funeraria en donde una banda de niños con máscara de craneo entonan marchas fúnebres con trompetas. El protagonista de “Sanctorum” es un mundo rural tan precario, tan devastado, que su abundancia natural se convierte apenas en una forma de sobrevivencia: sus pobladores no siembran ni recogen cosechas para alimentarse, exportarlas o transformarlas. Lo hacen para no ser ejecutados, decapitados, lanzados a una fosa.


Es difícil que una propuesta como “Sanctorum” encuentre un público amplio, o al menos uno dispuesto a conectar al mismo tiempo con sus búsquedas estéticas y con sus inquietudes políticas. No es una película que venere a lo visual por puro esteticismo ni tampoco un discurso político que llegue a formular proclamas claras. Lo interesante es que, en varias secuencias, la mirada de Joshua Gil consiga convencernos de que ambas cosas, plasticidad y militancia, son dos caras de la misma moneda. Es entonces cuando la película se vuelve más interesante: muestra la misma habilidad para seducirnos con su artificio y para enrolarnos en su defensa de las comunidades mixe.


“Polvo” fuimos y en narco-estado nos convertiremos

En un polo muy distinto, aunque en la misma competencia del 17o Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM), el bautizo de José María Yázpik como realizador y guionista se mete también con la precarización de la vida rural y con los modos en que el narcotráfico ha construido su imperio sobre esas ruinas. En el caso de “Polvo”, una comedia dramática que se quiere cuadro de costumbres, pintura social, homenaje a la cultura de la Baja y película de época al mismo tiempo, la acción se ubica en San Ignacio, un poblado minúsculo en el centro desértico de la península californiana. El año es 1982 y aquel México atemporal amanece todos los días cargando con las mismas losas que ya llevaba en la espalda desde tres siglos atrás: una economía fosilizada, una estructura social rígida y la sensación eterna de que el progreso y el futuro ya están por llegar… aunque se tarden porque vienen a pie desde el-otro-lado.

Su protagonista, el Chato (Yázpik) es casi un avatar burlón del propio actor, quien nació en el auténtico San Ignacio doce años antes de la acción de la cinta. Emigró a la alta California para labrarse un nombre como actor en el Hollywood setentero, solo para volver diez años después con el rabo entre las patas. No es que le haya ido mal: lo que sucedió fue que cuando la industria del cine le cerró una puerta, la del narcotráfico le abrió otra. Cuando un cargamento de cocaína es fatalmente arrojado desde un avión, los paquetes tienen el pésimo tino de caer regados sobre San Ignacio. Así, para pagar una deuda de honor con su capo, el Chato debe volver a su terruño de infancia para recolectar las pacas de a kilo, haciéndose pasar por empleado de una farmacéutica. Esta trama tan esperpéntica, que incluye un viejo amor -cómo no-, una rencilla con el actual marido de aquella, un hijo perdido, un cura corrupto y un amigo traidor, solo sostiene su verosimilitud al estar ubicada en una época en la que nadie en provincia habría reconocido una paca de cocaína y en donde la ausencia casi total de telecomunicaciones facilita que las confusiones sean creíbles.

Aunque es dudoso que “Polvo” alcance el nivel necesario para la competencia oficial del FICM, es una historia de entretenimiento logrado y buenos resortes narrativos que muestra cariño por la cultura bajocaliforniana sin necesidad de hacer caricatura, parodia ni cliché. El habla es natural y fluida, los tópicos regionales no se subrayan en exceso y la dirección de arte consigue crear un entorno habitable, que se palpa y se camina sin esfuerzo. En donde la cinta resbala es en el descuido de dibujar como protagonista a un narcotraficante dicharachero, galán y enamorado, haciendo la vista gorda ante el hecho de que se encuentra ahí no para recuperar sus raíces, sino para cobrar un derecho de piso que, en un mal paso, costarían la vida del pueblo entero.

Al redimirlo y darle un rostro protector, “Polvo” incurre en el descuido de mostrar los primeros días de la narco-economía rural como un asunto de faldas y malentendidos, cuando los casi cuarenta años recorridos desde 1982 demuestran que el asunto era más complejo que eso y sus consecuencias, más dantescas. Si uno hace caso omiso de esto, “Polvo” es disfrutable como una comedia eficaz de buenos acabados y técnica lustrosa, pero estaremos evadiendo su aspecto más interesante: ¿cómo estamos representando nuestras múltiples violencias y nuestros cánceres sociales? ¿Se vale romantizar el tema en aras del entretenimiento, la industria o la nostalgia? La idea de un poblado que vive sin saberlo en una paz ilusoria, conseguida solo por tener dormida a la bestia, es cuestionable. Hace unos días, Culiacán volvió a ponerla en la mesa de la peor forma posible.