Por Matías Mora Montero
Desde Morelia

Dentro del marco del Festival Internacional de Cine de Morelia, y como parte de su competencia oficial, Kim Torres, cineasta de Costa Rica con un ojo y un oído por aquellos elementos sensoriales que le dan magia a la vida acalorada, que le agregan a estas vivencias un adecuado toque de contemplación, estrenó su primer largometraje: “Si no ardemos, cómo iluminar la noche”.

Previamente, fueron proyectados cortos suyos en el FICUNAM, exhibiendo a una cineasta con un gran ojo, una atención precisa a las brisas, el agua, las texturas de la naturaleza y la inocencia de las infancias que se envuelven en el contar de historias.

Su primer largo cumple las expectativas que su trabajo pasado se fueron construyendo, pero con un elemento sorpresa, un giro de tuerca que hace de esta obra, aparentemente tierna y difusa en trama, una denuncia social poderosa, impactante y compleja. Una que detalla cómo la violencia en Latinoamérica está enmascarada por nuestra fabricación mitología, cómo esta sirve tanto de alegoría como de encubrimiento, llevando a las tragedias inevitables en una cultura que no pone sus prioridades claras, que se evade en la fantasía, con buena intención y cariño, en lugar de proteger a sus infancias.

La película sigue a Laura, una niña de trece años confundida tras una mudanza, encontrando su lugar en nuevo territorio, en una nueva familia, desconfiada de todo pero lista para acompañar a su mamá en este cambio y abrazar una nueva comunidad, cosa que va haciendo paso a paso, con ese temor que tarda en desenredarse. Conoce a Daniela en un café internet, no tardan en hacerse amigas, en hablarse como si de toda la vida esta amistad se tratara. Y por un momento, la película es eso: un retrato delicado de la amistad, sus bailes, sus entendimientos, sus silencios y su compromiso sin barreras.

Kim Torres les dedica a Laura y Daniela las secuencias más íntimas de la cinta, deja sus paisajes contemplativos a un lado y la cámara se rinde para estar presente en las actividades comunes que dos amigas pueden realizar. La inocencia es tan pura, se dejan llevar por fábulas donde bestias que asesinan mujeres son eso, monstruos sacados de alguna película de Universal. Sin embargo, el novio de Daniela exhibe tantas banderas rojas: es mucho mayor a ella, es tóxico y controlador, es un elemento fuera de tono y, con justa razón, es una amenaza. Sin más.

Torres no cae en el romanticismo de una buena parte del cine con estilo contemplativo ni en la explosión absurda y obvia del cine sobre la violencia que rodea al continente, se va por lo sútil, aquello fuera de cuadro, aquello abrupto, tal como se vive y se siente en la realidad cuando algo así termina por estallar.

Una cinta impresionante en su técnica, aguda en su uso del sonido, en su recorrido por espacios naturales y familiares, inconsecuente en gran parte, aquello se disfruta, se vive bajo el pretexto de la observación juvenil, un coming of age callado, sigiloso en su destino fatal. Recuerda a “Jeanne Dielman” de Chantal Akerman en su estructura, construcción meticulosa de momentos y la interrupción letal de algo mayor, algo que corta lenguas, que corta vidas y esperanzas. Un clima donde todo es posible, un continente de herida abierta que nadie ha atendido seguirá sangrando… A los niños hay que proteger, que entre su compañía y su ambular, ningún monstruo es puro cuento.

Inesperado este enfoque narrativo, la película de Torres continúa construyendo su estilo rítmico y visual entregándose a un discurso político que no es fácil y, ante todo, es necesario. Una cineasta a la que se deberá de poner especial atención en las obras que le dejará al canon de cine latinoamericano.