Holy Motors: Oblicua reflexión sobre la identidad

Por Pedro Paunero

Pretenciosa, ridícula, hermosa, críptica, demencial son algunos de los adjetivos con los cuales la crítica recibió el más reciente trabajo de Leos Carax (“Los amantes del Pont-Neuf”, 1991), que fuera aceptado, como suele pasar en Cannes, con rechiflas por un lado y con hurras por el otro como sucediera con la reciente “El árbol de la vida” (Terrence Malick, 2011).

Denis Lavant interpreta a un actor llamado Óscar cuyo trabajo consiste en ir pasando por  distintos “eventos” a través del día, nueve en total, que consisten en asumir la identidad de distintas personas ¿vivas o muertas? da igual, pues él mismo se somete algunas veces al encuentro con su propio doble y su propia muerte. Viaja en el interior de una limousine que constituye a la vez un completo camerino con vestuario, espejos y estuches de maquillaje, por un París conformado, intuimos, por mundos dentro de mundos, parafraseando a ese otro francés llamado Paul Éluard. Una sociedad dónde de vez en cuando se actúa el propio rol o el ajeno y en el cual llegamos a entender, al encontrarse el personaje con una mujer que ejerce la misma profesión que él (Kylie Minogue que incluso canta en una secuencia bladerunneriana tan bella como perturbadora), que existe toda una cofradía secreta de actores interpretando los papeles de cualquier persona con quien podemos cruzarnos por la calle. Pero no sólo esto, cuando Óscar asume el papel del loco que desciende por las cloacas, pasa al lado de un desfile interminable de indigentes que empujan carritos de la compra. Sociedades dentro de sociedades y todas tan enfermas, deformadas y especulares como las anteriores.

Óscar pasa por ser una mujer indigente, un ejecutivo, un anciano moribundo, un asesino, un padre de familia pero ¿cuándo es él mismo? Las escenas en cementerios son recurrentes y parecen aludir a la fragilidad de una sociedad dónde lo más importante es la imagen que de cada quien se forman los demás, por ejemplo, las lápidas no llevan nombres ni fechas sino direcciones electrónicas de páginas web. La existencia, pues, en estos difíciles y decepcionantes principios de siglo, es tan falsa que hasta la muerte se sostiene y prolonga en la virtualidad. Hay que atender a la sutil broma de una de esas lápidas que dice: “Visit my website: www.tobeornottobe.com”. Los quince minutos de fama de Andy Warhol. Dichas escenas parten de aquella dónde el loco (“Monsieur Merde”) secuestra a una famosa modelo, interpretada por Eva Mendes, en un juego esquizofrénico que hace hincapié en la interpretación (en la cinta de la inasequible e imperturbable Top Model llamada Kay M que posa entre las capillas fúnebres) por parte de la Eva Mendes de la realidad, de una auto parodia capaz de opacar su propia belleza en una miniatura violenta con tintes sádicos, con desnudos incluidos, en primeros planos agresivamente fálicos. Y quizá sea esto lo que quieren darnos a entender las escenas del principio, dónde vemos una sala de cine repleta de espectadores dormidos a los cuales se les proyectan las antiguas cronofotografías de Eadweard Muybridge y en cuya habitación contigua duerme un personaje que abre una pared con un dedo-llave índice que da a esa sala. A esa hiperrealidad alterna. El cine mismo ha muerto, el mundo es un escenario, como dijera Shakespeare y por ello Óscar no necesita cámaras que capturen sus múltiples realidades: ni siquiera los espectadores del inicio atienden. ¿Y nosotros, entendemos lo que vemos, sabemos quienes somos?

Equipararla con “El árbol de la vida” es tender puentes más sólidos de lo que parece sobre ambas películas que son, a la vez, toda textura y somera profundidad teórica. Son obras maestras del equívoco que apuestan a la trascendencia pero se quedan sobre la mesa en lo que es, en realidad, un juego nada inocente dónde se somete al espectador a una ristra de caprichos visuales extraordinarios por parte de sus realizadores. Y aún así, o precisamente por eso, un par de obras geniales.

¿Y cuáles son los “Holy Motors” del título? Aunque el filme permanece un tanto oblicuo esos “sacros motores” sean, acaso, el reconocer que cada día debemos reinventarnos, reasumir que la realidad está hecha de imágenes distorsionadas y que, aunque por esto no sepamos bien quienes somos lo que importa es la captura de un momento inaprensible que pueda llevarnos a un instante de epifanía. La catarsis de vivir en la muerte de otros (“nada nos hace sentir más vivos que la muerte de otros”). Así, Kylie Minogue (o el personaje que interpreta Kylie Minogue, la azafata a punto de suicidarse por desamor) se pregunta, cantando:

“¿Quiénes éramos, quienes éramos, cuando éramos, en aquel entonces? ¿Quiénes seríamos si no hubiera ocurrido entonces? Me siento… ¿qué es este sentimiento? Había una niña. Una niña pequeña. Tuvimos una niña. Se llamaba… Pero un día ella… ella… Así que tuvimos que abandonarlo, vagamos distantes el uno del otro… Amantes convertidos en monstruos deben estar muy lejos el uno del otro. No hay una segunda oportunidad. Algunos mueren, algunos se aferran. ¿Quiénes éramos, quienes éramos cuando éramos entonces?”

El amor en este mundo de mascaradas es frágil y quebradizas sus ilusiones. Bien dice Óscar: “Hay días en que una muerte diaria no es suficiente” y la otra respuesta que ofrece cuando se le inquiere el motivo que le impulsa a seguir denota, sin embargo, una vaga esperanza: “lo hago por lo mismo que empecé, por la belleza del acto”, “la belleza, dicen que está en la mirada, en la mirada del que observa”.

Al final sólo tenemos la fantasía. Óscar vuelve a casa (una casa que no es la misma que aparece en su primer “evento”), se escucha una canción:

“Quisiéramos vivir de nuevo pero eso significa que nos gustaría revivir las mismas cosas. Hacer los días largos una vez más. Tocar el punto de no retorno. Y sentirnos muy, muy lejos de nuestros días de infancia. (…) Bucear entre los líquidos fríos una vez más todo igual”.

Óscar es recibido por su esposa chimpancé y su bebé. La chófer entrega el auto se coloca una máscara y todas las limousines se ponen a reflexionar sobre la inamovilidad: “los hombres no quieren más motores, no quieren más acción”. Y nos quedamos con eso.

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.