“Ustedes dirán que es pura necedad la mía”
Juan Rulfo

Por Raúl Miranda López

Siendo Ripstein el autor de un estilo (la combinatoria de unos temas: el repertorio del melodrama mexicano como vicio postmoderno; y unas formas; la reiteración del plano-secuencia flotante, el uso retórico de la canción “perfume de gardenias”, etcétera), su nueva película, “La calle de la amargura”, sólo puede desilusionar a los que no saben de sus fidelidades a sus personajes lastimeros, a sus diálogos “literarios” atemporales (anacrónicos, dirán algunos) y a sus visualizaciones de entornos de podredumbre. El afamado creador del “realismo cochambroso”, nos conduce por enésima vez a esos espacios miserables, y a su universo de seres tortuosos, de voluntades doblegadas, pero voluntariosos.

Ripstein tiene una enfermedad, la de la redundancia y la de ser un recalcitrante constructor de almas suburbanas, y de almas de provincia, todas retorciéndose por sus afecciones, a veces mórbidas; habitantes de lugares pestilentes diluidos con agua de colonia Sanborns.

No hay salida moral, política o ideológica en sus relatos, nunca la ha buscado. No hay forma de echarle la culpa al Estado, o como se decía antes, al sistema social imperante. Son los personajes de Ripstein y sus circunstancias, dedicados a sus vocaciones fijas. Seres  carentes de casi todo, menos de su capacidad para el decir: “ya estarás jabón de olor”; “no hay fijón”, “ganas de creerte… nomás”, “uno como sea… pero los hijos”, “será el sereno”, “vamos a echar trago para odiar todo y a todos”.

Su cosmología de personajes: sexoservidoras, inquilinas, panaderos, “putos”, estudiantes, viejas chismosas, travestidos, engañadas, caponeras, reinas de la noche, luchadorcitos,  madres mexicanas e hijos mexicanos, de cuerpos atrofiados, mal nutridos, ajados, entecos u obesos; son culpables por haber nacido en la periferia de la ciudad de México y lugares afines, quién les manda.

Ripstein escamotea la visualización del transporte público, pero le interesa mucho el  mundo del subempleo y el comercio ambulante, pero no nos lo describe en forma gráfica; siempre gusta de controlar sus espacios escénicos de labor creativa. Por eso su cine se refugia en vecindades, callejones, interiores de casa desvencijadas: espacios para establecer las situaciones-secuencias (abiertas y clausuradas con pestañeos de fundidos a negros), donde hombres y mujeres, se revelan por medio de las palabras, las de Paz Alicia Garcíadiego: escritora de cine que sabe del secreto del hablar con los demás y del hablar consigo mismo.

El maestro del naturalismo, gusta de la construcción de imágenes chirriantes, disfruta de sus puestas en escena recurrentes, en las que nos muestran los rostros afeados de sus actores encarándose los unos a los en extremas cercanías. Escuchamos literatura a través de sus voces tonaditas que pretenden ser de barrio (no dicen “chingo de problemas”, dicen “desasosiego”; no dicen “estar aguzado”, dicen “tomar sus provindencias”). Paz Alicia Garcíadiego entremezcla variadas formas orales: diálogos intratextuales, culteranos, proverbiales, muletillas, dichos, refranes, inflexiones del lenguaje, literatura del siglo de oro español, majaderías, maravillosas formas del hablar. 

En su última entrega, “La calle de la amargura”, Ripstein termina por pepenar en la nota roja; porque tragedia es igual la de Sófocles, Eurípides y Esquilo, como las de Casos de Alarma, Alerta, La Prensa, El Gráfico, El Metro, Casos de la vida real.

El cine de Arturo Ripstein ha influido en el cine de Benjamín Cann, Sariñana  Reygadas, Escalante, Pereda, pero los aventaja porque cuenta con Patricia Reyes Espíndola, Luis Felipe Tovar, Arcelia Ramírez, Blanca Guerra, Alberto Estrella y otros recurrentes o novedosos actores que bien podemos decir ripsteinanos.

Se ha escrito que Ripstein no ama a sus criaturas, que las detesta; pero más que practicar la política del desprecio, este afamado realizador, mejor reconocido en Europa que en México, es más bien una especie de psiquiatra (o paciente psiquiátrico dado de alta) que práctica el diagnóstico del desencanto y receta el medicamento de la desesperanza, engañosamente  desintelectualizada. Cierto, no hay en su cine, existencialismo, nihilismo ni mucho menos humanismo (si ya Nietzsche decía de este último que era un perro muerto). Hay en su cine, mucha pintura y literatura, arte cinematográfico. Hay Goya, Quevedo, Góngora, Donoso, García Márquez, Pacheco, Mahfuz, pero sobretodo Garcíadiego.

Ripstein es un observador meticuloso de los sucios, feos, malos y apendejados, personajes que le dan miedo, pero lejos se encuentra de practicar sociología cinematográfica, en todo caso es un antropólogo que una vez finalizada su inmersión artística en los bajos fondos, para expiar sus temores, acude a los festivales internacionales para sopesar el estado de la crítica y los jurados, mismos que de vez en vez le otorgan premios.

Ya sabemos que la crítica de casa lo ha maltratado. Sabemos también, porque lo ha expresado, que el grueso del público mexicano voltea la espalda a su cine. Pero el tiempo le ha ido dando su lugar como un prodigioso autor del cine mexicano contemporáneo.

Quizá el segmento popular del público que ve cine mexicano, aunque no vaya al cine y vea las películas mediante copias del mercado informal, atisbe mejor los hábitat, la arquitectura y sus detalles funcionalistas: las escaleras del descenso al infierno de los patios comunitarios de los condominios paupérrimos, y el ascenso al cielo de las azoteas con lavaderos y tendederos propicias para secuencias trascendentes, y para el faje; las cantinas con escupideras, los lupanares con tiovivos incluidos, los cuartuchos con tiliches y santitos, además de los  roperos con luna para el uso de las imágenes-espejo de la realidad reflejante como motivo cinematográfico, los callejuelas mojados, transitar de lumpen, los talleres mecánicos y las panaderías, los hoteles y los baños sauna públicos, escenarios infestados de moralinas, inmoralidades, dobles morales, amorales.

Siempre acudiré a ver la nueva película del cineasta y la escritora guionista, para constatar que no han abandonado su arte fílmico, perenne.