Por Julio César Durán Vargas

Crítica 3 de 3 (Escrita durante el seminario)

Roma, la ‘ciudad eterna’. Lugar clave para el mundo occidental, tanto en sus maneras y detalles culturales, como en su espiritualidad siempre anclada a una religión católica tan vieja como el mismo imperio que puso nombre a la capital italiana. A esta metrópoli se dedica, se arrodilla el realizador napolitano Paolo Sorrentino en su más reciente filme, “La gran belleza” (“La grande bellezza”, 2013) al mismo tiempo que la mira con nostalgia y, de manera muy particular, la cuestiona.

Tras darse a conocer al público mexicano gracias a “El divo” (“Il divo: La spettacolare vita” di Giulio Andreotti, 2008) y más tarde probar suerte dentro del cine anglosajón con “This Must Be the Place” (2011), regresa a su natal Italia, con su actor recurrente Toni Servillo, a la manera del Fellini enamorado de la ciudad capital, donde va a servirse de una musa inabarcable, es decir Roma. A través de la desencantada pero hedonista mirada del escritor Jep Gambardello, vamos a entrar en un recorrido episódico de tono espiritual por las calles, rincones, días y noches de la ‘cittá eterna’, encontrándonos de frente con un personaje ya mayor, que a pesar de su edad, o a consecuencia de ella, se está buscando a sí mismo.

Digna representante de las históricas bacanales de la antigüedad, “La gran belleza” registra de manera por demás estilizada la vida nocturna, a ratos de tintes bohemios, de la Roma del siglo XXI, la cual nos aparece como una continuación de la época clásica donde los placeres son el gran motivo de los poetas y los nobles que se congregan ritualmente para dejarse llevar por placeres sin medida.

Jep, nuestro melancólico protagonista, alguna vez encontró la gloria en su única novela, una de las más importantes en la literatura italiana se dice. Con los años, se ha convertido en un importante periodista que busca y se busca sin poder encontrar aquello que dejó perdido en la mirada de una bella mujer en su juventud y que se sugiere está anclado con el arriesgue de su exitoso libro. La exploración es por algo más allá de lo inmediato, por un dejo de poesía en la vida misma que se ha sustituido por convertirse en el epicentro de los movimientos al ritmo de merengue y pop electrónico de las noches romanas.

Su miserable sino es una suerte de conciencia. Durante el filme, el héroe trágico reza: “cuando niños, mis amigos siempre daban la misma respuesta: ‘coño’. Mientras que yo respondía ‘el olor a la casa de un viejo’. La pregunta era ‘¿qué es lo que realmente te gusta más en la vida?’. Yo estaba destinado a la sensibilidad. Yo estaba destinado a convertirme en un poeta”. Interpretado por Servillo, quien durante muchos años fuera uno de los actores teatrales más destacados en Italia, Jep se va mostrando en sí mismo, podríamos decir ‘a priori’, como aquel testigo o guardián de una gran ciudad que nunca duerme, el único con la receptividad suficiente para darse cuenta del sinsentido de aquella tradición de deseos satisfechos en demasía, la cual sigue manteniendo no obstante.

Su búsqueda por supuesto es espiritual porque la misma Roma, representación y reflejo de este santo arropado por la gracia de Cesare Attolini y Daniela Ciancio –sastre y diseñadora de vestuario respectivamente–, se erige desde los primeros planos de la película como un lugar por excelencia para la experiencia mística. “La gran belleza”, aquella que se encuentra escondida y sólo podrá ser encontrada en el éxtasis religioso, se devela ligeramente por las breves palabras que ‘la santa’ Sor María le dirige a Jep Gambardello, ‘son las raíces’ –asegura ella. El peso de la historia es demasiado, pero importante.

Luca Bigazzi, el cinefotógrafo, logra capturar lo imponente de Roma para caracterizar desde ahí a Jep, quien sirve de espejo humanizado de la divinidad que suda el lugar. La cámara no quiere soltar a la ciudad, se extiende todo lo posible, incluso la película se niega a terminar ya con los créditos finales corriendo. El filme ganador del óscar, intenta emular el elemento principal de su inspiración y protagonista, la eternidad.

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