Por Pedro Paunero
(…) que doy
vueltas de un lado a otro por la tierra como una bestia enjaulada;
que de tantas cuerdas que tengo he terminado por tirar de una sola;
que me gusta embarrarme porque el barro es materia pobre
y por lo tanto pura;
que adoro la luz sólo si no ofrece esperanza.
Pier Paolo Pasolini.
En el sofisticado drama
de época Madame de… (Max Öphuls,
1953), un par de pendientes son empeñados por una esposa de clase alta (la Madame anónima del título), devueltos al
marido por el prestamista, que los regala a su amante quien los empeña a la
vez, comprados por un noble que pretende a la esposa quien finge haberlos
perdido, regalados a esta y vueltos a vender por el marido celoso para culminar
con unos cuantos cambios de manos más. En esta cinta tan elegante como acompasada
(montada en una especie de clave cíclica), los personajes abren y cierran
puertas, ventana y cortinas, simbolizando la posesión, la negación y la
aceptación de sus doradas jaulas particulares. El elemento que tiende un hilo
de Ariadna en este ir y devenir de los involucrados, el vaso comunicante es,
por supuesto, el par de pendientes que une y desata destinos o, si se quiere,
la llave que abre sus cárceles.
En El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962)
la jaula metafórica es una casa de la alta burguesía mexicana. Mientras la
servidumbre siente la necesidad de abandonar la mansión, los invitados a la
cena se despiden pero no se atreven a pasar de determinado perímetro de la sala
y vuelven. La noche se extiende. Los invitados se quedan. Pasan los días. Un
incomprensible temor se adueña del entorno. Es el entorno. Inunda a los
personajes. Es un personaje. Al correr los días los prisioneros van quedándose
sin comestibles ni agua y llegan a comportarse como seres incivilizados (una
especie de remedo vil y bárbaro de los sirvientes que han logrado escapar, pero
de quienes no se explica el por qué de la lucidez de su escapatoria). Más de 20 años serían los que demoraría
Buñuel en filmar esta jaula sin rejas, según escribió en sus memorias:
El punto
de partida era una historia que se me había ocurrido hacia 1940, en Nueva York,
en la que un grupo de invitados a una cena elegante se veía obligado a
permanecer en la mansión, sin que hubiese una explicación lógica de por medio[1].
Titulado en un
principio Los náufragos de la calle
Providencia, se decidió por el título definitivo gracias al “préstamo” que le hicierael
dramaturgo José Bergamín:
Durante el rodaje
de “Viridiana” me encontré con el escritor José Bergamín, quien me dijo que se
proponía escribir una obra de teatro con el título de “El ángel exterminador”.
Yo le dije que era un título magnífico y que si iba por la calle y lo veía
anunciado, entraría a ver el espectáculo. Como Bergamín jamás escribió la obra,
le escribí pidiéndole los derechos del título. Me respondió que no necesitaba
pedírselos, puesto que esas palabras aparecían en el Apocalipsis.
Reflexionando sobre el mismo, Buñuel añadiría:
Yo primero pensé
que el título tenía una relación subterránea con el argumento, aunque no sabía
cuál. A posteriori lo he interpretado así: los hombres cada vez se entienden
menos entre sí. Pero ¿por qué no se entienden? ¿Por qué no salen de esta
situación? En la película es lo mismo: ¿Por qué no llegan juntos a una solución
para salir de su encierro?
Aunque quizá no debería
buscarse una explicación alegórica[2]
en lo que no es sino un ejercicio acabado de surrealismo en el cual Buñuel
explora uno de sus temas más caro -el de las repeticiones cíclicas-, es
innegable la liberación obligada a la que se asiste contemplando la angustia
del encierro exterior de unos personajes que se abren de sus personales
encierros. Así, la película está repleta de escenas repetidas pero filmadas con
sutiles diferencias que a simple vista podrían considerarse como errores de
edición. Los protagonistas se imitan como meros reflejos serviles en un espejo
que distorsiona. El inconsciente plagio del actuar de los demás nos permite
vislumbrar otra forma de reclusión: la comodidad burguesa de no atreverse a ser
diferentes, la negación de cambio, la aceptación y mantenimiento de un statu quo que incluso asimila toda forma
de rebeldía, domándola e incorporándola en los sistemas económicos[3].
Lo que antes fue propuesta y desencanto se transforma en un producto más de
usar y desusar.
Buñuel volvería al
tema de las cárceles íntimas en su película de 1974, El fantasma de la libertad, cinta en la cual una secuencia reveladora
trazará un mundo de costumbres, códigos y maneras que atan y separan clases y personas.
A la mesa, como asistentes a un banquete, los personajes son invitados a
sentarse sobre inodoros para llevar a cabo en comunión aquello que todos, en
este mundo de fuera de la pantalla, aceptamos hacer en privado, sin poner en
entredicho. En cambio, en ese mundo de dentro de la pantalla, los personajes se
aislarán en cabinas, pudorosamente, para comer.
Sisif el personaje ciego en La rueda
(La roue, 1923), de Abel Gance, representa
una jaula sin rejas personificada: está atrapado en esa ceguera metafórica (el
castigo de Edipo) al enamorarse de su hija adoptiva. Llevará, pues, esa carga
(la piedra de Sísifo), conscientemente[4].
En Teorema (1968), una de las cumbres del
cine de Pier Paolo Pasolini situada como intermedio de Mamma Roma (1962), esa conmovedora historia de redención quebrada que
aún carga con su herencia neorrealista y las trilogías mitológicas y literarias
que desembocarán en la perturbadora Salò
o los 120 días de Sodoma (Salò o le
centoventi giornate di Sodoma, 1975), el misterioso personaje redentor que
aparece cierto día en otra casa de la alta burguesía, esta vez italiana,
obligará a sus habitantes a liberarse de sus ataduras existenciales y de clase.
Mientras Buñuel apuesta por un catalizador abstracto (intangible e invisible) que
abre las jaulas del yo, Pasolini se
acerca a la parusía metafísica (la venida de un Mesías encarnado) para el mismo
efecto. El cabeza de familia regalará a los obreros su fábrica y, en un acto de
auto despojo, se internará desnudo en el desierto (búsqueda y auto negación crística
del ego). La esposa y madre deambulará por las calles, inquiriendo por alguien
que le recuerde al desconocido (exploración de la ausencia). La hija caerá
enamorada del extraño, terminando en un estado de catatonia en un hospital
(huida del cuerpo). El hijo descubrirá y explorará su homosexualidad en el arte
(autodescubrimiento). La sirvienta volverá a su pueblo y se convertirá en una
santa milagrosa (apertura hacia la trascendencia), siendo la única que logra
alcanzar el estado de gracia. La parábola será accesible si logramos leer la
tesis pasoliniana desde su marxista perspectiva
y puesta en escena. El extraño, entonces, ejercerá una intensa energía catártica
en cada uno de los miembros de la familia que no será capaz de asumirla de
manera positiva al ser detentadores de un espíritu capitalista contaminado, enfermo
de hastío, hallando con el atisbo de su vacío interior una fuerza tanto
libertadora como destructora, pues como bien dijera Pasolini, el capitalismo
era para él:
(…) Un modelo de vida negador de todos los demás y
responsable de propiciar el desvanecimiento de la cultura sentimental y moral
de las clases trabajadoras.
El director italiano indaga
sobre los demonios y los ángeles internos de cada quien y nos muestra las
consecuencias de abrir esa puerta.
Las jaulas sin
rejas subyacen bajo distintas máscaras, diferentes avatares o formas de metáfora
pero pocos reconocerán las propias de manera tan amarga, cínica y triste como se
lo hacen ver a Falco, el agente de
prensa que interpreta Tony Curtis en Chantaje
en Brodway[5], personaje
adulador e indigno que se humilla ante el ególatra e incestuoso periodista J. J. Hunsecker (Burt Lancaster), en un ácido
y oscuro retrato del éxito desde los bajos fondos morales de un Nueva York de
mediados del Siglo XX, entre humo de cigarrillos y una inolvidable banda de
jazz que huele a corrupción:
-Creo que me iré a casa, todavía soy un ser humano
(…) Siempre que hablo contigo J. J. siento deseos de recuperar la libertad.
-El que está en una cárcel piensa en la libertad.
-Si me disculpas J. J. yo no estoy en la cárcel.
-Sí lo estás, la cárcel de tus propios pecados, de
tu propia avaricia, de tu propia ambición…
La moraleja está ahí. Las
cárceles están aquí. A la llave es más
difícil de encontrarla.
NOTAS:
[1]Luis Buñuel, Mi
último suspiro, Barcelona, Plaza y Janés, 1982.
[2] Buñuel señaló que sobre la posible explicación de la película
quizá, no había ninguna explicación: Sánchez Vidal, A., Luis Buñuel, Cátedra, Madrid, 1999, p. 238.
[3] Véase el destino de los movimientos punk y gótico, una simple
parafernalia comercial.
[4] Desde el punto de vista médico, la ceguera histérica que sufriría Pablo
de Tarso es hartamente elocuente: se libra de esta una vez que acepta su misión
apostólica.
[5] Sweet Smell of Success,
1957, Alexander Mackendrick.