Por Eduardo Serralde

La regadera y un envejecido cuerpo de espaldas desnudo conforman el primer encuadre, sin permitir que pase desapercibida la incesante voz de la radio, escondida en algún lado, y que anuncia cómo la Ciudad de México —y el país en general— se están viniendo abajo en todo sentido. Después, el mismo cuerpo, ahora de frente, en su trabajo habitual (una tienda textil), y que pertenece a Martín Cuevas (Juan Carlos Colombo), viejo, de chaleco y camisa, con cinta métrica al cuello, muy platicador con un maniquí.

La radio sigue sonando: el presidente (sabrá Dios cuál) anunció quién sabe cuántas más reformas, los maestros tomaron el aeropuerto, los estudiantes se han ido a huelga… y un largo etcétera. Y de pronto, sin avisar, aparece el dueño de la tienda —representando en un solo hombre a todo lo que oprime y corrompe— para clausurarla por las razones que sean y dejar sin empleo a Martín.

En otro lugar, pero en el mismo ambiente, la radio de las malas noticias se calla, pero el teléfono se enciende, con más malas noticias. Flavia (Sofía Espinosa, brillante, pero en su zona de confort), adolescente, en calzones y recién despierta, escucha el mensaje de voz y se entera de que las inscripciones a la universidad han sido canceladas debido a la huelga. No podrá seguir el sueño universitario que tiene cualquier estudiante de provincia, mucho menos porque en seguida su tía —la dueña del departamento donde medio vive— le ha obligado a abandonarlo para rentarlo a nuevos inquilinos. Sí: en medio del caos hay quienes todavía llegan a vivir con esperanzas a la capital mexicana.

Así es el ambiente ficticio de “Los bañistas”, no muy distante de la realidad actual, pero excesivamente apocalíptico, porque obliga a pensar qué está pasando más allá de la casa, de la tienda, del Monumento a la Revolución, de la calle y del plantón; y por qué Max Zunino ha elegido a estos como escenarios constantes en el desarrollo de su ópera prima.

Neófito director uruguayo —pero criado en México y estudiado en Cuba— Zunino asume que la Ciudad de México actualmente no se vislumbra sin sus innumerables plantones y mítines de protesta —o de celebración— casi por cualquier cosa. Se atreve a inferir un sistema opresor, que no está físicamente pero que sí define el destino de los personajes: eventualmente Flavia, cuando se quede sin casa, conocerá a Martín (quien resulta ser su vecino de enfrente) y comenzará lo verdaderamente interesante de esta película.

Un pájaro cardenal inocente será el motivo de encuentro. Flavia lo verá encerrado en la casa de Martín y decidirá entonces abrir la jaula para que escape. “A los pájaros no les gusta estar encerrados”, le dice verbalmente Flavia al anciano, pero con su mirada dice: “a mí tampoco”. Por ello, se aventura a salir a la calle, al plantón, con irreverencia y sin ninguna intención de buscarse problemas (aunque su tía le haya dicho, antes de correrla, que dejara de jugar a ser grande).

Conforme avanza el relato —en ocasiones lento y silencioso como cualquier protesta informal en México, y manteniéndose casi siempre al margen de la realidad extradiegética (escuchamos todo el tiempo las consignas de lucha)— se descubre que Martín escribía algo para su esposa muerta. En una escena, mágicamente Flavia encuentra los papeles (cual mapa del tesoro) y comienza a leerlos, prediciendo en Martín una profunda sensibilidad oculta tras la incipiente pobreza y manifestada en el ceño siempre fruncido de Juan Carlos Colombo.

Como en todo drama bien estructurado —quizá proveniente de la preparación en comunicación y cine que tiene el director, y de la relevante trayectoria de Sofía Espinosa (coguionista del filme)— aparece otro elemento que propone el avance hacia el clímax: un personaje pivote llamado Sebastián (Harold Torres), estudiante de Sociología (la licenciatura que históricamente ha desembocado en la protesta estudiantil), también de provincia, peculiar con su forma de vestir, casi resignado, y aburrido de leer a Kant y a Marx para mejor enfocarse en el horóscopo chino. Es el perfecto perfil del “mejor pónganse a estudiar” y del “bola de revoltosos mugrosos”, tan escuchados siempre. Pero a simple vista, Sebastián es más mugroso que revoltoso; y por eso pide un baño, pide ser un bañista, para limpiarse de lo malo (porque “esto ya se estancó”, dice) y regresar a casa (si es que consigue un motor nuevo para su automóvil).

Con todas las referencias implícitas a una realidad actual en México, “Los bañistas” no deja de ser un relato alternativo (o metatextual) sobre el tema, enriquecido con la calidad dramática de sus personajes. Los propios diálogos —verosímiles por su naturalidad en la escena— favorecen el avance fluido hacia el clímax. Se trata de lo que en la academia llamarían “rompimiento de la unidad de opuestos”, en el que los dos personajes (pensados inicialmente como protagonista y antagonista) propician un acuerdo entre ambos. Flavia y Martín, tras aceptar que hay una especie de relación intrínseca, colaboran y se unen en una amistad que nos recuerda a otras en el cine: la de Toto y Alfredo en “Cinema Paradiso” (Giuseppe Tornatore, Italia, 1988), o la de Thao y Walt Kowalski en “Gran Torino” (Clint Eastwood, Estados Unidos, 2008).

Resultaría equivocado pensar a “Los bañistas” como cine de protesta, porque ello obligaría a inscribirla directamente en el cine mexicano de los sesenta (con el grupo Nuevo Cine o después del 68), salido de la crítica y de los cineclubes universitarios; pero ya no existe un José Revueltas o un Rubén Gámez que la respalde. Sin embargo, esta película sí se confirma radiográfica, inofensiva, ciertamente inspiradora y empática con un posible espectador joven dispuesto a reparar cómo lo ve (o cómo lo empezará a ver) el cine mexicano de esta década.

*Finalista del III Concurso de Crítica Cinematográfica