Por Pedro Paunero
  

Entre los tantos homenajes que Woody Allen suele realizar en sus películas se encuentra uno que no pudo realizarse. En la autobiográfica “Annie Hall” (1977), que es a la vez una pieza de metacine (personajes que rompen la “realidad cinematográfica” al hablarle a la cámara, por ejemplo) incluye un cameo de Truman Capote, diversas referencias a filmes de Federico Fellini, Francis Coppola, John Huston e Ingmar Bergman y una breve aparición (haciendo fila para asistir a un espectáculo masivo) de Marshall McLuhan, el padre de la “aldea global”, de quien, se dice, sustituyó en último momento y a regañadientes a Fellini. Sin embargo, el primero en ser invitado para aparecer en dicha escena fue Luis Buñuel. Apunta Buñuel, en su impagable “Mi último suspiro”, que su aparición en dicha cinta pasó a formar parte de sus proyectos americanos nunca realizados:
  

“Añadiré que Woody Allen me propuso interpretar mi propio papel en Annie Hall. Se me ofrecían treinta mil dólares por dos días de trabajo, pero debía permanecer una semana en Nueva York. Tras algunas vacilaciones, rehusé. Finalmente, fue Mcluhan quien interpretó su papel, en el vestíbulo de un cine. Vi la película más tarde, y no me gustó mucho.”
  

1977 fue un año triste para Buñuel pues perdió a sus viejos compañeros surrealistas como Max Ernst, Man Ray, Calder y Prévert pero fue uno muy bueno para Allen y su Annie Hall al cosechar un total de 4 Óscares incluyendo mejor director y mejor película. Se trataba, por supuesto, no de su primera cinta, ni siquiera la primera de éxito sino aquella que lo llevaría a la madurez artística.
  

El amor al cine mudo (y, con esto, a los años 20 del siglo pasado) por parte de Allen, se refleja en su otro ejercicio de metacine “La rosa púrpura del Cairo” (“The purple rose of Cairo”, 1985) en la cual, a la manera de un Buster Keaton en “El moderno Sherlock Holmes” (“Sherlock Jr.”, Roscoe “Fatty” Abickle y Buster Keaton, 1924), la “realidad” de lo que pasa dentro de la pantalla admite, a la vez que rechaza, la realidad de fuera, es decir, la del espectador. Ecos de “La rosa púrpura…” se encuentran en la deliciosa comedia romántica “Medianoche en París” (Midnight in París, 2011), pero, mientras en la primera los sueños se rompen ante la fría realidad en la segunda se abren las puertas de la felicidad o, por lo menos, a la posibilidad del amor. En “Medianoche en París” un romántico escritor, Gil Pender (Owen Wilson), debe soportar a su antipática, frívola y capitalizada prometida, Inez (Rachel McAdams) y a su vana familia en la ciudad más romántica y que se presta más al sueño como lo es París. Cansado de las desavenencias con su novia Gil se perderá en la ciudad, justo a la medianoche, en la cual un auto proveniente de otra época (los años 20´s) desde el que alguien le llama, medio ebrio, medio loco, invitándole a abordar, lo trasladará a la edad dorada de sus ensoñaciones porque, como bien dijera Hemingway en sus memorias póstumas (1964): “París es una fiesta que nos sigue”.
  

Pablo Picasso, Man Ray, Cole Porter (y su casa con paredes cubiertas de piel de cebra, dónde se toca el piano), F. Scott Fitzgerald (por supuesto, junto a su “top girl”, Zelda), Ernest Hemingway (adusto y reflexivo), un Dalí que sólo habla de rinocerontes, un Luis Buñuel que habla muy poco, Gertrud Stein (interpretada por una Katy Bates que no tiene idea de lo que es el idioma español), el fotógrafo Man Ray (que sólo expresa: “yo veo una fotografía” ante la pregunta que hace Gil sobre su futuro matrimonio), la casa de Jean Cocteau, una mención al judío-italiano Modigliani (el último bohemio), la legendaria librería Shakespeare & Company y las alusiones al (futuro) existencialista Café de Flore, desfilan de manera estereotipada pero con mirada apasionada ante el iluso escritor del Siglo XXI, que comete el error de enamorarse de una de las musas casquivanas (Adriana, interpretada por Marion Cotillard) de aquellos artistas con quien hará un breve viaje a la Belle Époque (la edad dorada de Adriana) con visita incluida al Moulin Rouge de Toulouse Lautrec, Degas y Gauguin (para quien la época dorada es el Renacimiento).
  

Se trata de una fantasía dónde la premisa de que cualquier época pasada fue mejor (que ya se remonta al pastor poeta griego Hesíodo del 700 a. C. y su mito de las Cinco Edades del Hombre), funciona como un homenaje sincero a una ciudad (la capital del mundo del arte y la sofisticación por aquél entonces que unió a la llamada Generación Perdida: aquellos escritores que habían luchado y sobrevivido a la Primera Guerra Mundial), la época (la del Jazz y las flappers a quienes tanto contribuyó a identificar y/o crear Fitzgerald, sobre todo a través de su esposa Zelda) y a los artistas que la vivieron, un paseo soñado y una historia de amor atemporal en la cual, sin embargo, no hay nada que Woody Allen no hubiera dicho antes e incluye una referencia que, debemos entender, se trata de un rizado del rizo (surrealista, por supuesto) en la onda de las paradojas temporales: Gil encuentra a Buñuel en una fiesta y le sugiere el guión para una película cuyos personajes, invitados a la vez a otra fiesta, no logren salir de la casa de los anfitriones a pesar de despedirse una y otra vez, sacándoles lo peor de sí conforme el encierro se les hace insoportable. Por supuesto, si hemos de creer este juego metacinematográfico de Woody Allen entonces fue Gil Pender, su personaje en “Medianoche en París”, quien sugirió a Buñuel la idea de la “cárcel sin rejas” que es la película mexicana “El ángel exterminador” (1962). Entendemos este juego fantástico así: si Gil no hubiese viajado a la edad de sus sueños una de las mejores películas mexicanas no hubiese filmada. En la fábrica de sueños que es Hollywood a veces cabe la fina ironía.
  

A pesar del barniz exterior de ligera comedia nada original y el ya mencionado estereotipo de los personajes, sería un error minimizar la película sólo a estos elementos. Ciertos discursos del Hemingway (interpretado por Corel Daniel Stoll), dejan traslucir el conocimiento que tiene Woody Allen (o sus asesores) sobre la rivalidad que había entre aquél y Fitzgerald y con Zelda a quien Hemingway detestaba. También se encuentran presentes los ingeniosos comentarios típicamente a lo Woody Allen: Gertrud Stein anuncia que acaba de comprarle a Matisse un cuadro por 500 francos. Gil se asombra y pregunta si él podría traer al Siglo XXI seis o siete a ese mismo precio.
  

Con “Medianoche en París” (2011) Woody Allen aún no termina de decirnos, para nuestra fortuna, lo que ya sabemos: que mientras no se inventen los mecanismos o medios necesarios para el viaje por el tiempo, es mejor la fantasía de la pantalla en la cual se puede acceder a la era de nuestros deseos, aceptar que se nos permite escapar de la realidad atroz de lo cotidiano por lo menos por unas dos horas ajenas a la calle y sus infiernos.
  

Y… se me pasaba, también aparece por ahí, como guía del Musée Rodin, la Señora de Sarkozy, es decir, la multitalentosa Carla Bruni. Cosas que sólo el cine puede hacer. Por eso, a través de un sueño o de un paseo bajo la lluvia en las calles de París “la vida es mejor con el cine.”

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.