* La simbólica del “espacio original” en las primeras secuencias de Río Escondido (Emilio Fernández, 1947) y La fórmula secreta (Rubén Gámez, 1965)

Por Eduardo de la Vega Alfaro

I.  

Ha tenido que pasar mucho tiempo para que Río Escondido, producida por Raúl de Anda y realizada en 1947 por Emilio Indio Fernández, pudiera ser plenamente reconocida como la obra maestra de una tendencia que comenzó a incorporarse con plena y rigurosa conciencia en el cine mexicano del periodo postrevolucionario, concretamente en la década de los veinte: el nacionalismo liberal mexicano. En La aventura del cine mexicano, libro cuya primera edición data de 1968, Jorge Ayala Blanco advertía que “El nacionalismo del filme [de Fernández] es exclusivamente intraterritorial, a diferencia de nacionalismos defensivos antiimperialistas como el de La fórmula secreta de Rubén Gámez (1965), por ejemplo. Es un nacionalismo de intenciones artísticas superiores que pretende encontrar el equivalente cinematográfico de las experiencias musicales de Miguel Bernal Jiménez y de Carlos Chávez, o la correspondencia de las obras murales de Diego Rivera y de David Alfaro Siqueiros […] Es un nacionalismo que deseaba regresar a una supuesta tradición indígena, al arte precortesiano en detrimento de la herencia hispano-europea, para encontrar las raíces autóctonas y genuinas que se creían indispensables. Es un nacionalismo crédulo, que no degrada ni sublima las tareas mexicanas, llámese machismo, madre pasiva, ley de la selva, ley de Dios, superchería de México como el mejor de los mundos posibles, ternura sensiblera y demás defectos que se concentran en películas como Viento negro (1965), de Servando González”. Cuarenta años después se puede estar de acuerdo con las ideas vertidas por dicho autor pero sólo hasta cierto punto ya que, en todo caso, el nacionalismo cultivado por Fernández en la cinta de marras (y de hecho en casi toda su obra), exige un análisis mucho más a fondo y una definición más precisa para, desde ahí, poder otorgar al mencionado filme su justa dimensión.

Otro tanto puede y debe hacerse con el caso de La fórmula secreta, mediometraje independiente filmado exprofesso para participar en el I Concurso de Cine Experimental convocado a fines de 1964 por la Sección de Técnicos y Manuales del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica de la República Mexicana, certamen que contó con el aval de las autoridades correspondientes pues se trataba de aprovechar esa coyuntura para detectar los ansiados talentos que pudieran rescatar a la industria fílmica mexicana de su ya para entonces prolongada crisis de calidad. Como es de sobra conocido, La fórmula secreta obtuvo algunos de los principales premios otorgados por el jurado respectivo (mejor película, mejor dirección, mejor edición y mejor adaptación musical), reconocimientos sin duda merecidos pues se trataba de la obra más experimental y poética del conjunto de doce cintas que finalmente participaron en aquel concurso, mismo que a la postre marcaría un parteaguas en la historia del cine nacional pues, entre otras cosas, demostraría la existencia de una nueva y pujante generación de directores, técnicos y actores lo suficientemente capaz de darle nuevo sentido a una cinematografía mexicana sumergida en el marasmo creativo y comercial.

Para remitirnos a la misma fuente antes citada, digamos que también podemos estar de acuerdo con Ayala Blanco en su clasificación de La fórmula secreta como un claro ejemplo de “nacionalismo defensivo antiimperialista”. Sin embargo, la cinta de Gámez también va mucho más allá, toda vez que la concepción y fuerza de sus imágenes proviene, en efecto, de la tradición vanguardista, tanto extranjera como local, pero en todo caso de aquella que se vinculó con diversas corrientes socialistas y que en México se tradujo en una compleja simbiosis que podemos denominar como nacionalismo socialista. Desde aquí dejamos en claro que tal concepto nada tiene que ver con el “nacionalsocialismo” alemán que irrumpió en la década de los treinta, nomenclatura que, hoy sabemos, fue una cortina de humo para esconder un movimiento político de tipo ultraconservador, es decir, de signo completamente contrario al concepto referido.

Río Escondido y La fórmula secreta representan, pues, los polos, tan opuestos como en cierta medida complementarios, de dos conceptos nacionalistas vertidos en el cine mexicano de una etapa que puede enmarcarse entre 1930 y 1965 y que, con algunas reservas, podemos calificar como el periodo clásico de la cinematografía mexicana, ello para distinguirlo del periodo moderno, que tendrá su punto de partida justamente con películas como la realizada por Gámez. Adelantémonos a decir que no es por azar que las dos películas referidas inicien con imágenes del Zócalo de la ciudad de México, es decir, con lo que de acuerdo con una cierta tradición historiográfica, podríamos llamar como el “espacio original” de la nación mexicana: un lugar muy concreto e identificable por los edificios que rodean a la extensa plancha cuadricular (entre ellos la Catedral Metropolitana, el Palacio Nacional, la Suprema Corte de Justicia y el edificio del gobierno de la capital), pero, sobre todo, un espacio simbólico que también remite al mito fundacional expresado por el águila que, posada en un nopal, devora a una serpiente. Digamos también que, sin embargo, a partir de dichas imágenes del “espacio original”, esas dos obras maestras despliegan formas muy diversas de concebir la idea de nación por lo que un estudio comparativo e intertextual puede arrojar luz acerca de sus contenidos estéticos e ideológicos, lo que por otra parte nos remite al momento histórico en el que se dio en México una intensa lucha entre la tradición y la modernidad. En suma, las simbólicas referencias al “corazón del país” con que abren dichas cintas vendrían a ser un interesante punto en común a través del cual podemos descifrar y contrastar las propuestas de sentido de dos de los cineastas mexicanos más hondamente preocupados por el papel del el medio fílmico en la difusión de una determinada idea de nación.

II.     

Con un costo de poco más de un millón de pesos de aquella época, Río Escondido inició su rodaje hacia principios de agosto de 1947. Para entonces, Emilio Fernández llevaba dirigidas un total de 9 películas (de La isla de la pasión a Enamorada, pasando por Soy puro mexicano, Flor silvestre, María Candelaria, Las abandonadas, Bugambilia, Pepita Jiménez y La perla), mismas que lo habían colocado como el cineasta mexicano de mayor prestigio a escala nacional e internacional.[1] En diversas ocasiones Fernández hizo pública su supuesta participación el la Revolución Mexicana así como su afinidad con la facción que a partir de un momento encabezó el sonorense Adolfo de la Huerta, quien luego de ver fracasada su intentona de asumir la presidencia a través de una asonada militar, tuvo que exiliarse junto con varios de sus correligionarios en la ciudad de Los Ángeles, California. Hasta allá fue a dar también Emilio Fernández, quien haría una breve pero intensa carrera como “extra” y actor de diversas películas hechas en Hollywood. 

Durante la filmación, Fernández hizo unas tronantes declaraciones al periodista Fernando Morales Ortiz; a propósito de su nueva película advirtió: “Río Escondido la estoy sacando a purititos pantalones. Ya me la quieren meter mano, pero lucharé para que no sea mutilada (…) ¡Tengo fe! ¡Una gran fe en nuestro presidente (Miguel Alemán Valdés) y en este pueblo que debe apoyarlo! Aunque tengamos que repartir bofetadas por todas partes, ¡acabaremos con cuanto desgraciado se oponga al progreso de México y del cine!”.  Acaso aquella ciega confianza de Fernández  en la figura de Miguel Alemán, quien entonces estaba iniciando su sexenio, se debía al hecho de que el político veracruzano era el Primer Presidente civil de la era post-revolucionaria, pero, también, a que en su campaña había prometido modernizar a toda costa y de manera definitiva al país.  

Por su parte, Raúl de Anda, productor del filme, era uno de los empresarios de mayor prestigio en el medio tanto por la cantidad de películas financiadas como por la indudable calidad de algunas de ellas como Almas rebeldes y Campeón sin corona, ambas dirigidas por Alejandro Galindo [2]. De acuerdo con un testimonio del notable escritor Mauricio Magdaleno, guionista del filme y frecuente colaborador del Indio Fernández, el argumento de Río Escondido se inspiró “un poco” en su excelente novela El resplandor,  una de las obras maestras de la llamada “Literatura de la Revolución. Y aunque Magdaleno admitió que la cinta resultó “muy  discursiva y excedida”, también recordaba que, al considerársele “anti-revolucionaria”, corrió el peligro de “ser prohibida durante mucho tiempo” [3].  Según otro testimonio del mismo escritor, el entonces Secretario de Gobernación, Héctor Pérez, le anunció la prohibición definitiva de la película pero, gracias a la intervención directa del Presidente Alemán, finalmente pudo ser vista a cambio de que se hiciera explícito que lo que ocurría en la obra “no había pasado durante su mandato” [4]. Luego de sortear algunos otros problemas, la cinta se estrenó el 12 de febrero de 1948 en el cine Orfeón de la Ciudad de México, remozado y reinaugurado para tal efecto, donde permaneció por cuatro semanas. Muy seguramente algo de ese relativo éxito se debió a que Río Escondido fue protagonizada por María Félix, que por esa época era la máxima estrella femenina del cine hecho en América Latina, pero también al hecho de que fue fotografiada por Gabriel Figueroa, de quien entonces se decía que era “el mejor camarógrafo del mundo”, fama que había adquirido sobre todo por sus trabajos en buena parte de las obras dirigidas hasta entonces por Emilio Fernández.   

Luego de los créditos plasmados sobre una sucesión de 10 grabados de Leopoldo Méndez (llama la atención que en uno de ellos se observe a una mujer joven y un par de niños que a su vez miran embelezados un retrato oval del Presidente Benito Juárez, líder de los liberales que llevaron a cabo la Reforma), la trama de Río Escondido da principio con un sobrio full shot en ligera contrapicada en el que puede verse, en primer término, el asta y la bandera tricolor que marcan el centro mismo del Zócalo capitalino; al fondo se distingue claramente la fachada de la Catedral Metropolitana mientras en off se escuchan las primeras estrofas de un himno laudatorio (“México, México”) interpretado por el entonces afamado Coro de Madrigalistas dirigido por el maestro Luis Sandi. Por la proporción e intensidad de la luz podemos inferir que ese plano no sólo nos ubica en un determinado espacio, sino en un tiempo preciso: las primeras horas de una mañana luminosa, que sin duda simboliza el amanecer de una nueva era. Se trata pues de una destellante panorámica de ese “espacio original” en la que, por la posición de la cámara, se otorga preeminencia al símbolo patrio de la bandera nacional que ondea al compás del viento, lo que permite ver el escudo en el que el águila devora a la serpiente. Entre otras cosas, esa imagen, que enfatiza el culto cívico impuesto por los liberales por encima del culto religioso simbolizado en la arquitectura de la Catedral, hace eco a la frase contenida en el primer grabado de Méndez, mismo que resalta la figura de un campesino que porta con enjundia la tea de la libertad. Acatando la propuesta presidencial para que la cinta pudiera exhibirse, tal frase afirma que: “Esta historia no se refiere precisamente al México de hoy ni ha sido nuestra intención situarla dentro de él. Aspira a simbolizar el drama de un pueblo que como todos los grandes pueblos del mundo ha surgido de un destino de sangre y está en marcha hacia superiores y gloriosas realizaciones”. Al margen de su evidente tono declamatorio y  precautorio (aunque todo lo haga evidente debe suponerse que la historia que vamos a ver “no se refiere precisamente al México de hoy”, es decir, al periodo gubernamental de Alemán Valdés), queda claro que esa frase contiene la premisa principal de la obra: exaltar el triunfo definitivo de las fuerzas modernas, cívicas y liberales, contra los dañinos remanentes del feudalismo encarnados en la torva figura del cacique pueblerino sólidamente interpretado por Carlos López Moctezuma en uno de sus mejores papeles como villano absoluto.        

Complemento de la panorámica antes comentada, la segunda toma de la cinta, también un full shot,  sólo que ahora ligeramente en picada, muestra desde otro ángulo la fachada de la Catedral para, por medio de un lento panning de izquierda a derecha, terminar encuadrando de frente al Palacio Nacional, lo que ahora incluye a dos banderas nacionales: la que pende del asta del Zócalo y la que se ubica arriba del balcón presidencial. Esa imagen parece enfatizar el desplazamiento histórico del poder eclesiástico y conservador por el poder liberal y civil. No es por azar que en la siguiente toma finalmente irrumpa la grácil figura de la maestra Rosaura Salazar (María Félix) que, captada de espaldas, se dirige presurosa  rumbo a la puerta principal del Palacio Nacional. De este momento llama la atención que el personaje camine muy cerca de la fachada del edificio, lo que ya revela su total apego a los dictados emanados de quien, desde tan simbólico ejemplo arquitectónico, dirige los destinos del país. 

Las seis tomas siguientes muestran a la protagonista parada en la puerta de acceso al edificio en sucesivas y complementarias imágenes, tanto “objetivas” como “subjetivas”, mientras contempla anonadada el interior del Patio Mayor del Palacio Nacional, el balcón presidencial, la Campana de Dolores y el lábaro patrio situado en la cúspide de la construcción. Como si estuviera en trance místico, Rosaura escucha las frases exultantes que provienen tanto de la Campana como del Patio Mayor. Cabe destacar que algunos de esos planos hacen énfasis en la misma gran bandera mexicana de la toma inicial que, como ya lo apuntamos, a su vez se ubica en el centro mismo  del “espacio original”. Un poco más adelante, el personaje encarnado por María Félix se pasma de nuevo, ahora ante los magnos murales pintados por el genial Diego Rivera en la escalinata que permite el acceso a la oficina del Presidente de la República, lo que da paso a que se vea y escuche en off una rápida pero contundente lección de Historia Patria que abarca desde la época precortesiana hasta el periodo post-revolucionario [5]. De la nueva sucesión de planos que desglosan visual y sonoramente diferentes detalles de la magna obra de Rivera, la cámara pone especial énfasis, en dos ocasiones, en el detalle del águila mexicana que sostiene en el pico el “Atlteachinolli”, símbolo azteca de la guerra; la majestuosa ave está posada en la cúspide del Teocalli de la Guerra Sagrada. Dicho icono establece una rima plástica con la imagen del águila y el nopal contenidos en el escudo de la bandera captada en la toma inicial, lo que de nueva cuenta remite al “espacio original”, a su vez origen de la Nación Mexicana. Un plano en el que vemos a María Félix terminar de subir la escalera cancela la primera secuencia de Río Escondido, misma que, aparte de contener todos los elementos estéticos e ideológicos que habrán de imperar en el resto del filme, viene a ser el punto de partida obligado para una obra de tal naturaleza. 

Lo que viene después es la historia de cómo Rosaura es recibida por el Presidente de la República en persona (aunque del político sólo se vea su sombra), quien le encomienda la tarea de llevar el alfabeto a la inaccesible y miserable localidad de Río Escondido, sojuzgado por un malévolo cacique. A  pesar de estar condenada a muerte por una grave enfermedad cardiaca, la maestra acepta emocionada el reto y emprende el largo viaje. Luego de varias vicisitudes, Rosaura se instala en el sitio e inicia su noble labor didáctica, misma que en algún momento incluirá una exégesis a la figura de Benito Juárez. Pero las pasiones y contradicciones se desatan y la protagonista, en defensa de su honor, deberá acribillar al jefe político del pueblo. Aquejada por sus males y cumplida su misión exterminadora y revitalizadora, Rosaura fallece en el momento mismo en que escucha las frases contenidas  en una carta de felicitación enviada por el Primer Mandatario de la Nación.

Independientemente de su carácter oficial, maniqueísmo y excesos cívico-patrióticos, Río Escondido es uno de los mejores trabajos fotográficos de Gabriel Figueroa, a quien sin duda deben acreditarse los grandes logros visuales del filme. Hoy más que nunca, la película  sigue deslumbrando por esos valores plásticos que la emparientan con la mejor corriente muralista nacional, la que enmarcada entre 1922 y 1926, aproximadamente,  estuvo encabezada por Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, Fernando Leal, Roberto Montenegro, Jean Charlot, Fermín Revueltas y varios más. Y justamente gracias a ello, como a su carga simbólica, la cinta dirigida por Fernández es la obra cumbre del nacionalismo cinematográfico de corte liberal, entendiendo por tal a toda esa corriente que, surgida de forma concomitante a los postulados de la facción Constitucionalista triunfante en la Revolución de 1910-1917, se propuso retomar de manera implícita y explícita las ideas pregonadas por el brillante grupo que encabezara don Benito Juárez, lo que, en su variante moderna, incluía combatir a las rémoras del pasado que se oponían a los beneficios en materia de educación, salud y reparto de tierras destinados para los amplios sectores populares. Para su más amplia y sencilla difusión, la exaltación de ese tipo de gesta debía escenificarse, en primer término, en el “espacio original” de la Nación y eso es justamente lo que Fernández y su equipo hicieron con sin igual maestría en el entes comentado prólogo de Río Escondido.     






Referencias

[1] La vida y obra de Emilio Fernández ha dado pie a varias monografías de las que destacamos las siguientes: citar: Taibo I, Paco Ignacio, El Indio Fernández. El cine por mis pistolas, Joaquín Mortiz-Editorial Planeta, México D. F., 1986; Fernández, Adela, El Indio Fernández. Vida y mito, Panorama Editorial, México D. F., 1986, y García Riera, Emilio, Emilio Fernández, 1904,1986, Universidad de Guadalajara-Cineteca Nacional, Guadalajara, Jalisco, 1987

[2] Cf. De la Vega Alfaro, Eduardo, Raúl de Anda, CIEC-UdeG. Guadalajara, Jalisco, 1989   

[3] Cf. VV. AA. Cuadernos de la Cineteca Nacional. Testimonios para la Historia del Cine Mexicano, No. 3, Mèxico D. F., 1975  

[4] Cf. Taibo I, Paco Ignacio, El Indio Fernández. En cine por mis pistolas, Op. cit.,p. 131

[5] En la versión original del filme, las imágenes de dichos murales riverianos sirvieron para que ensayara el sistema Technicolor y fueron realizadas por Luis Osorno Barona. Se sabe que Gabriel Figueroa no estuvo de acuerdo con el hecho de que los murales se mostraran en color porque rompían con el resto de la película, filmada en riguroso blanco y negro.

 




 

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