Por Hugo Lara Chávez
La circunstancia de los asesinos seriales ha sido un tema tan atrayente para el cine, por su carga morbosa y fascinante que rodean a los criminales y sus insospechadas víctimas, en lo que conforma ya una respetable filmografía de diversos orígenes, épocas y directores. Bajo este pretexto, hemos rescatado en este artículo dos películas mexicanas que abordan este tema, a través de un hombre y una mujer, y que presentan perspectivas e intenciones narrativas diferentes, no libres de curiosidades y accidentes. Se trata de las películas La mujer y la bestia (1958) de Alfonso Corona Blake, y El profeta Mimi (1972) de José Estrada.
Ellas también matan La mujer y la bestia (1958)
Podría ser La mujer y la bestia una película para poner en el desván de la memoria si no fuera porque al cabo de unos minutos de su comienzo nos va sorprendiendo y atrapando la atención, con todo y el tremendismo de su fábula de bases psicoanalíticas que, sin embargo, hacen que la nebulosa historia criminal que aquí se nos cuenta se pueda condensar y estabilizar en un relato oscuro, negro y duro que, a pesar de sus puntos flojos, logra mantenerse de pie después de hora y media.
Porque en un principio parece que no hay nada que no se pueda anticipar o prever o deducir en esta versión femenina del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, pues lo que tendría que mantener el interés no es conocer el desenlace sino la forma en que se llega a él. Entonces, en lo que parece un itinerario convencional que agotará pronto nuestra paciencia, comienzan a aparecer curvas y cuestas pronunciadas que no esperábamos y que desafían nuestro discernimiento. Y ahí estamos, al cabo de unas escenas, montados sobre este vehículo mientras seguimos la lógica de un asesino serial que mata a sus víctimas en las inmediaciones de la estación de trenes de Buenavista.
La mujer y la bestia toma forma en una sola criatura, la actriz Ana Luisa Peluffo que encarna dos papeles, la de Laura, una enfermera diligente y trabajadora, y la de Vicky, una cabaretera sensual y feroz. Cada una pertenece a un mundo distinto y tienen sus propias relaciones con algunos hombres que determinan su conducta. Laura se vincula con un apuesto y gentil médico, el doctor Enrique Molina (Carlos Cores). Vicky, en cambio, es una mujer provocadora y deseada en el cabaret donde trabaja, y es la pareja de un apuesto delincuente de poca monta, Martín, que interpreta un Rubén Rojo que jamás se desprende de su chaqueta de cuero negro, como un rebelde sin causa.
Así, atestiguamos las actividades de esta mujer con doble personalidad, que por momentos nos hace creer que en realidad se tratan de dos personajes distintos gracias a ciertas coartadas bien tramadas por el director Alfonso Corona Blake y sus guionistas, en especial porque construyen con certidumbre las dos relaciones sentimentales referidas alrededor de la mujer que funcionan muy bien, en un caso sincera y en la otra apasionada, y con ello confunde a la pesquisa policial, que es un segundo hilo conductor del relato.
Luego, la recreación del garito La Gran Vía introducen al espectador en la densidad del ambiente ferrocarrilero y del bajo mundo saturado de humo de cigarro, que regentea la gorda y lasciva Mariposa (Fanny Schiller), quien ofrece a Vicky a sus clientes con un fascinante desparpajo. Corona Blake obtiene sus mejores resultados de este espacio de decadencia y vicio, y de sus exteriores, muy próximos a las vías del ferrocarril. En especial, son de destacarse las escenas cuando Vicky se ofrece a un hombre, una de sus víctimas, y cuando es perseguida por una muchedumbre que intenta lincharla, resuelta con un ritmo y una forma cercanos al tono de una película de horror, como si se tratara de la cacería del monstruo de Frankenstein.
Uno de los hilos de este relato negro es el azar, que acerca a los personajes y sus destinos trágicamente. Y el azar crea una comunión, asombrosa en otras circunstancias, entre ellos, como pasa entre el médico y el delincuente que aman a la misma mujer y que de otra forma no podrían enlazarse. Hay coherencia en la forma en que lo propone el director. Las sospechas del doctor Molina sobre la dudosa identidad de su amada se entreveran con las de Martín, después de que éste fracasa en su intento por robar la taquilla del cine París y es herido por la policía.
Corona Blake tiene el cuidado de no atragantarse con la reunión de los tres personajes en el mismo espacio, el hospital, pues logra administrar este incidente con pericia y habilidad para no descoser lo que le queda para el final. Otros recursos que se vuelven llamativos aunque menos logrados son materia del montaje y la fotografía, en algunos momentos en que se intenta volcar la visión desquiciada y subjetiva de la protagonista, con planos holandeses, espirales, vías del tren, gritos de una voz en off y otros motivos que describen sintéticamente el trauma del personaje, causado por una violación y por la muerte de su hija.
Ana Luisa Peluffo fue una de las primeras actrices del cine nacional que se desnudó en la pantalla y eso ya le daba un toque de sensualidad al personaje que dio vida en La mujer y la bestia, ni más ni menos que la primera asesina serial del cine mexicano, y aunque por momentos sea un personaje escurridizo que se le escapa de las manos —a veces por falta de recursos actorales o por una dirección distraída— hay una impresión final favorable a su presencia, erótica y provocadora.
El Profeta Mimí (1972) Las amenazas impensables
Ignacio López Tarso se nota inquietantemente convincente en el papel de Mimí, introvertido mocetón de cincuenta años, mofletudo y de casquete corto, fuerte, imbécil y enternecedor, que aún se cubre entre las faldas de su madre beata (Ofelia Guilmain). Mimí, como su madre, también es un fanático religioso, que vocifera como merolico las feas palabras que le ha transmitido el líder espiritual (Ernesto Gómez Cruz) de una secta cristiana de torcidas intenciones: “Para amar a Dios hay que odiarse uno mismo”.
En El Profeta Mimí (1972) el director José Estrada llevó al cine un argumento de Arturo Rosenblueth, y un guión hecho al alimón entre el mismo director y Eduardo Luján, centrado en un asesino multihomicida que actúa en las inmediaciones de la Plaza de Santo Domingo en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Aunque no existe una alusión directa al caso del famoso asesino en serie Gregorio “el Goyo” Cárdenas, es probable que los escritores en algo se hayan inspirado para dar vida a su propio personaje, con todo y que lo más sobresaliente de su esfuerzo consiste en la escrupulosa composición de un universo del criminal lleno de detalles, que lo hacen ver y sentir muy sólido, profundo y complejo, sin duda lo mejor de toda la película.
Podrían identificarse al menos tres esmaltes que recubren a esta criatura criminal. Primero, la relación con su madre, la clave de la película, en la que se puede encontrar una buena cantidad de características afines con personajes como Norman Bates de Piscosis (Hitchcock), una relación edípica, dependiente, esclavizante, dominada por la figura materna de fuerte personalidad, marcada por el puritanismo, etcétera. Segundo, la relación con las mujeres, en las que se vuelcan los fuertes complejos del personaje, sus grandes dilemas existenciales, sus aversiones sexuales, sus fobias y sus filias morales y religiosas, pero todo llevado al extremo, exacerbado, si bien se encuentra en un punto de equilibrio tan frágil que puede romperse en cualquier instante. Por último, su relación con los hombres, bloqueada desde su infancia, de confrontación, de fuerza, de oposición.
La suma de estas tres relaciones crea una especie de trampolín que impulsa a Mimí a convencerse que tiene autoridad moral sobre los demás, que le permite juzgarlos y castigarlos, como un justiciero que los libera de sus culpas y de su dolor —solo a las mujeres, claro, a las que se les puede acercar con confianza—, justamente como un profeta.
Los guionistas y el director pudieron constreñir esta compleja caracterización conceptual de Mimí a través de ciertas formas prácticas, realizables por el actor, visibles en las actividades cotidianas que desempeña su personaje. Dos de ellas son de primer orden: que sea el portero de la vecindad donde vive y que tenga el oficio de escribano de la Plaza de Santo Domingo. El portero es el que abre y cierra la puerta, no solo de la vecindad, sino de la verdad, de la liberación, de la paz del espíritu. Es una posición ventajosa, que le permite estar al tanto de la vida de los demás. Su oficio de escribano le permite también convertirse en la boca de los pecadores, en el intérprete de sus vidas, en un intermediario que puede manipular a su gusto no solo la redacción de las cartas, sino de los mensajes de pureza contra los del pecado, los de la luz contra los de la oscuridad.
En esos resquicios es donde florecen su repulsión a la carne, que lo motivan a ejecutar a las mujeres de la calle que se le cruzan en el camino, sus propias vecinas, sus conocidas, seres a los que en buena medida estima y por los que siente compasión. Con el asesinato de Rosita (Ana Martin), Mimí consuma su misión, salvar la inocencia perdida.
Quizás lo menos logrado de esta interesante película, sean los flashbacks hacia la infancia del asesino, hacia el episodio de sangre que se supone explica según las nociones freudianas su retorcimiento mental. Además de que esas partes obvian algo que el relato no necesita obviar, uno se pregunta si no hubiera sido un instrumento más imaginativo y más sutil dejar las explicaciones psicoanalíticas a la fantasía del espectador. Si bien en general la factura del filme es muy aceptable, con todo y que visualmente se siente por momentos un poco anticuada y estática, tiene a su favor otros elementos, como la estupenda caracterización de los personajes y la banda sonora que se ha confeccionado con fragmentos de La Bohéme, de Puccini.