Por Pedro Paunero
El libro “Mondo macabro, el cine más alucinante y extraño del planeta” de Pete Tombs, editado en el marco del Festival de Sitges 2003, define los gustos del autor (y los de los organizadores y fans que acuden a dicho festival) como a “sibaritas glotones” del cine (de ahí el término “Cinefagia”). La obra contempla la historia y la producción cinematográfica más desquiciada de Hong Kong, Filipinas, Indonesia, India, Turquía, Brasil, Argentina, México y Japón. El capítulo dedicado a México, “Monstruos y enmascarados”, comienza trazando las líneas generales de una cinematografía única:
“El carácter del cine mexicano es tan peculiar que lo hace completamente distinto a cualquier otro”. “Aquellos que conocen el cine mexicano únicamente a través de las pocas producciones disponibles en el mercado internacional, se sorprenden al descubrir que una auténtica industria cinematográfica floreció en México durante casi seis décadas, llegando a producir miles y miles de largometrajes de todos los géneros y estilos. Hubo un tiempo, incluso, en que México contó con su propio Star-System y dominó el mercado en lengua española durante muchos años”.
Como material complementario al libro (cuya primera edición en inglés data de 1997), Mondo macabro produjo una serie de breves documentales destinados a exponer, de manera visual, el material estudiado en la obra. “Mexican Horror Movies” (Pete Tombs y Andy Starke, 2001) es el título del documental dedicado a México. Una selección de títulos, a partir de los años cincuenta, década en la que la industria comenzaba a decaer tras los éxitos internacionales de las dos décadas precedentes, cuya Época de Oro abarcaría los años que van de 1940 a 1953, con películas que contenían una mezcla de música, melodrama y exotismo, ilustra el cine fantástico y de terror del país, que incluían elementos folclóricos, combinados con la tradición católica europea, para hacer de este un tipo de cine con un “gusto muy especial”.
Se hace un repaso por las películas de Chano Urueta, director que tiene el mérito de haber creado el cine de luchadores con su “La bestia magnífica, lucha libre” (1953), cineasta con una larga y fecunda carrera que comienza en el Hollywood de los años 20´s, en específico aquellos títulos que han devenido en obras de riguroso culto como “El espejo de la bruja” (1962) y “El barón del terror” (1962), conocida en los Estados Unidos como “The Brainiac”, filme chocante con un monstruo con cabeza palpitante y lengua colgante que usaba para sorber los sesos de sus víctimas. Una aseveración de Urueta, que mantenía una dura lucha contra los productores, aclara la naturaleza de sus cintas: “Tengo que hacer estos filmes de monstruos, que son evidentemente ridículos”. La artificialidad de sus efectos especiales, sumamente primitivos, serían deliberados, no porque no se pudieran realizar de mejor manera sino porque tenían como finalidad mostrar toda su intencionalidad de falsedad por lo bajo de su presupuesto.
Así mismo se reconoce a Abel Salazar, actor retirado (que interpretaba a tipos elegantes, atractivos y anticuados, y cuya fuente de inspiración había sido el actor William Powell, con su toque a medio camino de la seriedad y de la comicidad), convertido en exitoso productor, muy al tanto de las películas de terror de Hollywood, y su producción de “El vampiro” (1957), una “obra maestra involuntaria” dirigida por Fernando Méndez con el actor Germán Robles, proveniente del teatro clásico, que hacía de vampiro “porque tenía que ganarse la vida”.
Se cuenta que, a lo largo de los cinco años siguientes al éxito de “El vampiro”, Salazar produciría otras películas que se convertirían en verdaderos clásicos como “La maldición de la llorona” (1963), con su título en inglés de “The Curse of the Crying Woman”, acaso la más “refinada” de todas y dirigida por Rafael Baledón, en la cual, como en “El vampiro”, también actuaba en uno de los papeles principales. Sería esta cinta la que marcaría el punto final, el canto del cisne de sus producciones, una especie de recapitulación final, al incluir una secuencia onírica formada por fragmentos de sus otras películas.
Es interesante anotar que, aquella célebre actuación de Salazar en “El vampiro”, que los críticos de cine mexicanos han tildado de cómicamente involuntaria, es vista por David Wilt, comentarista del documental, como provista de un humor conscientemente deliberado.
Las producciones de Salazar llegarían a ser conocidas, y revaloradas, en los Estados Unidos, cuando se vendieran en paquete al empresario K. Gordon Murray, que las doblaría al inglés y pasaría por la televisión americana en los años sesenta, para que una nueva generación las redescubriera, a la vez, al pasar al mercado del vídeo las décadas posteriores, con lo que alcanzaron el estatus de filmes de culto, después de que nadie las tomara en serio en el momento de ser estrenadas.
La segunda parte está dedicada al cine de luchadores. Un tipo de cine que no se creó, inicialmente, para la pantalla grande, pues ya tenía una larga tradición tanto profesional, en el cuadrilátero, como en la imaginación popular a través del cómic. La fascinación mexicana por la máscara tendría en su héroe, El Santo, su versión más conocida y arquetípica, que en historieta aparecía como un Superhéroe al contrario que su desempeño profesional en la Arena, como un verdadero luchador “rudo”. Cinco décadas y más de cincuenta películas sostienen su carrera. La imaginativa y afortunada mixtura de lucha libre con los personajes típicos del cine de terror de Hollywood, hombres lobo, vampiros, momias, el monstruo de Frankenstein, zombis, científicos locos o marcianos invasores, contra los que El Santo se enfrenta, serían su sello distintivo.
La decadencia de este género, típicamente mexicano, en la década del sesenta, obligaría a los productores a incluir elementos eróticos, caso de “Santo en el tesoro de Drácula” (1969), remontada con escenas Soft porno con el título de “El vampiro y el sexo”. A pesar de todo, nos recuerda el documental, el sexo fracasaría en salvar el cine de horror mexicano.
Los años setenta, en cambio, se abrirían con una poderosa revisión de los elementos clásicos, en manos de una nueva generación de cineastas, que llevarían los aspectos visuales a formas, colores y terrenos jamás vistos antes. Así, Juan López Moctezuma, colaborador en las pánicas puestas en escena de Alejandro Jodorowski y Fernando Arrabal, y conductor del programa de radio “Panorama del Jazz” de Radio UNAM por 25 años, con su “Alucarda, la hija de las tinieblas” (1975), pondría el listón muy alto a través de esta película de autor totalmente libre. Moctezuma aplicaría lo aprendido en el “Teatro pánico” de Jodorowski en su desquiciada ópera prima, “La mansión de la locura” (aka. The Mansion of Madness, 1973), basada en el relato de Edgar Allan Poe, “El sistema del Dr. Tarr y el profesor Fether” (1845) en el cual los locos controlan el manicomio y mantienen a los directores encerrados en las celdas.
Cuando la década declinaba, y el gobierno había ya nacionalizado la industria fílmica, las películas de terror y de fantasía no cabrían ya en su agenda. El documental finaliza con una nota optimista, alabando la producción del año 2001, “Santo: Infraterrestre” (Héctor Molinar), en la que El hijo del Santo, se pone la máscara de su padre en la que prometía ser “su más grande y espectacular aventura hasta ahora”.
El documental incluye entrevistas a Ignacio Durán, director general del “Mexican Cultural Institute”, al mencionado David Wilt, escritor, historiador y crítico de cine, e incluye la voz de la actriz Penelope McGhie como narradora.
La esencia de este documental, todo un homenaje apasionado al cine mexicano fantástico, se resume en las palabras de Ignacio Durán, que encuentra el valor de estos títulos, revalorados por la crítica actual, en que “tomaron lo peor y lo mejor de la imaginación popular mexicana” para hacerlos un tipo de cine duradero, materia de estudio de especialistas y gran deleite de los fans que constantemente los descubren y disfrutan.