Claudio Brook y Silvia Pinal en “Simón del desierto”
Por Hugo Lara
Hace años, durante un traslado en taxi, entablé una conversación con el chofer y por algun vericueto de sus entretenidas anécdotas me platicó sobre su juventud y su gusto por visitar los cafés existencialistas, del cual llegó a ser un asiduo parroquiano. Me llamó mucho la atención y entonces comencé a poner en mi radar estos establecimientos, de los cuales tenía referencias de ellos únicamente por algunas películas como “Simón del desierto” (1965), en la que Luis Buñuel retrata, en la curiosa escena final, una fiesta agogó donde Claudio Brook luce como un deprimido existencialista mientras Silvia Pinal se deja llevar por la rola “Rebelde radioactivo” que interpretaban Los Sinners.
El escritor José Agustín, en su libro “La contracultura en México”, describe que los llamados cafés existencialistas en México hacían eco de los célebres cafés parisinos donde los jóvenes de finales de los años cincuentas rendían culto a pensadores como Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Martín Heidegger, Kari Jaspers, Sóren Kierkegaard y Federico Nietzsche, entre otros. El entusiasmo que despertaban las ideas de estos intelectuales se convirtieron en un código generacional para muchos jóvenes que discutían sus tesis y teorías, y que, según Agustín, “fue una de las primeras manifestaciones de un espíritu de los tiempos, o un estado de ánimo colectivo, de desencanto paulatino”. En México, estos cafés llevaban nombres como El Gato Rojo, La Rana Sabia, Punto de Fuga, El Gatolote, El Coyote Flaco, Acuario.
Por su parte, Rafael González Villegas, en su libro “60 años del rock mexicano” se refiere a algunos “cafés cantantes”, que eran sitios inspirados en los cafés beatnik de Estados Unidos, donde las primeras bandas de rock&roll mexicanas hacían sus presentaciones ante un auditorio conformado por jóvenes que bebían café y refrescos, en sitios como Ruser, Café Amor, Hullabaloo, El Sótano, Chamonix, Schiafarello, Pau Pau, Milleti, y otros.
Estos muchachos bohemios, hombres y mujeres, se rebelaban ante el estatus quo, eran cultos y sensibles (o aspiraban a serlo), amantes del arte y la literatura, inconformes que vestían de negro, con suéteres de cuello de tortuga, usaban barbas y bigotes, y las chicas se atrevían a ponerse pantalones, memorizar poesías y frases cultas que escupían a la menor provocación, mientras fumaban con desesperación como si fuera a pasar de moda.
Este ambiente intelectual, sobrecargado de pretención y sofisticamiento, está retratado con cierta autenticidad en películas ya clásicas, como en el díptico de “Los bienamados” (1965), que conforman “Un alma pura” de Juan Ibáñez, y “Tajimara” de Juan José Gurrola. También está presente en “Las dos Elenas” (1965) de José Luis Ibáñez. Estas tres películas además reciben de forma directa la influencia de la Nouvelle Vague del cine francés, tanto en vanguardista estilo narrativo, como en su intención de retratar el mundo de los jóvenes de la época. En “Las dos Elenas” aparece al inicio el ambiente desenfadado de un café existencialista, mientras que en las otras dos se recrean reuniones muy concurridas que cumplen con este perfil. En ellas, el espectador atento podrá encontrar personalidades de la intelectualidad mexicana como los escritores Carlos Fuentes (autor de las historias de “Un alma pura” y “Las dos Elenas”), Juan García Ponce (autor de “Tajimara”) y Carlos Monsiváis, entre otros.
“Tajimara”.
La fatalidad es un signo que cruza los diálogos, a veces con suma gravedad y rebuscamiento. En “Un alma pura”, por ejemplo, la escena de una fiesta en Nueva York abre con la declaración de un sujeto que aparece a cuadro y dice “Las maniobras inconcientes de un alma pura son aun más singulares que las combinaciones del vicio”. En seguida, Sally Belfrage, una de las protagonistas, le confiesa lo que sigue a su amado (Enrique Rocha): “Hay tan poco tiempo para todo, para todo, que siento miedo. Juan Luis, no hagamos planes, quiero que seas feliz y libre a mi lado, para eso viniste aquí ¿no es verdad? ¿Entiendes Juan Luis? ¡Vive el presente!”.
Por su parte, en “Las dos Elenas”, antes de entrar al café, Julissa le dice el siguiente diálogo a su esposo, encarnado por Enrique Álvarez Félix: —Víctor Nibelungo: por primera vez me doy cuenta que las mujeres nacimos para ser detestadas. Te voy a exigir más y más, para que me odies más y más, y me necesites más y mas”.
En los años sesentas, la intelectualidad de la Ciudad de México se mueve preferentemente en barrios como las colonias Cuauhtémoc, la Roma, Coyoacán y sobre todo la Zona Rosa, sitio icónico de la juventud y la vanguardia de aquellos años, adoptado por figuras emergentes como Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Luis Spota; Margo Glantz, Homero Aridjis, Roger Von Gunten, Fernando García Ponce, José María Sbert, Juan José Gurrola, José Luis Ibañez o el pintor José Luis Cuevas (quien se atribuía haberle puesto el nombre al barrio). En sus galerías de arte y sus cafés (Kineret, El Tirol, Leblón, Viena; El Carmel, el Tolousse-Lautrec y otros) sucedían según las crónicas animadas tertulias, discusiones y disertaciones filosóficas, artísticas, políticas, sexuales, entre otras.
Dentro del cine mexicano, los ambientes de los cafés existencialistas también fueron representados —a veces en tono fársico hasta la caricatura— en algunos melodramas que proponían moralejas culposas dedicadas a los jóvenes rebeldes que corrían el riesgo de caer en la perdición de los vicios mundanos y carnales. En “La sombra de los hijos” (Rafael Baledón, 1963), por ejemplo, Angélica María es una adolescente que se deja manipular por un amigo malicioso e incomprendido, interpretado por Fernando Luján, con quien se encuentra en un café existencialista donde, en cierta escena, escuchan a un sujeto declamar un poema dedicado a la bomba atómica. En otra escena, cuando ella termina de cantar una pieza, intercambia el siguiente diálogo con él:
— Este es nuestro mundo: el genio y el asco. Esa es la filosofía de nuestro grupo— dice él.
— Jamás sentí una emoción así
— Apenas empiezas. Aquí te vamos a enseñar a vivir, a despreciar, a odiar.
— ¡Aprenderé!. Ahora sé cuál es mi vocación.
Este melodramón gira en torno al personaje de Marga López, que en la trama es la madre de Angélica María y a quien le quedan los últimos meses de vida mientras se las ve negras tratando de que sus tres hijos no se les descarrilen.
Los cafés existencialistas de esas películas mexicanas están hermanados con el agogó, el hippismo, el rock&roll y la psicodelia y suelen estar decorados con pinturas y obras abstractas que presuntamente han sido hechas por los propios clientes bohemios, como puede apreciarse en filmes como la divertida comedia “Sólo para ti” (Icaro Cisneros, 1966) otra vez con Angélica María y Fernando Luján. Al llegar al exótico café, saturado de trazos en sus paredes, Luján le comenta a ella:
—En este lugar se come bastante bien. Antes tenía yo crédito, cuando pagaba pintando las paredes…
—¿Y ya se acabó el interés por la pintura?
—No, lo que se acabaron fueron las paredes. Todo esto es mío ¿qué te parece?
—Está bien
—¿Cómo bien? Le dicen el techo sixtino.
Otras referencias a los mismos espacios se pueden encontrar en el melodrama “Lanza tus penas al viento” (Julián Soler, 1966) con Alberto Vázquez, Alicia Bonet, Mauricio Garcés y Fernando Luján; “El club de los suicidas” (Rogelio A. González,1970), con Enrique Guzmán, Enrique Rocha Juan Ferrara y Pilar Bayona y, desde luego, en “Patsy, mi amor” (Manuel Michel, 1969), con Ofelia Medina, Julio Alemán y Joaquín Cordero, con un guión de Gabriel García Márquez, el Premio Nobel colombiano.