Por Rodrigo Garay Ysita
En 1948 se estrenó en Londres una película a la que, porque el tiempo transcurrido desde entonces ya es más que suficiente y porque personalidades más duchas en el ámbito artístico y cinematográfico respaldan la aseveración que está usted por leer (que en cualquier otra situación podría tacharse de pedante o de apresurada), podemos calificar de maravillosa. “Las zapatillas rojas” (The Red Shoes), escrita, producida y dirigida por el también avalado dúo Powell/Pressburger, sigue marcando la pauta muchos años después y sus secuelas espirituales más conocidas han seguido el argumento en donde una joven bailarina sube rápidamente la escalera que lleva al estrellato, sufre las consecuencias de los terribles celos que genera en los demás y cede ante la presión brutal del medio. Ahí tenemos a “Perfect Blue” (P?fekuto Bur?, Satoshi Kon, 1997), “El cisne negro” (Black Swann, Darren Aronofsky, 2010) y “La invisible” (Die Unsichtbare, Christian Schwochow, 2011), con sus respectivos desvíos estilísticos y contextuales. Independientemente de qué tanto le guste a la policía del buen gusto, “El demonio neón” (The Neon Demon, Nicolas Winding Refn, 2016) se suma a lista.
El afán de comparar a esta nueva entrega del danés que se ganó a sus seguidores con “Drive” (2011) y que perdió a unos tantos con “Sólo Dios perdona” (Only God Forgives, 2013) sirve únicamente el propósito de ver qué tanto jugo puede exprimírsele además de su ya probado argumento narrativo, dado que, al cambiar a la bailarina por una modelo de 16 años encarnada por Elle Fanning, la trama es esencialmente la misma que en las obras antes mencionadas y no habría que cuestionarle más su efectividad.
Por lo tanto, su manera de lucir es mediante la forma y, si se le toma la palabra a la crítica neoyorquina Susan Sontag, en paz descanse, que decía que no hay tal cosa como una división entre fondo y forma, entonces El demonio neón es pura superficie luminosa: brillantina ensangrentada, portales fluorescentes, escándalos parpadeantes y la fría desnudez de las supermodelos que se pasean como robots con gestos y pavoneos meticulosos, sin vida. Aún más que en sus dos trabajos anteriores, lo que Winding Refn presenta aquí es espectáculo audiovisual y poco más.
La sobrecarga estilística no le impidió, sin embargo, darse la obligada oportunidad de esparcir simbolismo como diamantina. Lejos de la sutileza con la que el triángulo Ryan Gosling / Carey Mulligan / Oscar Isaac llenaba la pantalla de tensión en Drive y más cercana a la manera en que los repetidos insertos de la estatua boxeadora de “Sólo Dios perdona” interrumpían la pelea entre hombre y Dios, “El demonio neón” pone los reflectores sobre aquello que debería permanecer oculto: si el símil entre la muerte y la actitud podrida de las modelos no había quedado claro durante la primera mitad de la película, el director lo subraya al revelar que la maquillista —el sospechoso personaje de Jena Malone—, además de arreglar a las mujeres de la pasarela, también trabaja en la morgue maquillando cadáveres.
Los símbolos huecos de Nicolas Winding Refn giran alrededor de la fascinación que sigue demostrando por la iconografía mitológica y psicoanalítica. La estatua, otra vez, que le restregó a su público para representar a la masculinidad belicosa de las deidades grecolatinas, por ejemplo. En su nueva película ilustra el rito del canibalismo que fortalece el alma, el vínculo lunar de la sexualidad femenina y la pérdida de la inocencia con imágenes tan recurridas como los espejos y tan dispares como un puma encerrado en un cuarto de hotel que pide a gritos las fantasiosas interpretaciones de la fanaticada, como la cabra en el crucifijo de Jodorowsky o el oso de Luis Buñuel en “El ángel exterminador” (1962).
“El demonio neón” puede jactarse de una congruencia que pocas obras de este corte tienen
No es la primera vez que un director llena su película de signos caprichosos y no será la última, pero lo que en un nombre consagrado como David Lynch parece natural, en el danés se siente artificioso por no estar respaldado en otra cosa que no sea parecerse a los maestros del cine de ruptura. Lynch se suma a la ya demasiado larga lista de referencias que Winding Refn nos está obligando a sobrellevar en estas líneas, pero es que su “Mulholland Drive” (2001) también es una película a la que “El demonio neón” se parece mucho.
Lo que había que preguntarse entonces es qué tan auténtico termina siendo un intento de excentricidad. O si el estilo es una construcción que se planifica y se busca y se forza. O si hay un esquema, modelo, protocolo, instructivo, manual o directriz que nos indique a los creativos en qué minuto van las imágenes disruptivas, en qué acto ponemos “las secuencias oníricas” y qué filtros le ponemos encima a Keanu Reeves para que su papel de rudo no sea risible.
Además de su impresionante show visual y sus señas cabalísticas, “El demonio neón” puede jactarse de una congruencia que pocas obras de este corte tienen, ya que resulta ser un ejemplo ideal de la unión entre fondo y forma. Que Sontag nos sonría desde el cielo de los que tienen la razón, porque la frivolidad del mundo de la moda no podría estar mejor representada.