Por Pedro Paunero
Vincent Anderson (Benedict Cumberbatch), es responsable del programa infantil “Hola Sol, Buenos días” (Good Day, Sunshine), al estilo del “Show de los Muppets”, de Jim Henson, con títeres que departen entre sí, enseñan lecciones morales y goza de popularidad. Pero Vincent, igualmente, es un tipo conflictivo, que siempre encuentra motivo para confrontar a alguien, y es que lleva encima el estigma de haber sido paciente psiquiátrico. Las continuas peleas con Cassie (Gaby Hoffmann), su esposa, le obligan a ignorar el talento como dibujante de su hijo, Edgar (Ivan Howe).
Edgar ha creado a “Eric”, un monstruo gigante de color azul que vive bajo su cama, y que podría convertirse en un personaje de éxito para el show televisivo, pero Vincent, al principio, lo ignora. Un día, después de una típica discusión entre sus padres, Edgar desaparece. Hay varios sospechosos, incluido Vincent, a quien, por desesperación, se le ocurre la extraña idea de darle vida a Eric, hacerlo aparecer en el programa y, así, atraer al niño de vuelta a casa.
Estamos en 1985, y que el detective Michael Ledroit (McKinley Belcher III), no sólo sea afroamericano, sino que tenga que ocultar su homosexualidad, nos recuerda que, por fortuna, varias cosas han cambiado desde entonces, pero otras siguen estando ahí, en los subterráneos de la sociedad -como los túneles de Nueva York, donde, a la manera del “Intestino de Leviatán” (los drenajes de París), de los que hablara Víctor Hugo en “Los Miserables”, se desarrolla parte de la trama, en una ciudad perdida, ignorada, oculta-, tales como el secuestro, el chantaje, la pederastia o el asesinato. Y la invisibilidad de la pobreza.
Se descubre la playera ensangrentada de Edgar, y se sospecha de “Gator” (Wade Allain-Marcus), dueño del bar “The Lux”, lugar de citas sexuales, y de George Lambert Lovett (Clarke Peters), el conserje negro del edificio, que invita a los niños del vecindario a resolver crucigramas en su departamento, como de Lennie Wilson (Dan Fogler), compañero de Vincent, con un pasado turbio, al parecer. Pero la verdad puede resultar distinta, e irónica.
La serie pone énfasis en la crítica social -Marlon Rochelle, un niño con problemas de adicción, también había desaparecido, pero por ser negro, ya no había sido investigado-, en la división de clases -Vincent tiene un padre rico, dedicado a los bienes raíces-, en la corrupción política -el abuso infantil como parte del abuso de autoridad-, en la honestidad de ciertos policías -el detective Ledroit se nos antoja un “Serpico” (Sidney Lumet, 1973), tamizado por la corrección política-, y en la perversidad de otros pero, sobretodo, en lo que un padre llega a hacer por recuperar a su hijo pues, no importando la “toxicidad” de Vincent (palabra del Siglo XXI, ganada para los ‘80s por puro anacronismo), no cabe duda que lo ama.
Las partes en las que Eric, el gigante convertido en Pepe Grillo -esa conciencia que, en Vincent, se vuelve respondona y hasta pesada-, chirrían un poco, al grado de la ridiculez, pero demuestran, a la vez, el estado mental de este como padre, atosigado por el recuerdo del hijo y llegan a ser, en sus momentos más lúcidos, realmente conmovedoras. Es a Cumberbatch a quien pertenece la serie, cuya presencia, ya sea para una escena patética, violenta o desesperada, se apodera de la pantalla.
“Eric”, dirigida por Lucy Forbes -directora de algunos episodios de la serie “The End of the F***ing World”-, y creada por Aby Morgan, nos recuerda que, “los verdaderos monstruos no están bajo la cama”, y que el Eric azul de Edgar es, por muy gruñón que parezca, el monstruo que nos acompaña, esa consciencia que nos confronta a nosotros mismos, por nuestros errores y acciones.