Por Matías Mora Montero.

Pablo Larraín, cineasta chileno, parece mostrar un fetiche con figuras de la historia cuya marca ha causado cierta controversia, desde Pablo Neruda hasta la Princesa Diana en la detestable Spencer, cinta que, en su tiempo, y a la fecha, me disgustó bastante. Y es a partir de tal disgusto que quiero explayar la grata sorpresa que “El Conde”, su nueva cinta enfocada esta vez en el dictador chileno Augusto Pinochet, me ha dado, concluyendo en una de las propuestas cinematográficas más fabulosas de lo que va del año.

El tema de la percepción pública es muy peculiar. La sociedad es increíblemente selectiva en términos de a quién favorece y a quién no, y éste parece ser un tema recurrente en la filmografía de Larraín pero, para bien o para mal, un aspecto influyente en su manera de acercarse a las figuras que su cine busca retratar. Todos conocemos el gran mito de la Princesa Diana, a partir del cual se ha establecido a esta figura de la realeza inglesa como una víctima de su entorno. Se plantea su vida como aquella de una de las Princesas de animación de tiempos recientes, como Fiona de “Shrek” o Rapunzel, donde sus castillos y torres no son el lujo presupuesto, sino más bien una celda, confinadas a un tipo de miseria que de alguna forma las une al pueblo; pensemos entonces que este es el caso del mito creado alrededor de Diana, más no Diana en sí.

La percepción del público ahí ha sido una de extrema glorificación, la aristocracia “rebajada” a la humildad del pueblo, una de nosotros entre ellos. No quiero discutir que tan cierto o no me creo ese cuento, sólo quiero establecer que eso es lo que es: un cuento. Y que el resto, ya sea Jackie, la esposa de JFK, o el temido Augusto Pinochet, también son cuentos. Son figuras de renombre cuya historia se ha convertido en mito gracias al logro de masas, porque eso es la mencionada percepción pública.

En el caso de Pinochet, contrario a Diana, no es un cuento de glorificación ni de humildad, sino de genocidio y como el causante de una tragedia masiva. Una escoria a quien escupirle, una presencia que sigue azotando la memoria y paz del pueblo chileno, hasta el día de hoy, como un fantasma, y es así como la película lo retrata, como un vampiro de más de doscientos cincuenta años.

Su figura es patética: es un anciano necesitado, humillado por dolores de espalda, lento, la complacencia que le da su propia familia es tan sólo dada en esperanza de que se les otorgue una gran fortuna a cambio. Es un hombre perdido en el tiempo, cuyas ambiciones se han podrido ante el resultado de una justicia que, en su ignorancia provocada por el hambre de poder, él siempre verá tan sólo como una injusticia, donde el pueblo chileno lo traicionó tras él “haberlos salvado”. Esta última parte se nos revela desde que, al comenzar la cinta de Larraín, la indiscutible voz de la siempre grandiosa Stella Gonet nos adentra a los orígenes de esta gran fantasía, donde Augusto Pinochet alguna vez fue Claudio Pinoche, soldado contemporáneo de la Revolución francesa, cuya saciedad por la sangre humana lo hizo hasta robarse la cabeza de Maria Antonieta, todo esto antes de abrazar por completo sus colmillos, ser un soldado en contra de las revoluciones alrededor del mundo y establecerse en Chile, con tal de llegar a ser El Rey.

Pinochet, bajo esta gran fantasía, es el creador de su propio mito. Contrario a cómo el mito de Diana fue creado por los medios de comunicación y el público. Quiero inferir que esto se podría deber a que Pinochet fue una fuerza de gran poder, una presencia maligna, un cáncer que se propagaba por toda su nación, como el viento, algo que sólo sabías que estaba ahí, presente, sin la necesidad de un solo murmullo. Estos son los efectos de un dictador, de un monstruo, el vampiro siendo desde siempre una representación del monstruo, pero del monstruo incomprendido, de la víctima secreta.

Nosferatu sólo buscaba a quién amar, etc., etc. Esta idea del monstruo incomprendido es otro aspecto que el Pinochet de Larraín se impone a sí mismo, se excusa cada actitud, se deprime por la manera en la que los chilenos ahora lo pintan, se aísla del mundo y busca la muerte tras la indignación. En toda la primera parte de la cinta de Larraín, nuestro vampiresco protagónico carga con un deseo de muerte provocado no por un cansancio del tiempo en que ha transitado de la Tierra, sino por la humillación por la que se forzó a sí mismo a pasar. Es cuando se presenta el prospecto de un nuevo amor, y por aquí Larraín mete un brillante discurso de la relación Estado-Iglesia como dos organizaciones que no hacen más que encontrarse modos de beneficiarse de manera mutua a costa de un mayor bien común, o un apropiado sentido moral, esto gracias a la trama de una joven contadora/monja/exorcista entrando a la vida de la familia Pinochet con la excusa de encontrar los fondos de la familia que servirán como la herencia del dictador a sus inútiles hijos y tacaña esposa, pero para sacar al diablo que tanto ha poseído al pobre Augusto, algo de bueno ha de haber en la alma de este ser tan perverso, ¿o no?

La traición, el robo y la sangre son su traición, nada parece poder cambiar aquello. En todo caso, sólo lo incentiva a regresar a su estado más podrido y sediento por la sangre del pueblo chileno. Un virus no sólo chileno o latinoamericano, como lo comprueba la revelación de la identidad del personaje de Swinton, un momento inolvidable donde la absurdidad conceptual de la cinta estalla hasta dejar su discurso político claro y envuelto en la locura de la fantasía, pero es aquí donde Larraín establece a nuestro mundo como uno atrapado en un bucle, donde estos vampiros, bañados en privilegio, están para esclavizar al pueblo, modernos hasta dejarnos secos de tanta sangre derramada, de tanta lágrima derramada. No es casualidad que la película se inunda de imágenes de extrema contundencia, violencia cuya naturaleza nos es conocida, por ser latinoamericanos, por ser humanos. Nos duele, y más porque entonces se nos deja a solas con la lástima que los provocadores pretenden sentir. El mito se vuelve uno frustrante, Larraín entiende lo absurdo que resulta que el protagonismo de estas tragedias siga siendo dirigido a estos monstruos, y no a aquellos que aterrorizaron.

El trabajo de cámara y dirección sirven cada propósito arriba mencionado, secuencias de decapitaciones, de cacerías por corazones en las grandes metrópolis chilenas, torturas donde la satisfacción sigue siendo la lamentable protagonista, humor negro donde la sátira no sólo triunfa, sino que perturba. La fotografía del maravilloso Ed Lachman es elegante, contrastes en blanco y negro que hacen de cada tonalidad una de gran impacto, combina esto con el uso de música, porque estamos ante una película sinfónica, ante una gran ópera poética donde lo político se intercala con lo social, lo familiar y lo contemplativo. No olvidemos lo patriarcal, Pinochet, en su lástima autoinfligida, busca la culpa en las mujeres en su vida, sea su madre, esposa o amante-monja-contadora-exorcista, la responsabilidad de sus actos le es siempre un pensamiento inexistente.

Este es el mito de Pinochet, contado desde una elegancia hilarante y llena de perversiones, donde Larraín empuja, donde los hechos no son tan importantes como el trasfondo, dicho trasfondo siendo uno de dura sinceridad y encontrado en una necesidad por la fantasía, quizás porque el dolor de la realidad nos es ya demasiado familiar. “El Conde” se proyecta en Cineteca Nacional para llegar más tarde este mes al catálogo de Netflix.