Por Pedro Paunero
En la película “Extraños en un tren” (aka. “Pacto siniestro”; “Strangers on a Train”, 1951), que dirigiera Alfred Hitchcock, y fuera la primera adaptación al cine de una obra de la autora Patricia Highsmith, hay un pacto, devenido en persecución implacable, por parte de Bruno Anthony (Robert Walker), que se ha encontrado de viaje, en el mismo vagón, con Guy Haines (Farley Granger). Bruno le propone a Haines intercambiar asesinatos -Bruno matará a la esposa de Haines, y este al padre de Bruno-, para evadir sospechas, al no existir motivos. Cuando Haines se niega a cumplir su parte del trato, Bruno le hará la vida imposible.
En “El talentoso Sr. Ripley” (aka. El talento de Mr. Ripley; The Talented Mr. Ripley, Anthony Minghella, 1999), otra adaptación de Highsmith, se da otro pacto, establecido esta vez entre Herbert Greenleaf (James Rebhorn), un hombre acaudalado, y Thomas “Tom” Ripley (interpretado por Matt Damon, a quien previamente ha creído la mentira de haber sido compañero de universidad de su hijo, Dickie, interpretado por Jude Law), de convencerlo y llevarlo de vuelta, desde su regalada vida en Italia, para hacerse responsable de los negocios en los Estados Unidos. Pero, en este caso, Ripley no se verá comprometido con el cumplimiento del pacto -por cierto, muy bien pagado- y se deja seducir por la vida de lujos y excesos de Dickie. Empero, el asesinato, en ambos casos, firmará con sangre los convenios, así como la persecución, en esta ocasión mimética, de asumir la personalidad de Dickie, para vivir como este, tras su muerte a manos de Ripley.
Habrá quien prefiera la adaptación francesa, dirigida por René Clement en 1960 -director de la hiriente “Juegos prohibidos” (Jeux interdits, 1952), que interpreta la infancia como un sitio inseguro, de escape y, a la vez, autoprotegido de los horrores externos, de la guerra, en ese caso-, titulada “A pleno sol” (Plein soleil), con una actuación de antología por parte de Alain Delon como Ripley, pero me quedo con el nerviosismo, y también amaneramiento, que Matt Damon le transmitiera a su Ripley.
La adaptación de Netflix, “Ripley” (2024), corre a cargo de Steven Zaillan (responsable del guion de la aplaudida “La lista de Schindler” (Schindler’s List, 1993) de Spielberg), quien también dirige y produce.
Este Ripley (interpretado por Andrew Scott) es todo textura, gracias a la cámara del cinefotógrafo Robert Elswitt -ganador del Óscar por su trabajo en “Petróleo sangriento” (There Will Be Blood, Paul Thomas Anderson, 2007)-, que se deleita en el detalle, a veces irónico y hasta paranoico -como el de las esculturas y pinturas que parecen atestiguar los pasos repetidos de Ripley, en sus sospechosos quehaceres, tras deshacerse del cadáver de Freddy Miles, amigo de Dickie, que sospecha de Ripley-, por momentos preciosista o detallista -en paralelo a la sordidez intimista del capítulo de apertura, tan cercano a la estética de la “Cabeza borradora” (Eraserhead, 1977), de David Lynch, o la claustrofobia arquitectónica que se describe en la novela “1984”, de George Orwell-, comprometida con una obsesión artística por Caravaggio -el pintor tenebrista, violento y homicida del barroco inicial, que funciona como alter ego atemporal de mismo Ripley-, y la interesada mirada de varios personajes sobre la fina pluma fuente que Ripley utiliza para firmar, a diestra y siniestra, mientras realiza sus fraudes, robada a Dickie, y que sugiere que, la separación de las clases sociales, se concentra en un objeto único que asume el símbolo de estatus y, por lo tanto, de deseo.
En la serie, hay menos obsesión por parte de este Ripley hacia Marge (Dakota Fanning), cuya tensión sexual estaba mucho mejor trazada en la película de Anthony Minghella, pero incluye un guiño -o hommage-, al Ripley de John Malkovich, en “El amigo americano” (Ripley’s Game, Liliana Cavani, 2002), cuando lo vemos aparecer, como un personaje secundario, y gozamos con su intervención.
El problema, que deviene en sello de la casa, ya con varias producciones de Netflix con resultados similares, es una cierta ineptitud al trasladar -adaptar-, el material original (por más que Zaillan se empeñe intencionadamente) en una serie compuesta por el número mágico de ocho capítulos, que sería el estándar de la productora. El estilismo de su fotografía parece un dechado de rellenos para alargar la historia, pero tropieza la mayoría de las veces -a excepción de los ejemplos citados-, por carecer de un auténtico simbolismo psicológico, y muestra claramente este bacheo del guion, bien aprovechado en la versión de Minghella.
La morbidez del tipo de vida del personaje -siempre ocultado por las capas de belleza imperante que lo rodea-, de un concentrado dosificado, y hasta expresionista en la película de Minghella, aquí se torna en un estiramiento del borde de las imágenes, frías y distantes, que desequilibran sus propios descubrimientos de fina ironía.
Al final, arropados por la minimalista música de Jeff Russo (en este enfermo juego de alter egos, de cambios de personalidades, de sustituciones y sustituciones), podemos preguntarnos ¿fue más efectivo el mortal puñal de Caravaggio o, por el contrario, el aparentemente inocuo -y estilizado- cenicero de Ripley?
Las adaptaciones anteriores y, sobre todo, el material literario original, superan en profundidad a esta versión de Zaillan, y nos dejan con una sensación de Síndrome de Stendhal, que opaca sus pocos descubrimientos efectivos.