Por: Rodrigo Garay Ysita
I. El asceta industrial
En el margen de los castillos olvidados por la colonización globalizadora vive el asceta industrial. Su exilio, bellamente encuadrado en Todas las ciudades del norte (Svi severni gradovi, 2016), enlaza a los amores ausentes de una voz intangible con una clase de soledad muy particular: una que quedó confinada entre los bloques de cemento y hormigón del gran complejo hotelero que una compañía constructora de Yugoslavia dejó intacto en Montenegro, ahora comido por los años y la naturaleza opaca.
Escrita y dirigida por el bosnio Dane Komljen, la narración quieta de su ópera prima enfrenta a una pareja de ermitaños cobijados por la lona azul de una casa de campaña con un inquilino salido de la nada, con la madera que se quiebra en llamas, con los vestigios de la historia mercantil de los Balcanes y con las singularidades del sustento cavernícola en tiempos vástagos de la revolución de las máquinas. Estos hombres de pocas palabras viven a la sombra de las siluetas perfectamente contorneadas de los burros pastando, en un terreno abstracto de nostalgia pictórica.
La imagen impacta suavemente a través de su cuadrada relación de aspecto, idónea para delinear a los fantasmas de la arquitectura que se esconden en un ocio extendido en largos planos silenciosos, sólo acompasados por un acordeón desganado, una voz en off que irrumpe con monólogos poéticos de la tradición serbia-godardiana y el rastro sonoro del mar, inalcanzable. Contemple al amante industrial iluminar las paredes de colores o pintar el techo de fumage para combatir el frío grisáceo que comparten todas las ciudades del norte.
II. El asceta emplumado
En el margen de los caminos santificados por los pasos de Santiago de Zebedeo rema el asceta emplumado. Su exilio, jocosamente modernizado en El ornitólogo (O Ornitólogo, 2016), reinterpreta las duras pruebas de un mito consagrado con un sentido del humor muy extravagante: uno que señaló en su capricho a un ornitólogo aventurero para desprenderlo de su nombre, de su pareja y de su equipo de camping, y someterlo a cumplir el destino de su ascensión entre fanáticos sanguinarios y animales disecados.
Coescrita (junto con João Rui Guerra) y dirigida por el portugués João Pedro Rodrigues, la narración multisensorial de su quinto largometraje enfrenta a un hombre vigilado por la lona azul de una casa de campaña con las aristas más macabras de la intemperie, con un par de peregrinas vampíricas e inconvenientemente dogmáticas, con el eco invisible de la biografía de San Antonio de Padua y con la doble penetración del sexo y la lanza de Longino. Este hombre de mala fortuna muere ante el peso inequívoco del legado legendario, atravesado por una cantidad (medio pasada de lanza) de íconos religiosos, premoniciones simbólicas y profanaciones estrambóticas (a la Jodorowsky o a la Pasolini, como guste).
La imagen intriga paulatinamente a través de su laberíntico recorrido por la frontera boscosa de la Portugal contemporánea, perversa cuando encierra a las pasiones de la carne con un Cristo sordomudo, que no sólo expía culpas y potencializa beatificaciones, sino que ayuda a un muy difícil desarraigo de aquel novio que espera al otro lado del celular y de aquellos pantalones que son ya las últimas posesiones materiales. Contemple al franciscano emplumado seguirle el vuelo al ojo de las aves, testigos sagrados de su muerte y transfiguración.