Por Samuel Lagunas
Desde Morelia, Michoacán
Es cierto que el documental, especialmente en México, necesita reinventar sus formas, jugar con los límites del género y reventarlos si es necesario. Es cierto también que existen varias maneras de hacer eso. El documental del brasileño Andrea Tonacci “Sierras del desorden” (2006), por ejemplo, evidencia el proceso de filmación y juega con los colores para dar cuenta de una realidad colonial y de la imposibilidad de representar imparcialmente al otro, al indígena. Es cierto, si no es que obvio, que todo producto artístico apela de una u otra forma a los sentidos, de ahí que argumentar que “esta obra es una experiencia sensorial” para justificar y/o tratar de explicar un ejercicio artístico me parezca inútil y, lo más grave, constituya una advertencia para el espectador del fracaso de una obra.
Precisamente con esas palabras –“una exploración sensorial”– fue presentado “Las letras”, sexto largo dirigido por Pablo Chavarría que compite en la Selección Oficial del FICM 2016. Si nos atenemos a la sinopsis oficial, ésta funciona más como una puesta en contexto que como un previo de lo que el espectador enfrentará en pantalla: la detención arbitraria e injusta del profesor tzotzil Alberto Patishtán en junio del año 2000. Si, además, atendemos la elaborada conceptualización que el propio Chavarría hace de su película, entenderemos un poco mejor el experimento: el director platicó con Patishtán, escuchó sus sueños, sus pesadillas y trató de recrear esas vivencias ante una cámara y un micrófono. Pero el visionado de “Las letras”, aislado de toda intención autoral, es una experiencia confusa aunque fascinante por momentos. Entre las calles de la comunidad indígena de El Bosque y el propio bosque, la cámara se convierte en un habitante amorfo y fantasmal que sigue por momentos a algunos niños pero que la mayor parte del tiempo deambula entre el paisaje.
“Las letras” no busca representar la realidad, como en el documental tradicional, sino distorsionarla para recrear determinadas atmósferas: para ello se sirve tanto de movimientos osados de cámara y un montaje a veces desconcertante como de un largo y cansado plano secuencia, pero también de un baterista improvisando entre los árboles y una ocasional bailarina cuyo cuerpo interactúa obstinadamente con la tierra: es decir, se revuelca en ella en un, supongo, ejercicio de danza contemporánea. El sonido, encargado a Gerardo Villareal, constituye también un elemento central “En las letras”. Desde el primer momento en el que aún con la pantalla negra un sonido chirriante que aletarga al espectador hasta el correr del agua entre las piedras, los oídos se convierten en interlocutores explícitos del filme. ¿Y Patishtán? Solamente las cartas que escribía a sus hijos aparecen en pantalla salpicando de emotividad la pseudocatártica sucesión de imágenes. Algunas imágenes también lo evocan indirectamente: una cruz con el nombre de uno de sus hijos y una puntillosa secuencia de un hombre amarrado en una silla rodeada de oscuridad.
“Las letras”, durante sus 77 minutos, no logra mantener la atención del espectador habitual que acude a la función buscando adquirir información del caso de Patishtán. Consigue, sí, encantar a algunos adeptos que encuentran este tipo de obras estimulante para sus vagas, aunque no por ello menos útiles, ideas.
Mucho más caótica, e incluso innecesaria, resulta “Mientras se busca al diablo”, émulo de obra armada por Diego Gutiérrez y el israelita Danniel Daniel, ambos los directores de mayor edad en la competencia. Para intentar presentar esta cinta, tanto en el sitio oficial como en la sinopsis del programa, se cuela también aquella frase predilecta para las vanguardias y cajón de sastre en la actualidad: estamos, supuestamente, con “Mientras se busca al diablo” frente a una película “no narrativa”. Más honesto sería decir que estamos frente a una pila aleatoriamente ordenada de deshechos. No ignoro que “el afuera” de una obra despierta interés, aunque sea en las minorías, y que sobreabundan proyectos artísticos que exhiben precisamente el proceso de creación de una obra y lo que queda de lado. El problema no es con los conceptos ni con las intenciones sino con lo que se ve en pantalla.
Los 84 minutos del trabajo de Danniel y Diego amontonan fragmentos del material no editado del viaje del holandés Kees Hin que hace una década se fue por el mundo a preguntarle a la gente por el diablo y que ya había aparecido en la anterior obra de Gutiérrez “El carruaje” (2007) que recogía de mejor manera la truculenta peregrinación. En “Mientras se busca al diablo” parece que estamos frente a los momentos que hace 9 años se dejaron fuera supongo por alguna razón no sólo de economía sino también porque lo que mostraban no resultaba importante. Y cuando vemos “Mientras se busca al diablo” podemos estar de acuerdo con ellos: no era importante. Como material adicional de “El carruaje”, “Mientras se busca al diablo” es aceptable; pero como obra independiente resulta fútil, apática y anticlimática: un verdadero desperdicio.