Por Pedro Paunero
Después de dirigir tres cortometrajes, más que nada ejercicios iniciales de aprendizaje, Marco Urueta, nieto de Chano Urueta, ese director que Luis Buñuel reconoció entre los más sobresalientes, ese cineasta que se convirtió en el padre del cine de luchadores con “La bestia magnífica” (1953) y dirigió una de las mejores adaptaciones –quizá la mejor-, del clásico de Dumas, “El conde de Montecristo” (1942), y entró al imaginario del “fantastique” y del cine de terror a nivel internacional, con películas como “El barón del terror” (1962) o “La bruja” (1954), se entrega valientemente a llevar a la pantalla, en su primer largometraje, “El llanto del alcatraz” (2021), los dolorosos días al lado de Ethel (Delia de la Peña, en su regreso al cine), viuda de Urueta, y la abuela que, un día de infancia, le mostrara por televisión -mientras daban una película donde Chano, también actor en películas de Hollywood (bajo la dirección de Sam Peckinpah) aparecía- quién era, a cuál estirpe pertenecía y, por lo tanto, su destino como director. Marco (Rodrigo Magaña), se convence, o quiere creer, que su abuela Ethel está bien de salud, a pesar de su deterioro diario. La vemos escondiendo numerosas cajetillas de cigarros, la sorprendemos fumando a escondidas, dejando de comer y cayéndose en el baño, en escenas que sabemos forman parte de un recuerdo nostálgico -el “nostos”, ese viaje griego trascendido por la humanidad entera, de un lugar, una persona o un todo-, nunca olvidado, tan conmovedor y doloroso a la par.
La película pertenece a Delia de la Peña, seguida muy de cerca por la actuación de Rodrigo Magaña, sin olvidar que, al mismo tiempo, se trata de una catarsis –en el más amplio sentido del término, el de una purificación, un encuentro y, a la vez, una purga espiritual (por muy insoportable que esta sea) decidida y entregada- del mismo Marco Urueta, su escritor y director, quien sufriera un colapso emocional tres meses después de la dirección del filme.
Emociona y conmueve una escena situada en el año de 1945, incluida hacia la mitad de la película, en la cual Ethel, que atiende en un café, recibe la visita diaria de un hombre mayor que le hace regalos -que ella siempre rechaza-, y quien posteriormente la defiende de un acosador. Cuando descubrimos que se trata de Chano Urueta (interpretado por Alejandro Tommasi), sentimos el peso del personaje, y del hombre, y echamos de menos más escenas dedicadas a él, pero de esta anécdota Marco –el nieto de Chano de “fuera” de la pantalla-, no supo nada más, quedando como un dulce enigma aquel trascendental como fragmentario encuentro.
El último tramo de la película, en el cual vemos a Marco en un camerino, a minutos de presentar su ópera prima –precisamente “El llanto del alcatraz”-, bien puede entenderse como un acto metafílmico o de ego puro, pero nos equivocaríamos. Yo no sé cuántos autores y directores noveles se atreven a ello –acaso habría que ser un Salvador Elizondo para, a los 34 años, escribir su autobiografía y obtener una confesión y, a la vez, una obra maldita (él, que tanto admiró a Bataille)-, pero “El llanto del alcatraz” no puede entenderse si no es a través de la confesión misma –como un San Agustín, rompiéndose por la mitad-, del más puro acto de amor y purga del alma, que aspira a su redención. En una palabra, esta, se trata de una película que inventa su propio futuro.