Por Pedro Paunero
En “Kinetta” (2005), película que lleva el nombre de una población pobre de Grecia, el versátil realizador griego Yorgos Lanthimos (que formó parte del equipo que se encargó de abrir y cerrar la ceremonia de los Juegos Olímpicos de Atenas en 2004 y ha hecho anuncios para la televisión), optaba por contar una historia a través de un rompecabezas desesperante, mediante una mareante cámara en mano, en la que había un crimen deslavado, una masoquista mucama de hotel, unos policías aficionados a la actuación y los autos de carreras, descafeinados toques eróticos y un par de chicas rusas que ora aparecen, ora desaparecen. Se trataba de un experimento inicial con el que Lanthimos intentaba hacer partícipe al espectador de una forma narrativa cercana a la escuela danesa del “Dogma”, pero sin la carga emocional que a esta caracteriza. La película mostraba ya lo que sería una constante en su filmografía: el cuerpo sufriente, por herido y maltratado, región, a la vez, del experimento corporal extremo.
Con “Canino” (aka. “Colmillos”; Kynódontas, 2009), una distopía cerrada, cercana a la cinta “La aldea” (The Village, 2004), de M. Night Shyamalan (que mucho tenía de la atmosfera de la leyenda budista del lugar ideal que se abre a la realidad mundana), el realizador entregaba una película más satisfactoria, sin ser, por esto, menos tediosa, y prima hermana de la mexicana “El castillo de la pureza” (Arturo Ripstein, 1972). Los personajes, una pareja y sus tres hijos, responden a los nombres de “Padre” (interpretado por Christos Stergioglou) y “Madre” (Michele Valley), la Mayor (Aggeliki Papoulia), la Menor (Mary Tsoni) e Hijo (Christos Passalis). Las cosas se nombran de manera distinta o mutan su naturaleza: un conjunto de flores amarillas es denominado como “zombis”, un avión en el cielo es un juguete. Como en todas las utopías negativas, en “Canino” aparece un elemento externo, que penetra y perturba ese sitio paradisíaco, rompiéndolo, fisurándolo, y que en este caso es personificado por una guarda de seguridad, Christina (Anna Kalaitzidou), empleada en la empresa de “Padre”, que visita periódicamente la casa para tener sexo con “Hijo” y liberarlo de los impulsos incestuosos y obtener, en cambio, sexo oral de parte de una de las hijas. Christina entrega un par de películas a la Mayor (Rocky IV y Tiburón) que comienzan con la labor de agrietamiento de esa utopía. El título no alude a un miembro de la especie canina, sino a los dientes caninos, llave sangrienta para acceder al exterior y que provoca el final desesperanzador de la película.
El siguiente trabajo de Lanthimos, “Alps, los suplantadores” (Alpeis, 2011), narraba, una vez más de forma pausada y cansina, el surgimiento de un grupo subterráneo, cuyos miembros (una enfermera, una gimnasta, un conductor de ambulancia y el entrenador de la gimnasta) se ven encargados de sustituir a los parientes fallecidos de ciertas personas, pago mediante. Las reglas que rigen dicho grupo, y que, de alguna forma esclarecen la trama, son:
1. Deberán especificar por adelantado lo que no están dispuestos a hacer rellenando el formulario 1 (ej. besarse, levantar pesas, viajar, etc.).
2. Deberán especificar por adelantado lo que se les da bien rellenando el formulario 2 (ej. bailar, el esquí acuático, conversar, etc.).
3. Deberán tener conocimientos básicos de psicología y sociología.
4. Tendrán la obligación de velar, bajo cualquier circunstancia, por los intereses del grupo Alps.
5. Deberán respetarse los unos a los otros.
6. Solo tendrán derecho a cambiar de apodo dos veces y no podrán elegir uno que pertenezca a otro miembro de Alps. Dicho apodo deberá hacer alusión explícita a una montaña de los Alpes, nunca a algo general o irrelevante (ej. rubia, maestra, dragón, etc.).
7. No podrán hablar de las actividades de Alps con personas ajenas a la compañía.
8. En caso de ser necesario, deberán someterse a la prueba del Club de Gimnasia.
9. Deberán ser mayores de 14 años de edad.
10. Deberán mostrarse siempre elegantes y limpios, ser puntuales y mantener el control de la situación en todo momento.
11. Nunca deberán implicarse emocionalmente con los clientes o mantener relaciones íntimas con ellos.
12. No podrán cambiar su apariencia física sin el consentimiento del jefe (ej. teñirse el pelo, adelgazar o engordar, llevar lentillas de colores, etc.).
13. Deberán ser capaces de mostrar expresiones faciales convincentes (tristeza, felicidad, desesperación, etc.).
14. Deberán hacer honor a su título de miembro de la compañía y estar dispuestos a matar y morir por ella.
15. Nunca se atacarán los unos a los otros y deberán abogar por el trabajo en equipo.
Pero, lo que podía haber sido una aventura de acción, terror y ciencia ficción, altamente perturbadora, se decanta, una vez más por la experimentación. La idea no está a la altura de lo narrado y el ritmo es lento y fatigoso. Aun con estas fallas, la película fue acreedora al Mejor Guion en el Festival de Venecia del 2011.
“Langosta” (The Lobster, 2015), insistía en la distopía como camino en la filmografía del director griego. En este mundo los solteros son tratados como criminales y enviados al “Hotel”, en el que tienen el deber de encontrar pareja en un lapso de 45 días. Cumplido el lapso, los fracasados son convertidos en animales y enviados a un bosque cercano. David (el personaje interpretado por Colin Farrell), en caso de fallar, opta por ser convertido en langosta. Elementos aparecidos en títulos anteriores de Lanthimos se repiten en este: cuerpos que sangran, que sufren hemorragias, que cojean, que se hieren, que experimentan con la asfixiofilia, que rompen paredes invisibles de mundos cerrados y escapan. Los personajes de David y la Mujer miope (Rachel Weisz), que se encuentran y aman, una vez han traspuesto los límites de “Hotel” y accedido a otra sociedad marginal, la de los “Solitarios” del bosque, tienen una correspondencia patética con los amantes transgresores Lemmy Caution y Natascha, de la “Alphaville” (1965) de Godard. Como en el caso del francés, la ciencia ficción del griego es presentada de manera muy diferente, prescindiendo de la parafernalia CGI y la pirotecnia visual a que nos tiene acostumbrados el cine de Hollywood.
En su más reciente filme, “El sacrificio del ciervo sagrado” (The Killing of a Sacred Deer, 2017), Lanthimos reclama su herencia clásica adaptando a la post modernidad el mito de Ifigenia que narra el sacrificio, por parte del rey Agamenón, del ciervo sagrado de la diosa Artemisa, por lo cual esta castigó a la flota del rey con quedarse sin poder partir a Troya, hasta que Ifigenia, hija de Agamenón, fuera sacrificada y el viento volviera, entonces, a soplar. En esta película la amistad, que parecería pedófila, entre el doctor Steven (Collin Farrell) y el adolescente Martin (Barry Keoghan, a quien vimos en la “Dunkerke” de Christopher Nolan), se revela como un acto de venganza, elemento nunca ajeno en los mitos griegos.
Escribió en cierta ocasión Octavio Paz que, si los libros de Carlos Castaneda narraban experiencias reales (o, mejor dicho, suprarreales), lo eran de una manera extraña, pues hablaban de la derrota de la ciencia (la antropología) por parte de la magia. En “El sacrificio del ciervo sagrado”, la profecía, que se dijera antigua, perteneciente a un pasado supersticioso y expresada a la manera de una Casandra, derrota a la ciencia en los inicios del Siglo. Martin funge como una especie de “Ker” mitológico, es decir, un demonio alado como la peste o la muerte, que anuncia a Steven la dislocación corporal paulatina de sus hijos, hasta alcanzar la muerte, debido al fallecimiento de su padre en el quirófano, entendemos que, por una negligencia médica, por parte de Steven. A menos, por supuesto, que uno de los hijos del médico sea sacrificado para el salvamento total de la familia. El terror permea la trama. La música conecta, por instantes, con el Kubrick de “El resplandor” (The Shining, 1980) y “El espejo” (Zérkalo, 1975) de Tarkovski, sin rendirse por una u otra de estas significativas películas. Lanthimos es el mismo Lanthimos que antes, apenas un poco mejor, más movido, más comprensible, dentro de lo que cabe, en su rareza y pretensión. A pesar de esto la historia atrapa y, si bien la empatía con los personajes no es total, sí transmite esa intranquilidad y malestar en el espectador, tan cara al director.
Un humor nervioso, oscurísimo, atraviesa la obra de este realizador griego. Haneke y Pasolini ejercen una sombra larga sobre sus títulos, en especial, el personaje mesiánico, catalizador y purgante del espíritu de la “Teorema” del director italiano, que se corresponde con el Martin de “El sacrificio del ciervo…”, que también encarna el largo acoso de los secuestradores que se regodean en la “Funny Games” del austríaco. Su filmografía es defectuosa pero original e inquietante. Sus dones se muestran por el absurdo y con el absurdo. Sus personajes se mutilan porque su parte emotiva está mutilada o en proceso de mutilarse, como el mundo que nos rodea, con esta tendencia patética de blandenguería a principios del Siglo XXI, que bien sabe reflejar en sus filmes.
Con todo esto, el cine de Lanthimos puede tomarse como un trago amargo, un largo bostezo, una impostura o una genialidad. Con “El sacrificio del ciervo sagrado” alcanza su película más lograda sin dejar, por esto, de ser insatisfactoria y anuncia a un director que, en el futuro, tenemos que seguir volteando a ver, aunque el paisaje que nos pinte por su particular ventana no nos guste a todos ni tenga, por ello, que tener, necesariamente, una explicación única y coherente.