Por Hugo Lara Chávez*

Dentro del cine de la revolución mexicana, son pocas las películas que han ensayado los géneros del terror y la fantasía, a pesar de que sobran motivos y personajes para haberlo intentado.  En primer lugar habría que tomar en cuenta que lo sobrenatural está vinculado directamente con Francisco I. Madero, la gran figura del levantamiento contra el dictador Porfirio Díaz. Madero era un devoto practicante de la doctrina del espiritismo y durante años fungió como médium escribiente que hacia eco de su hermano muerto y otros espíritus. Esas comunicaciones con el más allá terminaron por encauzarlo a dirigir la lucha revolucionaria, según consignan sus propios diarios espiritistas.

Por otro lado, las leyendas de fantasmas, muertos y maldiciones revolucionarias aparecen en algunos filmes como “El ahijado de la muerte” (Norman Foster, 1946) sobre un personaje que es apadrinado por la muerte y corre grandes peligros letales incluyendo el más grande de todos: el del amor;  así llega a viejo para sumarse a la revolución en lo que parece que será su última batalla. En “Río Escondido” (1947) el personaje de María Félix, una maestra impuntual y esquizofrénica, escucha voces que provienen de la campana de la independencia, del edificio de Palacio Nacional y de los murales allí pintados por Diego Rivera. “El escapulario” (Servando González, 1968) es un ensamble de tres historias con un componente fantástico, precisamente el amuleto que da nombre al filme y que gira en torno a una mujer que agoniza y la historia de sus hijos, uno de ellos militar de la revolución. En “Ensayo de un crimen” (1955), la película de Luis Buñuel, se menciona el curioso don del protagonista para provocar la muerte de aquellas personas que le resultan indeseables, cuyo descubrimiento ocurre cuando el personaje aun es niño y se enfrenta a la muerte de su institutriz a causa de una bala perdida durante la revolución.

Otras películas que tienen algún elemento fantástico es “La Generala” (Juan Ibáñez, 1970), donde hay una secuencia onírica donde María Félix aparece como una sacerdotisa rodeada de mujeres harapientas, que acuden a la crucifixión de un enano y un caballo. En el universo de las alucinaciones cinematográficas, también podría anotarse “Pafnucio santo” (1975) de Rafael Corkidhi, donde un emisario divino se encuentra con Emiliano Zapata, encarnado por la actriz Gina Morett. En épocas más recientes, Alfonso Arau endosó al Caudillo del Sur poderes mágicos propios del chamanismo en “Zapata: el sueño del héroe” (2004)  con tantos excesos que el director se permitió una frase inolvidable: “Sí violé a la historia, pero creo que le hice un hijo muy bonito”[1].

Finalmente, cabe recordar la estupenda cinta “La Cebra” (2012) de Fernando Javier León, un curioso relato ambientado en la revolución mexicana, que resulta también una sátira corrosiva sobre la realidad social y política del México contemporáneo. Si bien está más cerca de la farsa, hay por allí una hilarante escena de espiritismo.

Ahora bien, resulta lógico que la fantasía y el terror (géneros históricamente considerados menores) no fueran las vías comunes del cine nacional para explorar la revolución, dadas las enormes cicatrices que ese episodio de la historia había dejado en la sociedad mexicana, un suceso traumático en varios sentidos que hacía muy difícil que las generaciones que lo vivieron lo tomaran con ligereza o con humor. Además, ya había sobrado terror, crudeza y brutalidad en la iconografía que se desprendía directamente de esa guerra, en las fotografías de Casasola, Antonio Garduño,  Hugo Brehme, José Mora y otros, así como en los documentales fílmicos de Salvador Toscano, Jesús H. Abitia, los hermanos Alva, Enrique Rosas y otros. De tal modo, las películas de cineastas emblemáticos que surgieron con el cine sonoro de ficción en su primera etapa (allá por los años 30), como Miguel Contreras Torres, Fernando de Fuentes, e incluso Emilio Fernández o Juan Bustillo Oro, por lo general se acercan a ese ámbito con una buena dosis de gravedad o al menos de melodrama, toda vez que lo vivieron en carne propia.

En esta presentación nos centraremos en dos películas en particular, “El tesoro de Pancho Villa” y “El secreto de Pancho Villa”, ambas dirigidas por Rafael Baledón en 1954, películas de serie B que ofrecen luces sobre el contexto revolucionario en el imaginario popular de su momento.

Antecedentes

El hecho de que la revolución mexicana no haya sido frecuentado por las historias del género de terror o fantástico tiene que ver con otras circunstancias. En primer lugar, como es bien sabido, la revolución fue un estandarte del régimen que se asentó con el triunfo militar de Álvaro Obregón, al que siguió la consolidación política ejecutada por Plutarco Elías Calles y las reformas de algunos de los presidentes siguientes que le dieron forma al engendro más perverso de la revolución: el PRI.

De esta manera, mayoritariamente las películas de la revolución hechas en el país durante la época de oro e incluso décadas después (me refiero a las películas de ficción), contribuyeron a construir una imagen idealizada de la gesta, como componente de la propaganda del régimen y su extensa red de intereses. Si bien hay algunas excepciones valiosas, como la trilogía sobre la traición revolucionaria de Fernando de Fuentes con “El prisionero 13” (1933), “El compadre Mendoza” y “Vámonos con Pancho Villa” (1935), esa imagen idealizada tenía que exaltar necesariamente el heroísmo de los revolucionarios y de la bola, es decir, del pueblo.

Para los grupos en el poder, donde estaban convenientemente acomodadas las cabezas de la industria cinematográfica, era necesario elevar la causa popular como logro máximo de la lucha armada, y el cine, el mayor instrumento de propaganda de la época, era una herramienta muy conveniente para expresar esa noción. Así, en el imaginario colectivo, el heroísmo popular era compartido principalmente por los soldados y oficiales villistas, zapatistas y carrancistas, mientras que el villano más cómodo fue el usurpador Victoriano Huerta, incluso por arriba del dictador Porfirio Díaz, al que recurrentemente se le aludía con nostalgia.

Sobre el heroísmo compartido por las facciones revolucionarias (villistas, zapatistas y carrancistas), hay películas que dejan ver una posición de choque, como “Vino el remolino y nos alevantó” (1949) de Juan Bustillo Oro, donde se narra la historia de dos hermanos que son separados por la guerra y que pelean en bandos diferentes (villista y carrancista), aliados primero y enemigos después.

Y es que dentro del cine de ficción, inclusive varias películas consideradas joyas como “Flor Silvestre” (1943) o “Enamorada” (1946), ambas de Emilio Fernández, la revolución era el trasfondo épico al servicio de romances tormentosos y muy conservadores, en los que no había una gran preocupación por discernir sobre ideologías, aunque eso tampoco las despojaba de su carga propagandística inherente, orientada a lo que ya mencionábamos antes, la exaltación de un supuesto triunfo popular guiados por valores democráticos y republicanos.

Álvaro Vázquez Mantecón en su ensayo “La presencia de la revolución mexicana en el cine: apuntes hacia un análisis historiográfico” (Cine y Revolución) lo refiere así: “En los años cuarenta la revolución filmada perderá el carácter crítico que había manifestado en la década anterior. Son los años de la Época de oro y las grandes producciones del cine industrial, pero también del “adecentamiento” de la revolución  a partir de la llegada al poder de Manuel Ávila Camacho, un hombre moderado que restablece la confianza de los productores en el régimen. De manera consecuente, la representación de la lucha armada perderá ese sentido metahistórico de triunfo de la traición para transformarse en la lucha desgarrada que da origen a un país de instituciones”.

Partes mutiladas

Entre los rostros heroicos de la revolución mexicana, Pancho Villa es la figura más representada en el cine, como lo establece de manera precisa Eduardo de la Vega Alfaro en su ensayo “Los caudillos revolucionarios en el cine eran seis: Pancho Villa”[2] Amén a su gran carisma y arrastre popular, a sus legendarias hazañas, su inteligencia y sagacidad, el Centauro del Norte fue el favorito de los creadores cinematográfico que lo representaron en decenas de películas, desde sus propias apariciones para los noticieros estadounidense de la Mutual Film Company hasta representaciones más recientes en Hollywood, como la realizada por Antonio Banderas  en “And starring Pancho Villa as himself” (2004) de Bruce Beresford. El cine mexicano le dio un generoso espacio en numerosos roles, donde Villa aparece como protagonista o personaje incidental.

Entre las películas más recordadas en torno a su figura se encuentra la trilogía de Ismael Rodríguez: “Así era Pancho Villa” (1957), “Pancho Villa y la Valentina” (1958) y “Cuando ¡Viva Villa! es la muerte” (1958), una serie de aventuras que daban cuenta de las hazañas del general duranguense con humor, drama y romance. Villa fue encarnado aquí por el actor Pedro Armendáriz, de gesto adusto y socarrón.

Las tres películas tienen la curiosidad de que son narradas por Pancho Villa, o más bien por su cabeza. Esta idea del guión proviene de la auténtica y macabra noticia de la profanación de la tumba de Villa en la madrugada del 6 de febrero de 1926.  Fue un sonado escándalo y el caso desató un gran misterio sobre el destino de la cabeza del general, que había sido asesinado casi tres años antes, el 20 de julio de 1923. En su momento, se dijeron varias hipótesis: que fue el desquite de Obregón por la mano que perdió en la batalla de Celaya; que fue objeto de una fallida transacción comercial entre un general y unos  comerciantes gringos; que se exhibió en Estados Unidos en el circo Ringling Brothers; que acabó en manos de la sociedad secreta de la Universidad de Yale llamada Skull and Bones, en fin… Lo cierto es que toda esa mitología es usada por Rodríguez para darle vida a un narrador gran guiñolesco cercano al cine de terror y fantástico: en la primera secuencia de “Así era Pancho Villa”,  el general nos muestra su tumba y explica que su cabeza se encuentra en el extranjero, en un gran almacén donde se observa un frasco de formol con la testa desfigurada, después de que precisa que pasó por un instituto donde fue estudiada. Es una imagen poderosa y espeluznante que impactaba a muchos de los niños que vieron la película.

Al respecto, hay que mencionar otro título, “La cabeza de Pancho Villa o La hermandad de las calaveras” (1957) de Chano Urueta con guión de Ramón Obón, un filme más cercano al western con Luis Aguilar como charro cantor. La trama trata sobre un vaquero cantante y su compañero que se encuentran en conflicto con un culto misterio que adora a la cabeza de Pancho Villa, metida en una caja..[3]

Como quiera que sea, es curioso que esta imagen de la cabeza de Villa estuviera efectivamente tan relacionada visualmente con el brazo de Álvaro Obregón, su acérrimo rival, que fue conservado por muchos años en un frasco de formol que se exhibía en el Monumento del general en la Bombilla, en San Ángel, donde fue asesinado. Yo tuve ocasión de visitar alguna vez el monumento y observar aquel amasijo de carne que ocupaba el sitio de honor en el interior del monumento, lo que era una experiencia fascinante y repulsiva al mismo tiempo.  Elena Poniatowska describió que “la mano de Obregón se pudrió, se encogió y se deshizo en espaguetis”, así que fue cremada por la familia en 1989, después de más de 50 años de permanecer en exhibición para el morbo de los visitantes, desde 1935.

Como paréntesis, vale la pena mencionar que los miembros mutilados en la historia de México ocupan un sitio especial, donde  se recuerdan los casos de la pierna de Antonio López de Santa Anna, objeto de un suntuoso entierro; o el corazón del político decimonónico Melchor Ocampo, que todavía se encuentra en una urna en formol en el Colegio de San Nicolás, Michoacán, a la que él mismo pidió que se donara y que al parecer no se ha deshecho en espaguetis, sino que se conserva decorosamente desde que fue fusilado en Tepeji del Río en 1861.

Pero volviendo a Pancho Villa y la trilogía fílmica de Rodríguez, hay que señalar que, si bien no son películas ni del género de terror o fantástico, si tienen ese componente macabro o sobrenatural que supone un narrador muerto, representado por la famosa cabeza en el frasco de formol.

Continuará…

LEE: El terror y la fantasía en el cine de la revolución mexicana. Parte 2.

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NOTAS

* Este texto fue presentado en el Coloquio “Invadiendo las pantallas: La representación cinematográfica de la Revolución mexicana y su recepción dentro y fuera de México”, organizado por el Colegio de México y el Instituto Nacional de de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana (INEHRM), el 31 de marzo y 1 de abril de 2016.

[1]  Revista Proceso. “Risas y sarcasmos desata el filme ‘Zapata. El sueño del héroe’. México, 28 de abril, 2004.

[2] Cine y revolución, Imcine, 2010

[3] Western Movies: A Guide to 5,105 Feature Films, 2d ed. Escrito por Michael R. Pitts
 

Por Hugo Lara Chávez

Cineasta e investigador. Licenciado en comunicación por la Universidad Iberoamericana. Director-guionista del largometraje Cuando los hijos regresan (2017). Productor del largometraje Ojos que no ven (2022), entre otros. Director del portal Correcamara.com y autor de los libros “Pancho Villa en el cine” (2023) y “Zapata en el cine” (2019), ambos con Eduardo de la Vega Alfaro; “Dos amantes furtivos. Cine y teatro mexicanos” (coordinador) (2015), “Luces, cámara, acción: cinefotógrafos del cine mexicano 1931-201” (2011) con Elisa Lozano, “Ciudad de cine” (2010) y"Una ciudad inventada por el cine (2006), entre otros.