Por Rodrigo Garay Ysita

Entre la selección de películas (gratuitas: adjetivo que nunca sobra) que trae el My French Film Festival de este año, elegir los dos cortometrajes para este texto, Que viva el emperador y La película del verano, fue una decisión más que nada azarosa, motivada quizás por cosas triviales como sus carteles y un vistazo rápido a los perfiles de quienes los habían hecho (y eso no me dijo mucho). Se hizo, sin embargo, con una esperanza medio ilusa y autoritaria de encontrarles temas comunicantes, nexos que facilitaran un comentario uniforme.

Resultó que poco tienen en común, salvo que en ambas hay un hombre que sufre internamente y es su contacto con otra persona —una mujer y un niño, respectivamente— lo que lo saca de sí mismo. Y el escape no le dura mucho.

Que viva el emperador
(Que vive l’Empereur, Aude Léa Rapin, 2016)

Vestido con el uniforme propio de la infantería napoleónica, Bébé practica el tiro perfecto. Su mujer, Ludo, lo asiste en los ensayos con impaciencia, excluida de una afición que es más importante para él de lo que parece: la recreación histórica de la Batalla de Waterloo. Entre las filas de actores, Bébé puede desintegrarse en un movimiento magnífico y altruista, motivado por la inspiración de ver al emperador caminar entre ellos, unificándolos. El Chant du départ literalmente suena en su cabeza.

La crisis del soldado, apenas evidente en pequeñas desesperaciones que van creciendo hasta una ebullición mínima, puede ser por una fractura provocada por el acto de representar. El juego de ser y no ser («Para que se vea real, no podemos fingir»), metáfora en la luz crepuscular que tiñe las discusiones y caminatas de la película: con el sol bajo el horizonte, ya no es de día pero tampoco de noche, y Bébé no es nadie en el presente, aunque gracias a un rito dramático tiene acceso a la tradición y la grandeza del Primer Imperio, también, al borde de la decadencia.

¿En dónde queda Ludo si la compañía que ella ofrece palidece en comparación?


La película del verano
(Le film de l’été, Emmanuel Marre, 2017)

Las películas de carretera suelen ser historias de gente que viaja para conocerse y arreglarse; escapan de un problema para buscar la solución en el camino o, a veces, encontrarla por coincidencia. En La película del verano nadie se arregla y no sabemos qué provoca la fuga discreta de Philippe, quien oculta muy bien su depresión acompañando de viaje a su amigo Aurélien y al hijo de éste, Balthazar.

El lapso breve que pasan juntos tendría que ser la negociación de su suicidio. El niño, sin saber lo que en realidad está pasando, se encariña con él en el flujo de unas vacaciones improvisadas, un ambiente creado por la isotopía veraniega: ráfagas de viento y de agua, fruta fresca al aire libre, cervezas en el río y gasolineras solitarias.

Así como la estación y el ocio se hacen visibles a través de estos objetos, las intenciones depresivas de Philippe se materializan en un disco de Simon & Garfunkel; como símbolos, las cosas que se huelen y se tocan están ahí para significar lo que no se está diciendo. Con sus colores desaturados y su encuadre cuadrado, el aire Polaroid que le brinda carácter de cine casero, La película del verano es en sí misma un objeto cargado de nostalgia.