Por Pedro Paunero
Eva… tienes que dejarte de esas tonterías acerca de
murciélagos y vampiros. ¡Estamos a finales del Siglo XIX!
Billy the Kid contra Drácula.
Cuando la casa “Mascot Pictures”, especializada en seriales de bajo presupuesto (cuyo tiempo de precaria gloria abarca los años de 1927 a 1935), creó “El imperio fantasma” (The Phantom Empire, 1935), compensó con creces, a lo largo de doce capítulos, un rarísimo argumento en el que se combinaban elementos tan estrambóticos como un rancho (el llamado “Radio Ranch”) desde el cual un vaquero y cantante transmitía por la radio un programa musical, con una civilización perdida (los súper avanzados, tecnológicamente hablando, “muranos”, miembros de una tribu perdida del supuesto continente de Mu), que viven debajo de sus terreno, liderados por Tika (Dorothy Christy), una reina blonda y hermosa, pero dictatorial, en cuyo imperio sirven robots, se usan pantallas de televisión, y se valen de pistolas de rayos para defenderse.
En la “Mascot”, había más interés en lo redituable que pudiera ser la historia que en la clara consciencia de convertirse en pioneros de un nuevo subgénero, el del “Weird West”, con esa trama de vaqueros como protagonistas –Gene Autry, uno de los padres de la música “Country”, interpretando un papel similar al suyo en la vida real–, y aquellos elementos “extraños” (weird) que irrumpen en una geografía típicamente americana, la del “Far West” (el “lejano Oeste”). Según se cuenta, el argumento se le había ocurrido al veterano actor del cine mudo –y guionista– Wallace MacDonald (1891–1978), que había actuado al lado de Chaplin, mientras se encontraba bajo los efectos de la anestesia, en el consultorio del dentista.
Y no es que, antes de “El imperio fantasma”, no hubieran existido ejemplos de historias “Weird West”, pues “El hombre de vapor de las praderas” (The Steam Man of The Prairies, 1868), una humilde “dime novel”, es decir, una novela barata, escrita por Edward S. Ellis (1840–1916, y a quien no debemos confundir con el actor de “The Thin Man”, de Van Dyke), había comenzado ya el subgénero, mezclando los elementos que ahora consideramos como de Ciencia ficción en su vertiente “Steampunk”, un “Steam Man” (un robot que funciona con la fuerza del vapor), capaz de tirar de una carreta en la cual viaja su inventor y unos amigos, hacia las regiones del lejano Oeste. El primer paso estaba dado. Si la literatura del Far West, fundada por Bret Harte (1836–1902), en sus “Relatos californianos”, incluía todo lo que el cine haría suyo, un héroe mítico, forajidos de leyenda, la conquista de los territorios, las diligencias, los ganaderos, los indios, el “Saloon” con sus broncas, y las chicas, y los tahúres, se reconocía como uno de los auténticos géneros americanos –junto con el cine de zombis caníbales, creación de George A. Romero–, o el género estadounidense por excelencia (repitiendo ciertos arquetipos de los mitos griegos, por otro lado), el cine –con una notable influencia de los modos, formas y constantes europeas–, asimilaría de manera más o menos fácil, los cuentos del folklore europeo o los monstruos literarios del Viejo continente, a saber, los vampiros, espectros, y el Monstruo de Frankenstein, para su propia geografía, ya mitificada desde aquel lejano “primer” Western que es “Asalto y robo de un tren” (The Great Train Robbery, 1903), de Edwin S. Porter.
Por esto resulta un tanto raro que no sea sino hasta 1957 que, Jacques R. Marquette (productor de “La mujer gigante” o “Attack of the 50 Foot Woman”, en su original en inglés, dirigida por Natan Juran en 1958), aprovechando la ola de ínfimas producciones de terror, a través de las cuales el cine estadounidense descubría la rica veta que el público adolescente podía aportar en los autocinemas –en jugosas entradas de taquilla–, estrenara “El monstruo adolescente” (Teenage Monster), cuyo título inicial sería “Monster on the Hill”, cambiándolo al añadirle el adjetivo “adolescente”, para inscribirla así en la lista de películas de explotación, en la moda de todas aquellas cintas baratas a las que se añadía dicho adjetivo como gancho publicitario pero que, realmente captaban algún elemento –cultural o psicológico– en el cual la juventud podía reconocerse, y que explicaría el éxito de tales filmes. En la trama se incluía por primera vez un elemento extraterrestre (la caída de un meteorito), que provocaba la mutación del joven Charlie Cannon (Gilbert Perkins), convirtiéndolo en una especie de Hombre lobo –sin ser realmente un hombre lobo–, o bestia hirsuta y asesina (con maquillaje cortesía del legendario Jack Pierce), recluido por sus familiares en el sótano de su casa, situada en una zona rural. En esta cinta, una vez más, en una metáfora innoble, el adolescente era retratado como un ente capaz de albergar dentro de sí a una bestia, pronta a surgir en determinado momento. Fue el primer “Weird West” que mezclaba, como en un cóctel “agitado y revuelto”, una historia donde el terror y la Ciencia ficción se estrechaban la mano.
Ciencia ficción, ya sin elementos de terror, pero con vaqueros y extraterrestres que campearán a sus anchas, aparecen en la reciente “Cowboys & Aliens” (2011), con Harrison Ford en el rol principal, valiéndose de la típica pirotecnia visual que sólo pueden ofrecer los efectos CGI, y cuyo antecedente se remonta a la serie de televisión “Espías con espuelas” (The Wild Wild West, 1965–1969), en la que, aparte de los elementos mencionados, se introducía la figura de Jim West (Robert Conrad), un James Bond al estilo “Steamer” (Steampunk), que se vale de todo tipo de artefactos decimonónicos de Ciencia ficción, en pleno Viejo Oeste, con un elemento extra: las artes marciales.
A menudo se cita a “El monstruo adolescente” como el primer “Weird West”, olvidando (o ignorando) que, un año antes, “La bestia de la montaña” (The Beast of Hollow Mountain), la más atípica colaboración del realizador mexicano Ismael Rodríguez, en co–dirección con Edward Nassour, presentaba ya un tipo de personajes que, mejor desarrollados en la trama de “El valle de Gwangi” (The Valley of Gwangi, Jim O´Connolly, 1969), hacían de las suyas en un Oeste tardío: vaqueros y dinosaurios. En la entrañable “La bestia de la montaña”, que sería mejor denominar como “Weird Rancho” (filmada en los mexicanísimos Estudios Churubusco), un niño mexicano (en cuyo guion original posee como improbable mascota a un toro), descubre la causa de la desaparición del ganado: un dinosaurio. En “El valle de Gwangi” resulta inolvidable la secuencia de los vaqueros a caballo, lazando con sus reatas –al más puro estilo del rodeo y gracias al talento del equipo de Ray Harryhausen– al tiranosaurio (el “Gawangi” del título), que vive detrás de una montaña, en un valle perdido, para atraparlo y exhibirlo en un espectáculo de circo ecuestre. Los referentes a “King Kong” son transparentes, y repetitivos desde entonces.
Entre las producciones más extrañas, y más antiguas, que el “Weird West” de los años 30´s nos legó, se inscribe la incorrección política de “El terror de Tiny Town” (The Terror of Tiny Town, 1938), con un elenco por entero constituido por actores enanos, provenientes de la compañía artística “Singer´s Midgets”, que luego pasaría a formar a los multitudinarios Munchkins de “El mago de Oz” (The Wizard of Oz), de Victor Fleming, al año siguiente. La historia carece de originalidad, pero su torpeza narrativa y actoral se enriquece, en la medida en que vemos a los pequeños actores esforzarse en sacar adelante la película.
“Maldición diabólica” (Curse of the Unded, 1959), dirigida por Edward Dein, es considerada por algunos críticos estadounidenses como el primer “Weird West” en el que hace su aparición un vampiro. Pero, estrictamente hablando, México ya había ofrecido el primer trabajo pionero con “El vampiro” (1957), y su secuela “El ataúd del vampiro” (1958), ambas de Fernando Méndez, en un subgénero que apenas ha tenido continuidad, el del “Weird Rancho” o, más restringidamente, el “Weird Hacienda” o “Uncanny Hacienda” (en los Estados Unidos la película ha recibido el mote de “Dracula on a Hacienda”), dentro del más amplio “Mexican Weird Western” (véanse, por ejemplo, “La nave de los monstruos”, dirigida por Rogelio A. González, estrenada en 1960, “El charro de las calaveras”, dirigida por Alfredo Salazar García en 1965, o “El extraño hijo del Sheriff”, dirigida por Fernando Durán Rojas, en 1982), que traslada un vampiro europeo a locaciones mexicanas, con lo que también podría catalogarse –más tangencialmente– de “Folk Horror”. A esta categoría pertenecen películas de culto como “El hombre de mimbre” (The Wicker Man, 1973), de Robin Hardy, que en absoluto contiene elementos del Oeste, pero sí es una especie de compendio antropológico de la “Vieja religión”, ganado para el misterio policíaco y el horror, o la reciente y hermosa “Midsommar: el terror no espera la noche” (Midsommar, 2019), de Ari Aster.
En “Maldición diabólica” tenemos al típico pueblo acosado por una banda, la de Buffer (Bruce Gordon), descarado retador del Sheriff (Edward Binns), que se las apaña solo para mantenerlo a raya. Llega un pistolero, Drake Robey (Michael Pate), de aspecto elegante y vestido de negro, tan rápido con el revólver como misterioso en sus conductas. Buffer asesina al Dr. Carter (John Hoyt) por un conflicto de tierras y su hija, Dolores (Kathleen Crowley), jura ante el predicador Dan Young (Eric Fleming), que pactará con el mismísimo diablo con tal de librar al pueblo de tal asesino. La joven, apenas termina de pronunciar la frase, cuando debe acudir a abrir la puerta pues alguien ha tocado. Abre, y ahí está Robey, que le extiende el cartel –pagado por ella–, donde ofrece una recompensa de cien dólares por Buffer quien, como es obvio, se había sentido –cínicamente– indignado por tan mísera cantidad ofrecida por su cabeza. Dolores presenta a Young con el recién llegado, pero este aparta la vista del botón que lleva en la solapa, y cuyo brillo se refleja en su rostro, en donde puede verse una cruz grabada. El pistolero se sorprende del “inusual botón”, y el predicador explica que está hecho con un “auténtico clavo” de la crucifixión de Cristo. Ella aloja a Robey en su casa, mientras termina su “trabajo”, pero el predicador, como es de esperarse, jura que evitará que este termine el trabajo que ha llegado a ejecutar.
El rostro duro, como modelado a hachazos, de Michael Pate, consigue que le compremos el papel como pistolero, el de vampiro no tanto, sobre todo cuando comienza a alimentarse del blanco cuello de Dolores, y comprendemos que el irritante predicador tenga que cumplir su misión –toda la empatía del espectador la logra atraer Robey, y ese es un punto para la película– y aliarse con el Sheriff para evitar el asesinato de Buffer, e impedir que la chica se pase al lado del chupador de sangre. Su secreto, como descubre Young al dar con un diario escondido en el doble fondo de la caja donde se encontraran los documentos de propiedad de los Robles, antigua familia española que donara (?) sus tierras a la familia de Dolores, es sorprendente. Robey no es otro que Drago, el hijo mayor de la acaudalada familia hispana, y quien asesinara a Roberto (Henry Delgado), su hermano, al sorprenderlo teniendo amoríos con su novia, Isabella (Jeanna Cross). Aunque breve, no podemos pasar por alto la escena en la cual Isabella es presentada como la estereotipada latina caliente y adúltera, que Hollywood volvió icónica y ofensiva, aunque tampoco podemos ignorar el hecho de que Dolores, por momentos –acaso por venganza, acaso por estar bajo los efectos del vampiro– se conduzca como una niña mimada. Un hecho interesantísimo es el que Drago vuelva como vampiro, debido a haber cometido el pecado del suicidio –no por “contagio”–, ahora como Robey, y a sus viejos dominios, pero su secreto no estará a salvo, y mucho más si se toma en cuenta que, tanto el predicador, como él, se han enamorado de Dolores.
“Maldición diabólica” se vale de la premisa de la rancia familia bajo la cual ha caído una maldición (el vampiro sigue siendo ajeno a la cultura estadounidense), pero la sabe trasponer al ámbito del Far West –como hiciera Fernando Méndez al situarlo en el campo mexicano– con convicción y destreza, aunque la fácil explicación del vampirismo de Drago sólo se apunte en una pincelada y se dé por hecho, sin profundizar en un punto que hubiera resultado sumamente sugestivo de explorar. Este “gótico americano”, que no pasa de ser una película de Serie B, eleva el listón por la convincente puesta en escena, la hermosa fotografía, debida a Ellis W. Carter (1906–1964), prolífico fotógrafo de seriales y de la prodigiosa “El hombre increíble” (The Incredible Shrinking Man, 1957), de Jack Arnold, y la tristeza que la impregna, capaz de empatizar con el espectador, pues no cabe duda que este se pondrá del lado de Drago/Robey, por mucho que desangre a algunas víctimas.
Como varias de estas producciones –ya he señalado más arriba que “El imperio fantasma” se le ocurrió a su guionista bajo los efectos de una droga–, el origen de “Maldición diabólica” no fue deliberado. El guion fue escrito en conjunto por su director y su esposa, como una sátira, en principio, de las películas de vampiros, pero se la tomaron en serio y pusieron alma y corazón, irónicamente, en tal idea.
En 1966 se estrenó “Billy the Kid contra Drácula” (Billy the Kid Versus Dracula), dirigida por William Beaudine (1892–1970), el veterano director que tenía en su haber “Gorriones” (Sparrows, 1926), uno de los más prestigiosos –y hermosos– títulos del cine mudo, con Mary Pickford en el papel principal. Cuesta trabajo creer que este y el siguiente, “Jesse James vs la hija de Frankenstein” (1966), igualmente en la línea del “Weird West”, constituyan los “testamentos” cinematográficos de uno de los titanes del cine pionero de Hollywood. Ambos filmes son infames en cuanto a calidad e historia, pero una ojeada a la filmografía de Beaudine quizá nos aclare un tanto las cosas: después de aquél título mítico, el realizador abunda en películas de Serie B, incluyendo las divertidas y entretenidas cintas en las que aparecía Charlie Chan, el detective chino americano (interpretado por varios actores, pero memorablemente por Warner Oland, y de quien me ocuparé en su momento), creación literaria de Earl Derr Biggers, a quien es un deleite leer, y a las cuales no se les pueden poner muchos reparos como adaptaciones de bajo presupuesto, y que es la manera en que estas deben de verse.
La culpa fue de Joseph E. Levine (1905–1987), quien comenzara como restaurantero, pasaría a ser propietario de una sala de cine, posteriormente distribuidor de películas de bajísima calidad, y que lograría elevarse a la categoría de gran distribuidor con títulos como “Roma, ciudad abierta” (Roma, cittá apperta, 1945) de Roberto Rossellini, o “Ladrones de bicicletas” (Ladri di biciclette, 1948), de Vittorio De Sica, a través de su exitosa compañía “Embassy Pictures”, que tuvo una vida útil entre los años 1942 a 1986, y responsable, igualmente, de distribuir una de las películas más importantes de la historia, “El graduado” (The Graduate, 1967), de Micke Nichols, y catapultar al estrellato internacional a Sophia Loren. Con la conversión de “Embassy” en casa productora, en asociación con “Paramount Pictures”, Levine permaneció como productor ejecutivo y su nombre devino en sinónimo de genio del marketing. En la vena de aquellas producciones de dudosa calidad que distribuyera en sus primeros años, para Levine “Billy the Kid contra Drácula” y su par, “Jesse James vs la hija de Frankenstein”, no serían sino telefilmes desechables, el primero de los cuales incluiría a un actor que todavía se encontraba lejos de la decadencia –actuaría hasta bien entrados los años ochenta–, y uno de los más importantes entre los nombres del horror barato, John Carradine (1906–1988), que tendría sobradas razones para detestar su pobre actuación en dicha cinta.
Carradine expresó, un tanto desalentado, no en una sino en varias ocasiones, que se arrepentía de haber actuado en una sola película –a pesar de haber trabajado en algunas de las peores–, y esta no era otra sino “Billy the Kid contra Drácula”. Con más parecido al mago Mandrake de las tiras cómicas, o a un hipnotista de feria que a un Drácula aristocrático –repite el vestuario ridículo que llevara en “La mansión de Drácula” (House of Dracula, Erle C. Kenton, 1945), aunque, sería mejor apuntar que, en realidad, dicho vestuario le sentaba ridículo sólo a Carradine, y no a Bela Lugosi, por señalar a otros vampiros de alcurnia–, interpreta a James Underhill, nombre bajo el que se oculta el Conde, a quien vemos primero con forma de murciélago de plástico, dar cuenta de una chica dormida, a la sombra de una caravana de carretas, para luego ser recogido al borde de un camino por una diligencia. Drácula asume la identidad de Underhill (William Forrest), un banquero solterón convencido por su hermana Mary Ann Bentley (Marjorie Bennett), de viajar al Oeste, para hacerse cargo de la propiedad común, y quien ni siquiera conoce a su hermosa sobrina Betty Bentley (Melinda Cassey), y que llevan por compañero a un vendedor de whisky alegre y despreocupado, del cual pronto prescinde la historia. Nuestro Conde se entera de algunas intimidades por la conversación de Mrs. Bentley que se va de la lengua contando no sólo sobre lo bella que es su hija –se mostrará interesado, e indiscreto, en un retrato de la muchacha–, como en la mina de plata que han descubierto en las posesiones de su rancho, el “Double Bar B”, en cuya cueva argentífera, de inmediato suponemos, Drácula encontrará refugio, sin el menor asomo de interés en las posibles riquezas. Durante un breve descanso, el vampiro atrae las iras de un grupo de indios pacíficos al asesinar a una joven de la tribu, y estos atacan y matan a los viajeros de la diligencia, suponiéndolos culpables. Es entonces cuando Drácula se hace con los documentos oficiales del tío de Betty, y emprende el camino para encontrarla y hacerla suya. Lo que el Conde ignora es que Betty tiene como novio a un pistolero de renombre, ni más menos que a Billy the Kid, que ahora vive intentando reformarse de su pasado, también con un seudónimo, el de William H. Bonney, para casarse con ella.
¿Qué lectura podríamos hacer de “Billy the Kid contra Drácula”? ¿Acaso que las balbuceantes criaturas del Far West, es decir, del Nuevo Mundo, resultan victoriosas al final, en un enfrentamiento contra el Viejo Mundo y sus monstruosidades decadentes? Es probable que esta lectura no resulte en otra cosa que un estirar demasiado el rizo para lo que es, después de todo, entretenimiento de fin de semana –y encima televisivo–, sin ningún tipo de compromiso intelectual. Veamos, por último, “Jesse James vs la hija de Frankenstein” (Jesse James Meets Frankenstein’s Daughter, 1966), en la que Beaudine y su guionista Carl K. Hittleman (1907–1999), llevan el absurdo un tanto más allá. Hittleman tenía en su haber, como productor, a un par de películas en las cuales Jesse James llevaba el papel protagónico, “Yo maté a Jesse James” (I Shot Jesse James, 1949), del gran Sam Fuller, en la que se ponía en evidencia la psicopatía asesina del personaje, en oposición al “héroe americano” que Hollywood se había empeñado en mostrar, y “The Return of Jesse James” (1950), dirigida por Arthur Hilton, cuya historia original había escrito. No era de extrañar, pues, que Hittleman volviera sobre el tema del pistolero, ahora en una especie de parodia filmada (como “Billy the Kid contra Drácula”) en tan sólo ocho días, en la que se aprovechaba (es decir, se explotaba) a la pareja –que desde los tiempos de la Universal–, ya habían formado Drácula y Frankenstein.
Al principio de “Jesse James vs la hija de Frankenstein” vemos a la familia López, latinoamericanos estereotipados –melodramáticos, llorones y rezanderos–, que se quejan de la pérdida de varios niños, mismos que “enfermaron después de haber ido a trabajar en la horrible casa, y los enterraron de noche, sin que nadie los viera”. La premura en los entierros, según contaron el eminente doctor y su hermana que ahí viven, se había debido a una enfermedad terriblemente contagiosa. La “horrible casa”, claro está, pertenece a los Frankenstein, y se sitúa en lo alto de una colina, desde la que se divisa todo el mísero pueblo, abajo. La Dra. Maria (Narda Onyx) y su hermano Rudolph (Steven Garay), se han mudado ahí por recomendaciones de un colega, debido a las continuas tormentas eléctricas que asolan el lugar, y que le vienen bien a los experimentos que Maria lleva a cabo.
Los deseos de la Maria son los de sustituir a los niños por un hombre “grande y fuerte como un gigante”, y lo encontrará en la persona de Hank Tracy (Cal Bolder, uno de los forzudos del cine), un boxeador callejero a quien, una vez reconvertido en monstruo (intercambio de cerebros mediante), denominará como Igor. La historia de Cal Bolder (1931–2005), nombre artístico del agente de policía Earl C. Craver de Los Ángeles, demuestra cómo un hombre común –no tan común, en el caso de Craver, tratándose de un hombre de aspecto titánico– puede llegar a Hollywood, aunque sus papeles no fueran de lo mejor que digamos. Durante una jornada laboral, Craver les extendió una multa de tránsito a Robert Raison y a Henry Willson, dos agentes de Hollywood que conducían a exceso de velocidad. De esta manera Willson, impresionado por el físico de Craver, lo introdujo al cine, aunque no tengamos datos si pagó la multa o no.
En la película, Hank es socio de Jesse James (John Lupton), quien funge como manager del torpe gigante, al lado de quien pretende aliarse con la banda de Butch Curry (Roger Creed) para asaltar los cien mil dólares de un banco. Lo que Jesse ignora es que Lonny (Rayford Barnes), hermano de Butch, le ha tendido una celada para cobrar la recompensa de diez mil dólares que pesa sobre él. Cuando hieren a Hank, en plena huida, dan con los López, que han escapado, a la vez, de la cercanía con los médicos locos, momento en que Juanita (la actriz cubana, Estelita Rodríguez, en su último papel antes de fallecer misteriosamente), los auxilie, llevándolos a la casa de los Frankenstein, al sospechar que se tratan de Jesse James y su socio, que la ley los persigue y que no podrían consultar a algún médico que ponga en evidencia sus auténticas identidades. Para la doctora la llegada de Hank es “como caída del cielo”. Le cuenta a Jesse –que le ha dado el nombre falso de Howard–, que se han instalado en ese país porque en Europa sus investigaciones no fueron justamente apreciadas, a la vez que en una escena precipitada, confiesa a Howard que le atrae físicamente, pero Howard–James la rechaza. Despechada, Maria envía a Jesse por medicinas con un farmacéutico del pueblo, para aprovechar el tiempo de reconvertir a Hank y vengarse de su rechazo de una buena vez. Lo que seguirá se resolverá sin mucha imaginación, y con gran truculencia: la trampa inverosímil puesta por Maria Frankenstein a Jesse (la nota que, en lugar de receta médica, pone sobre aviso al farmacéutico de quien se trata el portador), Igor como torpe monstruo –no hay diferencia, en realidad, entre su torpeza como Igor y su estupidez como Hank– cuya sutura craneal le da un aspecto de llevar un casco mal puesto, y que va con el torso desnudo (a propósito, entendemos, para que pueda admirarse el impresionante físico del actor), así como la “Mad Doctor” víctima de su propia creación, el falso tiroteo y la heroína abnegada (¡Cómo no!) latinoamericana.
Este tipo de producciones descubren, por contraste, una serie de imágenes plenas de imaginación (bastante surrealistas), que no dejan de asombrar en cada ocasión. Extrañeza causan las escenas de pistoleros en la vieja casona con aspecto de hacienda por fuera, y de castillo por dentro, y mucho más en el laboratorio medieval, aunque también el absurdo de su trama obedezca a una serie de puntos incoherentes del guion ya que, al principio de la película, la Dra. Frankenstein ha mencionado que se han mudado a un “país sudamericano”, pero en este, aparte de “mexicanos” (los López), se mueven por ahí Sheriffs, forajidos, pistoleros, y no sólo se habla en inglés, sino que se escribe en el mismo idioma. Un pueblo del Oeste se ha trasladado a Sudamérica –en el “Drácula” de Tod Browning podemos ver a un armadillo, un mamífero americano, en los sótanos del castillo, moviéndose entre las ratas que lo plagan–, en un universo paralelo que no sólo no oculta su torpeza narrativa, sino que la refuerza a cada momento. Las malas actuaciones superan a las de “Billy the Kid contra Drácula”, específicamente la de Narda Onyx, con una voz que suena totalmente impostada, y la de Estelita Rodríguez, con fuerte acento latino.
Como el “Stonepunk”, el “Weird West”, convertido en movimiento contracultural, no carece de un público fiel, aunque siempre menor –en comparación con otras corrientes– cuya mayor relevancia descansa en sus apuestas –intencionales o no–, siempre arriesgadas (que no carecen de una cierta valentía), que revelan formas inauditas de ver el “Western”, con otros ojos y otras actitudes.
Véase también:
“Ismael Rodríguez y el Weird Western” por Pedro Paunero.
“Las películas mexicanas de «CasaNegra»: «Mexican Weird West» de Fernando Méndez” por Pedro Paunero.
“Mexican Stonepunk: Capulina en troncomóvil y otros anacronismos en piedra” por Pedro Paunero.
“El Western marginal: Hellman, Jodorowsky, Fulci” por Pedro Paunero.