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Por Ezequiel Boetti
La escena inicial de Super 8 (2011) es la síntesis perfecta de todo aquello que uno puede pedirle al cine: un empleado de una mina saca las chapas con números que celebran más de 700 días sin accidentes para retrotraer la cuenta a 1. Es una tragedia hecha cifra, el dolor de una familia, de un pueblo, ilustrado por un número, síntesis narrativa al servicio de la emoción sincera y sentida. De allí en más, el inventor de la ciencia ficción 2.0 que es J.J. Abrams le toma la mano al inventor de la ciencia ficción moderna que es Steven Spielberg para juntos hacer que las aventuras sobrenaturales un relato infinitamente lúdico sobre el arte cinematográfico. ¿El resultado? La película del año.
El opus cuatro de J.J. Abrams se ambienta en un pequeño pueblo norteamericano en las postrimerías de la década del ‘70, justo cuando Blodie saturaba walkmans con Heart of Glass y una generación sub-15 tarareada la hormonal My Sheroma. En ese ambiente geográfico y temporal casi mágico, seis chicos sueñan con inmortalizar su visión del mundo en película casera rodada en el formato al que alude el título. Una noche cometen la picardía adolescente de escaparse para rodar una escena en la estación ferroviaria local. Pero el paso de un tren, inicialmente una “aprovechamiento de producción”, según lo cataloga uno de ellos, deviene en tragedia: el tren descarrilla y decenas de vagones vuelan por los aires, destruyendo e incendiando gran parte de la zona. El pueblo conmocionado no duda en catalogarlo como un accidente, pero ellos saben que la fatalidad no es tal, que una camioneta provocó intencionalmente el descarrilamiento. La pacífica rutina pueblerina se alterna con la esencia de numerosos militares. El tren no era una simple de carga, sino un cargamento proveniente de la ultra secreta Área 51.
Suena casi a tomadura de pelo redundar en las implicancias de la figura del creador de Encuentros cercanos del tercer tipo (Close Encounters of the Third Kind, 1977), E.T. El extraterrestre (E.T.: The Extra-Terrestrial 1982), y Jurassic Park (1993) para el cine industrial norteamericano en general, y el de ciencia ficción en particular. Distinto es el caso de J.J. Abrams. Seguramente víctima de la cercanía temporal, el creador de Lost no sólo revolucionó las facturas técnicas y narrativas de las series televisivas –no es novedad que lo mejor de la industria norteamericana actual se encuentra en la pantalla chica y no en la grande-, sino que alambicó hasta niveles impensados la relación entre Internet y un producto audiovisual. A modo de tagline, Super 8 hibrida la narración spielbergiana de los 80 con una temática de tintes sobrenaturales, que no será muy moderna pero que en los últimos años sufrió una ola masiva de revisitaciones desde que -oh, casualidad- el amigo Steven pusiera las botas en el barro en Guerra de los mundos (War of the worlds, 2005). De allí en más, Cloverfield (2008), Sector 9 (District 9, 2009) y la catódica Falling Skies, entre otras.
Pero, atención, lo extraterrestre es a Super 8 lo que la arqueología es a la saga –entiéndase saga por tres primeras películas- de Indiana Jones: pura excusa y pirotecnia que enmarca una narración cuyo ancho de espadas es la nobleza de la aventura física que, en este caso, retrata ese vendaval de incertidumbre que es la pubertad sin un ápice cinismo ni condescendencia, sino que desde donde mejor puede hacerlo: desde la visión de sus protagonistas. En ese sentido, Super 8 es, como ellos, una criatura que busca en cada remezón de la arquitectura narrativa un punto de fuga para la imaginación y el entretenimiento.
De ahí la ubicación temporal en los ’80, época por antonomasia de relatos protagonizados por chicos y adolescentes. Aquí hay varios elementos característicos de la mayoría de aquellos films, como la ubicación en un pueblo pequeño y la falta de contención familiar como disparador para el libre albedrío de la aventura. Pero J.J. Abrams hace un film sobre los ochenta sin ser eminentemente ochentoso. Hay, sí, elementos aprehendidos del Spielberg, como aquella máxima de que lo monstruoso es directamente proporcional a lo que se sugiere. No hay guiños cómplices para adultos, sino lo contrario: la concreción de un mundo inclusivo donde se aprehende la atmósfera en que se desenvuelve la trama.
Pero quizá el mayor mérito de Super 8 es el de hacer corresponder absolutamente todo elemento formal y narrativo a la nobleza de sus protagonistas. Todo aquí parece extrapolado de un mundo imperado por el cine como medio de educación, de transmisión de vivencias, de abono para el cultivo de la mente. Por eso el accidente es desproporcionalmente aparatoso en comparación con las consecuencias manifiestas que deja (ellos sin un rasguño y el autor del accidente ¡apenas herido!) o el protagonista no duda jamás en que él será el encargado de rescatar a su chica, ante la inoperancia de los militares –podría buscársele alguna pátina alegórica a ese rol, pero Abrams los dota de una simpleza tal que anula cualquier intento vinculante-. El cine: amor y señor del universo Super 8.
Historia de amor por el cine y los relatos, el productor de Cloverfield entiende a la pubertad como la amalgama entre fantasía infantil y responsabilidad adulta. El sexteto protagónico de Super 8 entrará en la historia grande del cine, justito al lado de los cuatro de Cuenta conmigo (Stand by me, 1986) y el quinteto de El club de los cinco (The breakfast club, 1985).