Por Pedro Paunero
En “The Werewolf” (1913), cortometraje dirigido por Henry MacRae, pionero en algunas técnicas cinematográficas, como el rodaje nocturno y, por consiguiente, la iluminación artificial para la Universal Film Manufacturing Company, se retomaban ciertas ideas del cuento “The Werewolves” (1898), escrito por el folklorista canadiense Henry Beaugrand (nombre artístico de Honoré Beaugrand, francmasón que apoyó y luchó por el Imperio de Maximiliano, en México, y que llegaría a ser alcalde de Montreal, Canadá), cuya historia de militares contando historias de Loup Garous al calor de la fogata –los hombres lobo se combaten con agua bendita y tréboles de cuatro hojas-, se tornaba pro indígena en el cine, y condenaba el colonialismo. Según las fuentes, en la película se narraba la historia de Watuma, una mujer navajo que regresa de la muerte, convertida en mujer lobo, para vengarse de los hombres blancos. De ello sabemos poco más, pues la película se perdió en un incendio en los estudios, ocurrido en 1924.
Un pasaje del texto da cuenta de una de las tretas que los hombres lobo utilizan para hacerse pasar por humanos, a saber, ponerse del revés la piel de lobo, para ocultar su verdadera naturaleza.
En el cine mudo de corte fantástico, se dan varios ejemplos en los que se efectúa una exploración de la naturaleza de la maldad, y bondad humanas, bajo la forma de seres perversos, de apariencia monstruosa o sobrenatural. La primera adaptación del libro “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde” (pub. 1886), de Robert Louis Stevenson, por ejemplo, data de una fecha tan temprana como 1908. El cortometraje resultante, “Dr. Jeckyll y Mr. Hyde”, fue dirigido por Otis Turner y retomaba un libreto teatral, escrito por George F. Fish y Luella Forepaugh, en el que se prescindían pasajes completos de la novela. La dualidad Jeckyll/Hyde pasó a formar parte de la cultura popular como emblema de la psique, y los trastornos ligados a su disociación, desde una fecha anterior, que ya anunciaba las tesis freudianas, en forma de ficción literaria.
En 1928, a la tradición de la Femme Fatale –llamadas desde entonces como “vamps” o “vampiresas”-, iniciada por Theda Bara en los años diez, en Hollywood, se unió la alemana “Alraune”, dirigida por Henrik Galeen, tercera adaptación de la novela de Hans Heinz Ewers (pub. 1911), en la cual se retomaba el mito medieval de la mandrágora, que crece bajo el patíbulo, cuando los ajusticiados por la horca hayan eyaculado por última vez y, de esta simiente regada en tierra, brotara la planta. Hay que notar las implicaciones parafílicas implícitas en dicha creencia, que hoy se enmarcan bajo la etiqueta de “asfixiofilia”. En la película se aúna la tradición gótica del alquimista con la del científico del Siglo XX, personificada en la figura del profesor Jakob ten Brinken, que hace experimentos de inseminación artificial con una prostituta, utilizando para ello una mandrágora.
El director supo sortear tema tan escabroso valiéndose para ello del expresionismo –la prostituta se ve aterrorizada en la sala a la cual la llevan, cuyas paredes están cubiertas de máscaras y pinturas de rostros demoniacos-, al prescindir de filmar la escena en la que se mostraría la forma en que se acoplaría sexualmente la planta con la mujer. El resultado de dicha anomalía, sería una niña, “Alraune”, que el profesor adopta como hija, pero cuya alma es perversa y sexualmente corrompida. Interpretada por Brigitte Helm, la Alraune de la película de Henrik Galeen recuperaba, y reafirmaba, la conducta desinhibida del robot María de la película “Metrópolis”, de Fritz Lang, papel que la actriz interpretara dos años antes.
Así mismo, la reina Antinea de “La Atlántida” (L ´Atlantide, 1921), dirigida por Jacques Feyder, y basada en la novela de Pierre Benoit, rencarnaba el fatalismo de una Circe homérica, seductora e inevitable mientras, en paralelo a la creación “In vitro” de Alraune, el “Homunculus” (1916-17) de la serie dirigida por Otto Rippert, en una transcripción cinematográfica del Golem judío –dirigido obsesivamente por Paul Wagener (que había interpretado al profesor Jakob ten Brinken, padre de Alraune, en la cinta de Galeen), una y otra vez, los años 1914, 1917 y 1920-, da como resultado otra criatura de laboratorio (el “homúnculo” –“hombrecito”, en latín-, se remonta a Paracelso, en una obra del Siglo XVI), en cuya materia de origen se entremezcla, una vez más, la ciencia con la paraciencia. El homúnculo carece de alma –sólo Dios podría otorgar un alma a la materia corporal-, pero es consciente de su incapacidad de amar, lo que le orilla a volverse en una furia destructiva.
El tema, si atendemos la tesis propuesta por Siegfrid Kracauer en su libro “De Caligari a Hitler: historia psicológica del cine alemán”, que inicia una búsqueda de los orígenes populares que llevarían al nazismo al poder, impregnaba obsesivamente la psique del pueblo alemán: una búsqueda de control, o de ser controlado, reflejado en el argumento de dichas películas, en donde se citan seres que crean (que manipulan) y seres creados (que son manipulados). Sin embargo, este tipo de indagación de la naturaleza del mal en el hombre, no resultaría exclusivamente germánico, como veremos.
La segunda película de la historia en tratar el tema de la licantropía –que a veces se cita como la primera, pasando por alto la película de MacRae-, se titula “Wolfblood: A Tale of the Forest” (1925), y fue dirigida por George Chesebro y Bruce Mitchell. Chesebro, prolífico actor de Westerns, interpreta a Dick Bannister, capataz de los aserraderos canadienses de la Ford Logging Company, herido de bala por los matones de la compañía rival, la Consolidated Lumber Company, mientras la flapper Edith Ford (Marguerite Clayton), realiza una visita a los bosques que algún día heredará, pasando de sus acostumbradas fiestas de sociedad, al lado salvaje de la naturaleza. Esta escapada a la realidad –se subraya el contraste entre el bosque y la ciudad, que impacta a la chica-, la enfrentará a la disyuntiva de escoger entre el amor a Bannister y el del doctor Horton (Raymond “Ray” Hanford), su prometido.
Horton, que se ha enterado del flirt entre el maderero y Edith, ante la negativa de Jacques Lebek (Milburn Morante), apodado de forma racista como “el mestizo”, de que se use su sangre para una transfusión (Bannister lo ha echado del campamento previamente, por sus malos haberes), le ofrece una loba que tiene de mascota para ello. El médico, entonces, recuerda haber leído una nota en la que se contaban las hazañas de un médico célebre por sus experimentos:
“El Dr. d´Ore ha hecho transfusiones entre animales y hombres con éxito. La pregunta es si tras la transfusión el carácter y la naturaleza del paciente puede cohabitar con los del animal cuya sangre se ha utilizado”.
Bannister se salva, no sin que comience a sufrir pesadillas en las que se ve corriendo entre “lobos fantasma” –es decir, se asume como un “Loup Garou”, un “Hombre lobo”-, en los bosques. Poco después se sucede una serie de ataques de lobos a los madereros, y Bannister, sugestionado por las leyendas, se asume culpable. En medio de todo el asunto, Edith lo rescata de caer a un precipicio –ha salido, en pos del “llamado de la selva”-, y pronunciará la frase característica de la película: “Hombre o bestia, te amaré”.
Al final, nos enteramos que “el mestizo” ha sido quien ha estado implicado en los incidentes de sangre, y que los lobos llegaron atraídos después por los cuerpos. El mismo Dr. Horton, arrepentido, desmitifica que la sangre de lobo pudiera convertir a Bannister en bestia, y que ha dejado correr el rumor por los celos que sentía. “Wolfblood” se convierte, así, en una película cuyo tema es la licantropía, pero que no incluye a un auténtico hombre lobo en su historia. Pero su psicologismo sigue a pie juntillas el tema de las demás producciones citadas: ¿Qué ocasiona el desbalance de la naturaleza humana, e inclina al hombre hacia la “bestia interior”, y por qué?
La película, torpe en su dirección, y con un guion que se ocupa durante la primera mitad de mostrar los amoríos de los tres implicados, hace a un lado el terror, característico de las películas de licántropos que vendrán posteriormente, y se hunde en una técnica arcaica y sobrepasada. En apariencia, la “ciencia” de “Wolfblood” se remonta a esa región nebulosa en la que se sitúa al Dr. Abraham van Helsing, enemigo del Conde Drácula –el vampiro, criatura que, gracias al cine, terminará en ser la entidad personificada del miedo que acompañe, ya para siempre, al hombre lobo-, creado por Bram Stoker, es decir, un sabio que se mueve entre la protociencia –todavía conservando algo de alquimista, algo de filósofo, y algo de investigador de lo paranormal- y la ciencia pura, como actualmente la entendemos.
Pero mientras en “Drácula” van Helsing realmente se enfrenta a las fuerzas de las tinieblas, en “Wolfblood” no existe sino un engaño, mismo que implica una falsa acusación por celos en un triángulo amoroso. El hombre lobo, ya perfectamente reconocible –su transformación se verá combatida gracias a los efectos de la “Marifasa lupina lumina”, una planta que sólo crece en el Tibet-, no aparecerá sino hasta el año 1935, en “El hombre lobo de Londres” (Werewolf of London), dirigida por Stuart Walker, y en la cual el actor Henry Hull llevaría un prototípico maquillaje, obra de Jack Pierce, que no llegaría a su máxima expresión –debido a objeciones del mismo actor y el productor, Carl Laemmle Jr.-, sino hasta el año 1941, en el clásico “El hombre lobo” (The Wolf Man), con Lon Chaney Jr, en el papel principal, y dirigida por George Waggner, en la expresión más reconocible, y apreciada, del mito, que nos ha dado el cine.