Por Pedro Paunero
El amargo autor irlandés Jonathan Swift había encontrado, a través de su novela “Los viajes de Gulliver” (Gulliver’s Travels), publicada en 1726, la forma más inteligente y, a la vez, más dolorosa, de señalar los males de su tiempo y, con estos los de todos los tiempos, todas las sociedades y todas las formas de humanidad: la sátira. Bajo la apariencia de un libro infantil se transparentaba una caustica crítica social, agudas observaciones sobre la naturaleza humana y un repelús, por parte del autor, hacia sus contemporáneos. No son los niños los que no saben leer –no quieren ver- sino los adultos.
Desde que el cine se interesó en adaptar el libro no hizo sino tomar los viajes más atractivos, cinematográficamente hablando, y los aspectos más externos, de las aventuras del Capitán Lemuel Gulliver. Por ejemplo, el viaje a los países de Liliput y Brobdingnag, correspondientes, cada uno, a mundos poblados por seres diminutos y gigantes, fueron, por mucho tiempo, los únicos de los que se ocuparon los guionistas, dejándose fuera conceptos tan asombrosos como pioneros en la ciencia ficción, como lo son el de la Isla Volante del país de Laputa o los casi divinos Houyhnhnms, raza de caballos parlantes que contrastan su sabiduría y dignidad aristocrática con los Yahoos (sí, una palabra que los creadores de “Yahoo”, el portal de internet, tomaron del libro), formas humanas degradadas y bestiales, que claramente prefiguran la mordacidad de “El planeta de los simios” (La planète des singes, en su original francés, publicada en 1963), la paródica novela de Pierre Boulle y la interminable serie de películas, basadas en el mismo. No sería sino hasta el año 1996 en que Hallmark Channel adaptaría la novela, a través de una mini serie extraordinaria, dirigida por Charles Sturridge, que incluía el resto de los viajes más allá de la visión mostrenca y mutilada de mundos de gigantes y enanos. Por fin la distopía se descubría, en la televisión, a través de cada pueblo en cuyos países recalaba el náufrago Gulliver.
La utopía, género materno de algunas formas de ciencia ficción, pero también elemento necesario para que este se torne maduro y reflexivo, pocas veces ha sido llevado a la pantalla grande, como no sea en la forma de las grandes épicas pioneras de “Metrópolis” (Metropolis, 1926), del coloso Fritz Lang, o de “Lo que vendrá” (aka. “La vida futura”; Things to Come, William Cameron Menzies, 1936), cinta que resulta tan buena porque tendría, como autor del guion, al mismísimo novelista H. G. Wells, uno de los padres de este género, que adaptaría su novela “The Shape of Things to Come” para la versión en el cine. La reflexión utópica aparecería en contadas ocasiones, como una intención absoluta de mano de los realizadores, hasta la aparición de la estrambótica como inteligente “Zardoz” (1974) de John Boorman, con sus especulaciones en torno a las debilidades de las clases sociales humanas, la divinidad, la muerte y la inmortalidad y el doloroso humor que media entre todas estas formas.
El director Alexander Payne nos había sorprendido con una película que prometía no ser más que un documental, interesante eso sí, sobre los vinos de California, o una blandengue cursilería amorosa. La historia que se desarrolla en “Entre copas” (Sideways, 2004), situada en la Ruta del vino de aquel estado americano, nos había ofrecido, en cambio, una entretenida como ensimismada parábola sobre el amor, el viaje como posibilidad de renovación y encuentro, y una luminosa metáfora sobre la vida misma.
Entonces llegó “Pequeña gran vida” (Downsizing, 2017), su primera película de ciencia ficción utópica, sostenida sobre una idea en la que había trabajado toda una década. La premisa es tan simple como absurda, tan encantadora como ingenua. En el actual y superpoblado planeta Tierra, la solución con la que da un científico noruego para dicho problema, es la de reducir a los seres humanos a 12 cm de altura. El argumento es que, con este tamaño, el consumo per cápita de alimentos, y los desechos de cada persona, se reducirán significativamente. Comenzando con el mismo y aventurero doctor y un pequeño número de pioneros, que optan por poner en práctica esa hipótesis, el entusiasmo crece. Muy pronto, alrededor del mundo, surgen comunidades de gente pequeña, dispuesta a probar esa nueva forma de vida. Dependiendo de la cantidad de dinero que cada uno posea en el banco, será la riqueza que se posea en ese mundo. Ni falta hace decir que los clasemedieros logran vivir su sueño de habitar mansiones lujosas y que los diamantes, al ser usados por esas personas, en proporción, se vuelven objetos sumamente accesibles, por baratos, y que las cantidades de alimento necesarias para sostener esa población serían, en apariencia, ilimitadas. La pareja formada por Paul (Matt Demon) y Audrey (Kristen Wiig) Safranek, sufre los mismos problemas que una alta cantidad de la población americana, entre estos, la imposibilidad de pagar la hipoteca y sufragar los gastos médicos, pero, aunque atraídos por la promesa de un mundo mejor, no se deciden a someterse al proceso de reducción. Pronto, cuando asisten a una fiesta, la aparición de una pareja de amigos reducidos, transportados en una caja de vidrio, y su entusiasta charla, los obliga a decidirse. El proceso es algo complicado. Solo la materia orgánica es reductible. Se procede a la extracción de los empastes dentales, mismos que, de no ser retirados, harían estallar la cabeza en mil pedazos. Se pasa, después, al afeite total del cuerpo y, por fin, a la inyección que reducirá a la persona. La película se ocupa de estos procesos de manera minuciosa, detallada, invitándonos a creer en los mismos, a la vez que nos hace reír. Pero, cuando Paul despierta recibe una llamada. Se trata de Audrey quien, presa del pánico, se ha arrepentido y no ha se ha sometido al proceso irreversible al que se ha entregado de buena gana su marido. Paul tendrá que adaptarse a vivir solo, en ese paraíso que es Leisureland, formado por un extenso campo sembrado de mansiones en miniatura, cubierto por una malla que las protege del sol, situado dentro de un enorme complejo de edificios de tamaño normal.
Paul se enfrenta a la depresión. Conoce a una mujer mucho mayor que él con quien no empatiza y acude a las fiestas orgiásticas que dan Dsuan Mirkovic (Christoph Waltz) y su amigo Konrad (Udo Kier), un par de contrabandistas sin escrúpulos, en donde la droga corre como el agua y pasan las más bellas, como frívolas, mujeres. Pero no todo lo que brilla es oro en este paraíso. Los detritus y las sobras de las fiestas son eliminados por un personal de limpieza formado por mujeres asiáticas o latinoamericanas, porque, como bien dice uno de los hombres, el que era pobre en el mundo normal, seguirá siendo pobre en Leisureland. El personaje más carismático de la película es, por tanto, Ngoc Lan Tran (una magnifica Hong Chau), que se descubre como una activista y una ex prisionera política, en el régimen dictatorial de su natal Vietnam, a quien han sometido a la reducción como castigo. Ngoc usa una prótesis en el pie debido a las condiciones infrahumanas de su cautiverio y pronto se ve atraída por Paul.
Una premisa en todo viaje a Utopía es lo nebuloso de sus fronteras, su inexacta ubicación, su acceso accidentado que raya en el sueño, el simple paso a través de un agujero o una pared hecha de niebla, así, los viajeros aéreos de la serie de televisión “Tierra de gigantes” (Land of the Giants, Irwin Allen, 1968) accedían a este mundo, donde los seres y las cosas tenían dimensiones colosales, a través de una nebulosa fantasmal. Los tintes anti utópicos de aquel planeta, o dimensión o universo paralelo (la naturaleza de tal mundo jamás preocupó a los productores de la serie), se dibujaban apenas en las maneras dictatoriales de sus habitantes, también tecnológicamente más atrasados, contra los cuales luchaban, en aras de supervivencia, los héroes llegados desde nuestro mundo en un sinfín de maravillosas aventuras. Porque de eso iba en realidad la serie. En “Pequeña gran vida” el paso al Tercer Mundo es apenas un agujero en un muro, que puede ser, exactamente, el muro que pretende erigir Donald Trump en la frontera con México.
Paul, debido a que ha estropeado la prótesis de Ngoc, la acompaña a su casa. Al principio nota cómo cambian las ricas mansiones a lo largo de la calle, dando lugar a un conglomerado de construcciones más modestas. Supone que ella puede vivir ahí. Pero el autobús que los transporta sigue de largo, se interna en un hueco en la pared, un túnel en medio de un muro gigantesco –al menos para ellos-, que desemboca en un terreno lodoso, cruceteado por casuchas y un edificio en ruinas de apartamentos, como un monumental, oscuro y pestilente palomar. En su patio central una multitud de latinoamericanos, sentados en sillas, mira una pantalla gigante en la cual pasan una película de Cantinflas. Paul se ve envuelto por Ngoc en una cruzada médica, sanitaria y humanitaria de la que carece de voluntad para escapar.
La salida que se les ocurre a Dsuan y Konrad para quitarle de encima a Ngoc, es hacerle creer que Paul ha sido invitado a la colonia original noruega, a la que viajarán en un bote que cabe en una botella, por el mar y los fiordos. Se llevan una sorpresa cuando se enteran que Ngoc, reconocida por sus acciones sociales, ya había sido invitada por el padre del proceso de la reducción, el Dr. Jorgen Asbjørnsen (Rolf Lassgård), desde hacía mucho tiempo atrás, para homenajearla como una forma de disculpa porque su método no ha logrado el objetivo de hacer feliz a las personas. Al trío no le queda más remedio que llevarla con ellos. Por supuesto, la colonia original de los humanos reducidos, es una especie de edén neo-hippie, con bailes, rituales, mariposas gigantes y un aire de hermandad tan caro al sueño setentero de amor y paz.
En “El hombre menguante”, esa maravillosa novela de Richard Matheson, llevada al cine por Jack Arnold en una adaptación estupenda, titulada “El increíble hombre menguante” (The Incredible Shrinking Man, 1957), el personaje principal, Scott Carey (interpretado en el cine por Grant Williams, en el papel de su vida), imposibilitado de dejar de menguar, tras haber sido empapado por una misteriosa niebla marina durante un paseo en yate, encuentra una forma muy filosófica de trascender en un universo que lo condena, recorriendo su propia estatura en sentido descendente, milímetro a milímetro, cuando descubre que “para Dios no existe el cero”. En la película de Payne el final apocalíptico puede estar cerca. O tal vez no, como señala el cínico Dsuan. A Paul sólo le quedan dos opciones: tomar el camino, túnel abajo, en una zona geotérmica de Noruega, para escapar del colapso de la naturaleza en el exterior y preservar sus genes para repoblación o regresar a Leisureland y, varias veces, pasar el agujero en la pared para ayudar a Ngoc en sus tareas sociales.
En esta parte la película logra evitar el ser un mero panfleto ecologista y, aunque pareciera inclinarse hacia el sentimentalismo (Paul ama realmente a Ngoc) explora, más bien, la naturaleza emocional de sus personajes. Es por esto que, mientras la colonia original decide, sin egoísmos realmente, descender bajo tierra, el opaco Paul, encuentra un sentido para su monotonía existencial.
Desde la notable “Muñecos infernales” (The Devil-Doll, 1936), dirigida por ese genio oscuro que fue Tod Browning, pasando por “Dr. Cyclops” (Ernest B. Schoedsack, 1940), al igual que en la mexicana “Muñecos infernales” (Benito Alazraki, 1961), de mismo título que la cinta de Browning, la propuesta había sido mostrar a los seres reducidos en un marco de aventura. Alexander Payne se decide por la utopía, la sátira social y la reflexión, sacando varias buenas carcajadas de los espectadores, evitando deliberadamente el consabido enfrentamiento de sus criaturas diminutas con aves, perros o humanos de tamaño gigantesco y, a pesar de que la historia flaquee por momentos, o se torne un tanto pesada y se vea entorpecida por la casi plana actuación del Paul Safranek de Matt Demon. Es de agradecerse esta inspirada vuelta a la utopía en una película de ciencia ficción, más allá de la manoseada trama de las espadas láser y de los súper héroes enmascarados, en la infantilista tendencia del cine actual.