Por el Anticrítico
Voy a escribir esta Anticrítica para aportar mi granito de arena al debate que ha tenido lugar desde el ya lejano año 1968, en el que se estrenó una de las películas que vendrían a convertirse en hitos del cine y que lo redefinirían para siempre. Me refiero, claro está, a «2001: una odisea en el espacio», una de las muchas obras maestras de Stanley Kubrick, que llegó a las salas justo un año antes de que la misión Apolo 11 aterrizara en el polvo lunar, marcando otro hito histórico sin precedentes. Esta Anticrítica no pretende sentar cátedra, ni muchísimo menos, es solo mi opinión sobre una de esas películas que, siendo yo niño, me hicieron amar ese sueño a veinticuatro fotogramas por segundo al que llamamos cine.
El impacto que produjo la llegada de este film solo se puede entender si miramos en retrospectiva a la época en la que surgió, y lo comparamos con la clase de películas que se estaban produciendo entonces. Los años 60 fueron una década profundamente marcada por la carrera espacial, aparte de los típicos conflictos y crisis bélicas que salpican todas las épocas humanas (conflictos raciales, laborales, bélicos, económicos, etc.). Fue la época en la que se demostró que en Estados Unidos todavía seguía en boga la curiosa costumbre del asesinar presidentes a tiros si no te gusta su discurso; en la que las superpotencias aprendieron que no vale la pena mandar tropas a un país extranjero para que luchen su guerra por ellos, sino que ganas más simplemente suministrándoles material y dinero (truco que los americanos han empleado en todas las guerras recientes, salvo en la del Golfo pero porque querían quedarse con los pozos de petróleo); en la que un orador famoso de una minoría racial que siempre atacó frontalmente a los blancos como si estos fueran hijos del demonio acabó recibiendo un balazo de unos negros… En fin, una década en la que no se puede decir que el patio trasero de nuestra casa estuviese en orden.
¿Qué clase de cine se producía en 1968? Hay que decir que ese año en concreto, y el siguiente, son tremendamente importantes no solo para el género fantástico sino para el cine en general, como arte. Porque se estaba fraguando lo que se vendría a llamar el Nuevo Hollywood, con el estreno el año anterior de «Bonnie & Clyde» (a la que muchos consideran el pistoletazo de salida de este fenómeno cultural), y el estreno el año siguiente de «Easy rider», el film que le sentó a la industria como un revulsivo y lo cambió todo. En el 68, aparte de la propia película de Kubrick, nos llegaron otros hitos del género fantástico como «El planeta de los simios», de Franklin Schaffner, sobre cuyo impacto cultural no vamos a hablar aquí. También tenemos «La semilla del diablo», de Polanski, que dignificó el género del terror sobrenatural y preparó el camino para la posterior y más exitosa «El exorcista». Y, en menor medida, «Barbarella», de Roger Vadim, que ningún crítico de esos que se las dan de gente importante te meterá jamás en una lista de sus preferencias cinematográficas, pero que a mí me parece una deliciosa exploración de… no del cuerpo de quien estáis pensando, malpensados, sino del subgénero del pulp space opera, cuyo máximo exponente llegaría exactamente diez años después con la italiana «Star Crash» de Luigi Cozzi.
¿Con qué otras películas compartió cartelera «2001» aquí en España? ¿Qué se estaba produciendo en nuestro país por aquel entonces? Ahora sí que vais a entender lo que fue el tremendo impacto que supuso entrar en una sala de cualquier cine de barrio a ver esa cosa rara del espacio que dirigió el mismo señor que mató a Espartaco, justo después de haber visto lo que ponían en los cines de al lado. 1968, en España, conoció el estreno de «Sor ye-ye», comedia musical de Hilda Aguirre; «El turismo es un gran invento», de Paco Martínez Soria; «El padre coplillas», de Juanito Valderrama, o, ya dentro del género fantástico, «La marca del hombre lobo», de Paul Naschy. Ojo, y aquí quiero hacer una aclaración de cara a los que ya estáis ofendiéndoos pensando que estoy menospreciando el cine patrio (no olvidemos que Internet es la gran patria de los ofendiditos): esta comparativa no la hago para menospreciar nada. A mí me encantan las comedias de los magníficos actores y directores de aquella época, desde Paco Martínez Soria a Alfredo Landa pasando por todos los grandes comediantes del cine y el teatro clásico. Soy muy fan de todos ellos, así que no interpretéis esta comparativa como un menosprecio. Simplemente la hago para que podáis entender el shock tan gigantesco que supuso un producto como «2001» para los espectadores de aquella época, que estaban acostumbrados a que todo lo que veían en los cines eran películas del Oeste y las coplillas de Marisol. España, además, estaba inmersa en un ciclo fantástico “de destape” que definió al género en nuestro país, y que vino a llamarse “el Fantaterror español”, del cual ya se hablará en otra Anticrítica. Lo que nosotros producíamos dentro del género eran películas como «No profanar el sueño de los muertos», «La marca del hombre lobo» y otras piezas similares, cuando al mismo tiempo en Inglaterra se estaba haciendo esta bizarra y kafkiana odisea del espacio.
Mucho se ha hablado del significado de la trama de «2001». Como dijo el propio Clarke, coautor del guion y autor del cuento original, muy anterior, en el que se basó el film, hay toda una literatura mundial que versa sobre el significado del guion de «2001»… a la que se suma humildemente, a partir de hoy, esta Anticrítica. Y no es para menos. Enfrentarse, aun hoy en día, a una aventura visual y sonora como la del film de Kubrick supone una aventura ergódica que no todo el mundo es capaz de afrontar. De hecho, podría decirse que es una película dirigida no al público masivo, sino a una minoría intelectual que sí podría llegar a entender lo que está pasando en la pantalla. El resto de la gente la desechará con el turbio desprecio de quien no entiende nada y por eso odia el producto que se le ha presentado. Pero eso a Kubrick no le importaba. La densidad y opacidad de su película son rasgos buscados a propósito, no meros accidentes, y que aún sigamos filosofando sobre ella cincuenta y pico años después es prueba suficiente de que la película funciona. Logró dejar una huella, un impacto en la psique colectiva, que otras muchas no pudieron. ¿Que «2001» es muy difícil y no es plato para todos los paladares? Bueno, sí, ¿y qué? También tiene que haber obras de arte así, si queremos que el arte como tal progrese. Es como preguntarse si la «Crítica de la razón pura» de Kant debería existir o no. Obviamente, sí. No todos los libros van a ser 50 truños de Grey, ni todas las películas «Deadpool y Lobezno».
He aquí mi interpretación personal de la trama de «2001: odisea en el espacio» (agarraos que vienen curvas): unos seres misteriosos oriundos del espacio ayudan a especies primitivas a evolucionar, en sus mundos de origen, insertando en ellos unos artefactos con forma de monolito negro. En el planeta Tierra, hace un millón de años, aparece en África uno de estos monolitos justo cuando una raza incipiente, el simio, está a punto de dar su gran salto evolutivo. El simio, hasta que se produce la intrusión de este elemento distorsionador, es un ser que desconoce las herramientas. Tiene pulgares oponibles, pero aún no los ha usado de forma instrumental, solo como meras pinzas para llevarse trozos de comida a la boca. El simio está indefenso ante cualquier amenaza del entorno, como los felinos y otros depredadores. Ya existen tribus de simios, pequeñas y funcionales, pero son enemigas entre sí porque compiten por los pocos recursos que hay a su alcance, como por ejemplo, el agua potable. No son tribus amistosas, sino tribus guerreras.
Un día aparece el Monolito, y en ese mismo momento nace, de paso, el concepto de religión. Los monos no entienden lo que ven, ni lo que tocan cuando encuentran el artefacto, pero lo veneran como a un dios. El Monolito no hace nada, simplemente se limita a estar ahí, como una presencia misteriosa e incognoscible. Los monos prosiguen con su vida, como siempre, hasta que uno de ellos, el más espabilado de la clase, tiene un momento de reflexión. Hace una introspección, mirando los huesos de un tapir muerto, y en ese momento la Humanidad da un salto cualitativo hacia delante. El montaje paralelo de la imagen del Monolito, con el sol y la luna alineados perfectamente encima de él, junto con la imagen del mono teniendo su reflexión interior, hace que presupongamos que el artefacto alienígena tiene algo que ver con todo esto: de algún modo está influyendo en esa toma de decisiones cruciales del simio. No es un mero espectador del suceso, sino que de alguna manera lo está facilitando, haciéndole “algo” a la primitiva mente del mono.
Este momento de introspección lleva al mono a inventar la primera herramienta, que resulta ser un arma: el garrote. El utensilio más antiguo de la historia, anterior incluso a la rueda, que cambia para siempre el futuro de esta especie. Gracias al garrote, los simios pueden hacer cosas hasta ese momento impensables, como matar a otras criaturas más fuertes que ellos. Matan a los tapires para conseguir su carne. Matan a los felinos que estaban por encima de ellos en la cadena alimenticia. Matan a los guerreros de las otras tribus que vienen a robarles los recursos del agua potable. Gracias a la primera arma, el ser protointeligente evoluciona y avanza hasta un estadio de “estabilidad” de su civilización. Hasta ese momento su existencia ha sido muy precaria, más dependiente de la suerte y de las condiciones del hábitat que de su propia voluntad. Pero ahora, con el garrote en la mano, el simio puede imponerse a ese entorno y, de alguna forma, controlarlo. Acaba de nacer la primera civilización.
Un millón de años después, esa civilización ha alcanzado un desarrollo notable: una de las más maravillosas elipsis de la historia del cine nos lleva a fusionar el primer arma (el garrote) con el arma definitiva del futuro (un satélite lanzamisiles nucleares, como se nos revela en la novela de Clarke). Como diría Mafalda, es increíble cómo ha progresado la tecnología a lo largo de los siglos… y deprimente lo poco que han cambiado las intenciones. En ese futuro ultratecnológico, un delegado del gobierno de los USA, el doctor Heywood Floyd, sube hasta la base lunar puesta en cuarentena por un virus (es una tapadera para distraer la atención pública) para investigar un hecho sin precedentes: gracias a una emisión radiológica detectada en un cráter, los mineros lunares han desenterrado un artefacto alienígena con forma de Monolito. Previamente hemos asistido a una cordial escena de apretón de manos e intento de sonsacar información entre Floyd y unos científicos soviéticos en una estación de tránsito, escena que nos pinta de manera sucinta el estado político de las cosas en el escenario post-guerra fría del siglo XXI. Y dice mucho de la apertura de miras de Kubrick y Clarke, pues intuían un futuro en el que las relaciones entre ambos gigantes, los USA y la Unión Soviética, fuera lo suficientemente cordial como para que sus respectivos políticos y hombres de ciencia se estrecharan las manos y no se dispararan nada más verse. Y eso en pleno 1968, pocos años después de la crisis de los misiles cubanos.
Floyd y otros científicos vuelan hasta el lugar de la excavación, donde se remeda la misma escena de los monos y el Monolito de diez mil siglos atrás: sin entender lo que están viendo, los nuevos simios, los astronautas, se acercan y tocan de manera reverencial el artefacto alienígena, e incluso se sacan fotos con él. La escena acaba cuando del Monolito sale una potentísima señal de radio orientada hacia Júpiter, como si al tocarlo los hombres se hubiese desencadenado otro hito en su programación. Como si se hubiese cerrado un nuevo circuito.
Ahora bien, planteaos lo siguiente: imaginemos que ponemos a una ameba y a un gato delante de un cohete Saturno V. Aunque entre las dos especies median millones de años de evolución, tanto la ameba como el gato están, ambos, a la misma distancia de comprender lo que es y lo que significa el cohete Saturno V. Ahora, imaginemos que lo que pasa en la película «2001: Odisea» es real: tenemos a unos simios prehumanos en el remoto pasado africano que encuentran su versión del cohete Saturno, que es el Monolito. Un millón de años después, otros simios, los astronautas de la NASA, se ven enfrentados al mismo descubrimiento. Bien, lo que quiero decir es que una de las ideas más alucinantes de esta película es que, aunque no hayamos pensado en ello, entre los monos de la prehistoria y el Monolito existe la MISMA distancia que entre los astronautas y el Monolito. Son como la ameba y el gato. Jamás podrán comprender lo que es ese artefacto alienígena porque por mucho que se las den de evolucionados, en realidad unos y otros están igual de separados de la explicación como la ameba y el gato lo estaban de comprender el cohete. Para la historia quedarán las palabras del doctor Floyd en la segunda película, «2010», cuando le revela a la capitana de la expedición rusa que no saben absolutamente nada sobre el Monolito de Tycho. Que es absolutamente impenetrable. Como los mayores enigmas del universo, ¿verdad?
Dos años después, en el año 2001, primero del nuevo milenio (por eso la película se llama así, porque la fecha supone la entrada oficial en un nuevo milenio en nuestro calendario), una gigantesca astronave llamada Discovery es el corazón de la Misión Júpiter: un vuelo tripulado por dos astronautas y una inteligencia artificial, HAL 9000, con varios científicos en hibernación. Su destino: Júpiter. La misión de estos modernos argonautas: descubrir el destino final de la señal emitida por el monolito de la luna, a ver qué hay allí, en esas coordenadas del espacio. Sin embargo, lo que empieza como un vuelo tranquilo pronto se convierte en una pesadilla. Debido a un aparente malfuncionamiento de la IA que controla la nave, uno de los astronautas muere, los científicos que dormían en estado de criogenia son asesinados, y el astronauta superviviente, Bowman, tiene que luchar por su vida intentando desconectar a la computadora. Lo consigue en la que probablemente sea una de las más pausadas y bellas secuencias de homicidio de la historia del cine. Bowman mata a la IA extrayéndole sus discos de memoria, robándole literalmente su mente, que va desapareciendo recuerdo a recuerdo, sueño a sueño… y entonces se desbloquea un vídeo en el que el doctor Floyd cuenta la verdadera naturaleza de la Misión Júpiter, que es investigar la señal del Monolito. Ni Bowman ni su compañero sabían hasta este momento cuál era su misión real.
Cuando la IA ya está desconectada, el Discovery alcanza por fin la órbita de Júpiter, donde descubre al tercer y último monolito de esta historia. Este, en concreto, es gigantesco, mide varios kilómetros de largo. Bowman abandona la nave, quizá porque sin la ayuda del ordenador es imposible gobernarla, y se lanza en una cápsula unipersonal al encuentro con el artefacto alienígena. Aparentemente es absorbido por él, y sufre un viaje hiperespacial-metafísico-ontológico a través de la historia, donde vemos imágenes del Big Bang original y cómo se crearon el universo y el planeta Tierra. Ese lisérgico viaje acaba en un entorno metafórico, como si dijéramos un escenario onírico preparado por los E.T.s para acoger la mente del humano sin que sufra daños. El escenario es una elegante habitación de hotel.
Allí, Bowman dará el último salto evolutivo hacia delante, comparable al que dio su lejano antepasado simiesco un millón de años atrás. Se convertirá en un ente que es pura mente, sin cuerpo, llamado el Niño Estelar, y todo gracias a la intervención final del Monolito, que aparece dentro de la habitación. ¿Es este el mismo monolito que hizo avanzar a los monos en la prehistoria? Quién sabe…
Este es el argumento de la película, que, como ven, da para más reflexiones filosóficas que la composición exacta de la fórmula de la Coca Cola. La idea seminal es la misma que la del relato de Arthur Clarke “El centinela”, publicado en 1951: unos alienígenas ponen un artefacto en la luna (que en el relato tenía forma de pirámide), que esperará ahí miles y miles de años hasta que los humanos lo descubran e interactúen con él. Esa será la señal que los aliens están esperando, que les alertará de que la humanidad ya ha avanzado lo suficiente como para salir de su planeta y empezar a explorar otros mundos. El relato de Clarke tiene una segunda parte que nos cuenta lo que sucedió a continuación, y que Roland Emmerich llevó a la pantalla bajo el título de «Independence day» (es broma). Esta idea del artefacto colocado en la luna como “interruptor de aviso” está en la película de Kubrick, es la escena de los astronautas en la excavación lunar. Pero la película no se queda aquí, va mucho más allá de esto. Por lo pronto, la misión de este Segundo Monolito es solo esa, hacer de alarma perimetral, de interruptor de paso, alertando a los aliens de lo avanzada que se ha vuelto la civilización terrícola… pero es una función distinta a la del Monolito número Uno y a la del Monolito número Tres, que parecen ser potenciadores evolutivos y no meras alarmas de perímetro.
¿Qué idea, para mí, se esconde realmente en el corazón del guion de «2001»? ¿Cuál es la tesis que plantea Kubrick? Es la siguiente, y es muy simple: los seres inteligentes logran avanzar en su desarrollo mental y social gracias a la violencia. Es la violencia, encarnada en el primer invento de la humanidad (el garrote) la que hace que los simios dejen de ser simples animales, alterando su entorno gracias al uso de las armas. El Monolito número Uno podría haberles enseñado primero la rueda, pero no, les enseña primero el garrote, y esa es la llave que conduce a todo lo demás. Es la violencia lo que permite que otra inteligencia de una nueva especie en ciernes, la IA HAL 9000, se defienda de los humanos que quieren apagarla. Quizá sea la violencia lo que motiva a la trastornada mente de Bowman al final a abandonar la relativa seguridad de la Discovery y salir al encuentro del Monolito número Tres, porque a lo mejor desea matarlo, acabar con él…
Todo el argumento es una metáfora de la lucha por la supervivencia, que es la que nos hace avanzar y consolidarnos como especie. El cine de Kubrick está lleno de reflexiones filosóficas sobre la violencia, y «2001» no es una excepción: en «Espartaco» la vimos usada como herramienta política de los imperios. En «Lolita» es el argumento final que usa el protagonista, Humbert Humbert, para hacer valer sus argumentos cuando todo lo demás ha fracasado. En «La naranja mecánica» estaba profundamente arraigada en la psique de una Inglaterra esquizofrénica. En «Barry Lyndon» se convierte en el único puente que queda, a través de un duelo, entre un padre y su hijo. Y no hablemos ya de «Senderos de gloria» o de «La chaqueta metálica», en las que la violencia es ese absurdo al que se reducen los países por propia voluntad, y que convierte en prescindibles las vidas de sus ciudadanos de a pie, los ciudadanos desechables.
Hay agujeros en el guion de «2001», como los hay en cualquier otra obra maestra del cine. Ninguna se libra de esta lacra, ninguna es perfecta al 100 %. Uno de los mayores es el que siempre han comentado los analistas de la película, que es que nunca se explica el motivo por el que HAL falla la primera vez. Es decir, por qué genera espontáneamente una falsa situación de alarma en la antena, que dispara todo el drama posterior. Yo tengo una teoría sobre esto, pero solo tiene sentido si recordamos la escena del principio de la película, la de la primera introspección del mono. Ahí, como ya dijimos, la intercalación en el montaje de las imágenes del mono pensando con las del monolito alzado en su callada majestuosidad, nos llevan a pensar que ambos sucesos están conectados, que uno es la causa del otro. Pues bien, yo veo una influencia del Monolito número Tres, el de Júpiter, en las decisiones de HAL, en su «locura». Creo que su primer fallo de funcionamiento está inducido por el Monolito de Júpiter, aunque aquí falte la intercalación de imágenes en el montaje que nos lo deje claro. Digamos que es la patada que necesitan los trágicos hechos de la nave para empezar a ocurrir, y que culminará con el viaje suicida de Bowman al interior del artefacto. Una cosa no habría sucedido nunca sin la otra. Esta explicación anularía, pues, el agujero de guion.
Clarke nunca comprendió esto, o nunca estuvo de acuerdo con ello. Él escribía la novela al mismo tiempo que Kubrick desarrollaba el guion, pero la mayor parte de las ideas de la película son de Kubrick, no del novelista. Esto hizo que Clarke llevara al papel su propia versión de «2001», por decirlo así, que en realidad es una historia paralela que, si nos fijamos bien, es distinta a la de la película. Ambas se complementan, pero no son idénticas. Y son esas mínimas diferencias fundamentales las que condujeron después a que la saga literaria del Monolito se separara del film del 68 y adoptara su propio rumbo, y sus propias explicaciones para las cosas. De hecho, es tan así que la magnífica segunda película, «2010: Odisea dos», dirigida por Peter Hyams en 1984, NO es una continuación del film de Kubrick sino la adaptación de la segunda novela de la serie… que es un relato que va por su propio camino.
En esta segunda novela, Clarke decide explicar lo que es el Monolito (“una especie de navaja suiza extraterrestre que sirve para muchos usos”, dice el doctor Floyd en la novela), y darle una explicación racional, de esas que tanto le gustan a él, al fallo original de HAL 9000. Esta explicación es bastante peregrina y se basa en la existencia de una paradoja lógica, en un callejón sin salida moral en el que los programadores obligan a HAL a mentir a la tripulación, cuando la IA no sabe lo que es la mentira. Esto lleva a que decida, para escapar de la trampa lógica, eliminar uno de los lados de la ecuación, es decir, a la tripulación. Así ya no tendría que mentirles, y todos contentos. Siempre me pareció una explicación muy cogida por los pelos, y que demuestra que en realidad Clarke nunca entendió la moraleja final del film de Kubrick. Nunca entendió que HAL se vio obligado a volverse homicida, violento, para que Bowman pudiera dar su salto evolutivo final al interior del Monolito. Pero no importa, porque las novelas tienen su propia historia interna, y siguen su propio desarrollo.
Mucha gente ha intentado comparar “2001” con una propuesta muy interesante que nos trajo Nolan hace unos años, la fascinante y densa “Interestelar”. Dejando de lado las obvias diferencias entre ambos films, yo creo que son películas completamente opuestas en su núcleo más profundo, en su historia troncal. ¿Por qué? Pues por una razón muy sencilla: al final de 2001, el hombre ha viajado hasta los confines del Sistema Solar para encontrar allí lo incognoscible, lo alienígena, lo que jamás podremos entender. Es un viaje hacia lo desconocido, desde que el Discovery sale de la Tierra. Sin embargo, el final de la película de Nolan muestra justo lo contrario: el teseracto que encuentran dentro del agujero negro ha sido creado por los hombres del futuro, y está puesto ahí para ayudar a la humanidad de su pasado a corregir sus errores. Es decir, no es un viaje a lo desconocido, sino todo lo contrario: a lo conocido, a lo familiar, al entorno controlado y acogedor. Podemos resumirlo en una simple frase: en “2001”, los astronautas hacen un largo viaje para hallar algo que no se puede explicar y que no pueden controlar, mientras que en “Interestelar” lo que nos espera al final del viaje somos nosotros mismos. Ambas propuestas son muy interesantes y complementarias, pero demuestran que a pesar de todas las veces que los críticos han comparado una película con la otra, en realidad sus argumentos son completamente opuestos.
En fin, esto es para mí «2001: una odisea en el espacio». Puede que estéis de acuerdo con mis conclusiones o puede que no, pero esto es lo bonito del arte con mayúsculas: que nos mueve a pensar. Que nos lleva a meditar y a tomar decisiones. El arte no siempre es tan plano como para adquirir un volumen tosco y una única interpretación posible; a veces es más glorioso que eso. Hoy en día hay muy pocos cineastas que se arriesguen a exigir un esfuerzo ergódico por parte del espectador, un esfuerzo para comprender y disfrutar lo que uno está viendo. Christopher Nolan es de los poquísimos que lo hacen dentro del entorno del cine de gran presupuesto, pero por desgracia no tiene muchos imitadores, porque la mayoría de los cineastas (y los productores) tiene un miedo horrible a la mera idea de hacer pensar al espectador. A obligarlo a que mueva sus neuronas, aunque sea un poquito. Esto me causa una enorme tristeza, sobre todo cuando estoy en una sala de cine viendo películas como «TENET», «Interestelar» o «Cloud atlas» y no paro de escuchar los bufidos de tapir de los espectadores que tengo sentados al lado, que, como dije antes, desechan este tipo de películas con el turbio desprecio de quien no entiende nada y por eso odia el producto que se le ha presentado, y por el que han tenido la desfachatez de cobrarle una entrada. A veces, cuando estoy solo en la oscuridad de una sala de cine, me siento de veras como un mono con un hueso en la mano.