Publicado: 11 de diciembre de 2006
Por Hugo Lara Chávez
Historia del cine mexicano
“En Guanajuato, en encarnizada batalla contra las fuerzas villistas, una granada destrozó el brazo derecho de Álvaro Obregón, general leal a Venustiano Carranza. Esta anécdota fue material para una historia de humor negro: los ayudantes de Obregón buscaban el despojo para enterrarlo, con los honores militares del caso, sin que lograran encontrarlo. Ya cayendo la tarde, uno de ellos, que conocía bien el carácter del general, arrojó una moneda de oro al aire y la mano se alzó entre los cadáveres, como ave de presa, para apoderarse de la moneda”.[1]
En 1920 las cosas no habían variado demasiado de como estaban cinco años atrás. Carranza había eliminado de la escena a Zapata (muerto en una celada en 1916) y había menguado el poderío militar de Villa, de quien muy pronto se encargaría el nuevo caudillo. En efecto, la nueva amenaza para el régimen la encarnaba el sonorense Álvaro Obregón. Bastó un distanciamiento entre éste y Carranza, unas escaramuzas militares, algunos cartuchos quemados y breves enfrentamientos para que el viejo de los anteojos y las barbas blancas fuera asesinado en su huida a Veracruz. El breve interinato que sucedió en la presidencia lo ocupó Adolfo de la Huerta quien, de acuerdo a lo convenido con el caudillo triunfante, cedió a éste el poder, el cual permanecería en manos de militares durante muchos años más.
Durante su presidencia (1920-1924), Obregón tuvo la tarea de apaciguar el aquelarre de generales, convencidos cada uno de que los laureles del César les correpondían por razón o por madruguetes, pues todos creían merecerlos por una de las mil batallas en que combatieron. La sangre no dejó de correr. Aquéllos que no se sometieron a la voluntad del caudillo fueron ajusticiados y los otros tantos fueron sometidos. En medio de la violencia, el gobierno de Obregón “destinado a extinguir las llamas de aquel enorme incendio -escribe Benítez-, hubiera supuesto una etapa de transición sin relevancia de no haber nombrado a José Vasconcelos como secretario de educación. Disponiendo de claustros ruinosos y de iglesias abandonadas, construye en ellos la propia sede de su ministerio, escuelas, bibliotecas y salas de discusiones públicas. México se reconoce a sí mismo, muy tarde”.[2]
Con Vasconcelos se generó uno de los más importantes momentos culturales de nuestra historia reciente. La brutal energía de la revolución que aún se respiraba por todos lados y que combinaba su aroma con el de la pólvora y la sangre, quedó plasmada en los muros de los edificios públicos, y así los rostros indígenas, los obreros, los mercados, las fiestas populares y la propia historia de México que pintaron Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros y otros muralistas, formaron parte del testimonio de esta corriente nacionalista. Era una nueva visión que no acababa de gustar a los numerosos enamorados de lo europeo. “Constituía en verdad un espectáculo ver a un joven gordo, de ojos saltones, pintar muros antiguos encaramado a sus andamios y con una gran pistola al cinto ‘para orientar a la crítica’, según decía irónicamente”.[3]
La cinematografía, por su parte, ocupó un tímido lugar en las cruzadas culturales de José Vasconcelos. En estas iniciativas oficiales el cine regresó a su condición itinerante para llevar a las poblaciones más recónditas filmes educadores, dentro de una estrategia que lo usaba como una herramienta para atraer a la gente a las misiones que encabezaban maestros y alfabetizadores por lares inhóspitos. El Estado no fomentó, como lo hizo con la pintura, una escuela mexicana de cine. Se presume que Vasconcelos no era muy devoto al séptimo arte, pues veía en él un instrumento transculturizante. Y su idea no estaba muy alejada de la realidad. Ante las cintas estadunidenses, la sociedad mexicana reaccionaba benévolamente. El país del norte, a punto de consolidarse como la primera potencia mundial, utilizó al cine como un efectivo medio de propaganda. No se trataba simplemente de ganar adeptos para las figuras cinematográficas que ellos creaban: en realidad sus películas estaban vendiendo una forma de pensar, de vestir, en fin, un estilo de vida que era celebrado, acogido e imitado por un grupo numeroso de nuestra sociedad, la sociedad esponja.
Para principios de los 20 la cinematografía estadunidense ya se había impuesto a su principal competidor en el mercado mexicano: la italiana. “En 1924 la producción nacional llegó a su nivel más bajo desde 1917, año en que se iniciaron las películas de argumento. Los entusiastas del 17 que deseaban formar una industria nacional se sintieron derrotados, y algunos creyeron que el culpable era el exiguo mercado nacional, la falta de audacia de los inversionistas, y la impreparación de los técnicos mexicanos, pero sobre todo el Estado por la situación imperante (…). El fondo del problema era, por supuesto, la competencia norteamericana, a la que el Estado no obstaculizó”.[4]
Por aquellos años, la escueta producción de filmes mexicanos no varió gran cosa en términos temáticos. Algunos filmes de tema rural, como El caporal, En la hacienda y La parcela se cuidaban de no comprometerse demasiado con el asunto agrario, tema aún candente de la revolución. Obregón no eliminó la censura impuesta por Venustiano Carranza que afectó a algunos distribuidores y exhibidores. Para paliar el escozor sobre este asunto, Obregón cambió a otra dependencia la responsabilidad censora.
Esa misma tónica siguió estable hasta el inicio del cine sonoro que coincidió con el fin del maximato. Con la llegada de Plutarco Elías Calles a la presidencia en 1924, y hasta el fin de su periodo, en 1928, el poder de Obregón se mantuvo latente. Fueron también los años más duros de la guerra cristera, el tema tabú del cine en aquellos años. Algunas cintas como El Cristo de oro (1926) y El coloso de mármol (1928) se entregaban devotamente a los intereses del poder o al escapismo y a la evasión de la realidad. Las cintas de propaganda corrieron a cargo del Estado, el cual produjo en 1926 Las cosas de México, cuyo tema abordaba amablemente los dulces frutos de la revolución y México militar, en la cual se adulaba la nobleza del ejército mexicano.
A esas alturas, el cine ha superado el rango de espectáculo popular para ubicarse, en parte azarosa y en parte premeditadamente, dentro del esquema de control establecido por el régimen social y político. En medio de una atmósfera veleidosa políticamente, con una soceidad que aspiraba a tecnificarse y modernizarse y dejar atrás los demonios de la guerra, el cine se había convertido en una guarida que ofrecía cobijo a las masas para dulcificar sus inquietudes e ilusiones. Un cronista de la época, el poeta Juan José Tablada, se refería al espectáculo cinematográfico en los siguientes términos: “Aunque parezca redundante hay que recordarles a los implacables censores vernáculos algo de lo que el público se ha dado siempre cuenta con la boyante certeza de su instinto: que el cine no es un templo de estética, ni conservatorio clásico, ni emporio de arte, ni cenáculo para exquisitos, sino lisa y llanamente un lugar de solaz y diversión para las masas, con ocasionales intentos de superficial cultura… (El Universal, 9 de octubre de 1927)”.[5]
El cine definitivamente era una diversión que resultaba ser de las más accesible para cualquier público, no sólo económica sino intelectualmente, merced a la enorme capacidad de su lenguaje visual y sus cualidades técnicas para universalizarse fácilmente. Por eso, su popularización se hizo de un modo muy ágil, y por eso también, sumó multitudes de fieles seguidores en un periodo relativamente corto. Carlos Monsiváis retoma el asunto y reflexiona acerca de la percepción del público: “De las esperanzas ultraterrenas se encarga la Iglesia; las ilusiones meramente humanas le corresponden al cine, a la radio, a la industria del disco, a los comics, al teatro. Reparto de labores: el Estado controla la conducta del pueblo (el trabajo y la política); la religión se responsabiliza por el sentido final de la vida (lo que le pasa al pueblo cuando muere); la industria cultural le propone al pueblo el mejor uso de sus horas libres. Y el cine es decisivo en la integración nacional, por mediar entre un Estado victorioso y las masas sin tradición democrática, fijadas por la educación sentimental
“[…] El predominio del Estado laico es creciente e irreversible, y el último escollo sangriendo de la modernización es la guerra de los cristeros (1926-1929). Mientras, el cine enlaza las convicciones profundas del auditorio con las imposiciones del cambio. El Estado fuerte es dueño de la representación revolucionaria, de la educación escolar y de los niveles de interpretación de la política, la economía, la sociedad. Sólo deja fuera, a quien por ello se interese, la vida cotidiana”.[6]
Obregón logró reelegirse como presidente en las elecciones de 1928. Era el sobreviviente de todas las grandes figuras revolucionarias. Su recio carácter, su aplomo y su influencia se prodigaban a la hora de dominar a los más importantes núcleos del poder militar. Por eso, éstos convinieron en dejar para mejor ocasión la consigna maderista de la no reelección. El hombre sin brazo, no cabía duda, era el dueño del poder. Mientras, su otro brazo se tendía para extinguir las hogueras de los inconformes, la más despierta: la de los cristeros. Entre júbilo y celebraciones, antes de su ascenso al poder, un militante católico, León del Toral, acabó de un tiro con las aspiraciones de Obregón. A su muerte, lo sucedió como Jefe Máximo de la Revolución, Plutarco Elías Calles, quien prefirió astutamente consolidar su poder detrás del trono. Para ello, fundó un partido, el Nacional Revolucionario, que serviría de foro para dirimir las diferencias entre los generales y para evitar los posibles cuartelazos. Este sería el instrumento para imponer el régimen del gatopardismo: que todo cambie para que nada cambie. Entre 1928 y 1934 Calles gobernó tras los rostros de los presidentes Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo Rodríguez.
[3] Idem
[4] DE LOS REYES, Aurelio et al., Op. Cit., 80 AÑOS… p.82
[5] MIQUEL, Angel. LOS CRONISTA…, Op. Cit., p. 23.
[6] MONSIVAIS, Carlos; BONFIL, Carlos. ATRAVES… Op. Cit. pp. 87 y 88