Por Jessica Oliva García
Crítica 3 de 3 (Escrita durante el seminario)
En “La gran belleza” (“La grande bellezza”), el director italiano Paolo Sorrentino vuelve la cámara a su país natal y nos adentra en una Roma de magos. Grandes ilusionistas de la palabra pseudo-intelectual– que lo mismo hablan de Proust como del jazz etíope– habitan su barroca representación de esta ciudad: un lugar de belleza tan aplastante que ha matado a la misma inspiración. Y a falta de verdadera magia creativa dentro de esta decadente élite, no queda más que recurrir a los trucos.
A través de los ojos del carismático Jep Gambardella (interpretado por Toni Servillo), un escritor de 65 años que ya no escribe, la película nos sumerge en una Roma contemporánea de luces cálidas y coros religiosos, pero también de sensaciones carnavalescas, clasicismo y tomas envolventes. El espectador llega a ella incluso antes de conocer al héroe que le servirá de guía, por medio de una cámara inquieta, que desde la primer secuencia sale de la boca de un cañón y danza alrededor del monumento a Garibaldi en el monte Janículo, con vertiginosos ‘travelings’. Las campanas de un templo cercano marcan el ritmo en el que cambian los cuadros y, poco después, las voces sacras de unas coristas dejan claro desde entonces cuáles serán los sonidos más hermosos que escucharemos a lo largo de la película. De pronto, un turista asiático intenta fotografiar el panorama romano desde un mirador, pero sufre un infarto mientras lo hace. Frente a tanta belleza… muere.
Tal como el cuerpo inerte del japonés, los miembros de la alta esfera que rodea a Gambardella se encuentran paralizados, sumidos en una irremediable esterilidad, a pesar de disfrutar en primera fila de la magnificencia romana. Sorrentino nos los presenta de noche, durante la exuberante fiesta de cumpleaños del escritor, inmersos en un frenesí visual y auditivo a la Baz Luhrmann. Poetas, artistas conceptuales, figuras de la televisión y actrices forman trenecitos humanos al bailar que avanzan al ritmo de ‘La Colita’, pero que, en realidad, ‘no van a ninguna parte’. Y en medio de ellos se alza Jep, periodista exitoso y distinto en tanto que es consciente de la nada y de la pretensión que lo rodea. Sin embargo, es renuente a dejar la frivolidad ilustrada. Como a todos, le falta un pretexto, un motivador, un aire de musa que no ha encontrado desde su romance adolescente, hace 40 años, y que lo impulsó a escribir su única novela.
Con un héroe así y las declaraciones del mismo Sorrentino, quien constantemente habla de su inspiración en la obra de Federico Fellini, es casi imposible que, al ver “La gran belleza”, la memoria no viaje al argumento de “La Dolce Vita” (1960). Jep Gambardella y Macelo Mastroianni, el personaje principal de esta última, son dos escritores cínicos con tanto en común, que es claro que el realizador buscaba que se hiciera dicha asociación. Ambos tienen finales liberadores, en medio de la decadente Roma contemporánea, y se buscan a sí mismos en los placeres nocturnos. Sin embargo, en la película de Sorrentino, Jep está envuelto en un ambiente de eterno performance, pues todo es un acto, una representación: las inyecciones de botox a cargo de un psicomago, la santa que sopla y hace volar a decenas de cigüeñas de forma dramática (como remate de su diálogo), la jirafa que desaparece en plena calle, etc. Y mientras el personaje de un perfecto Toni Servillo busca la belleza vital que inspira a la creación, Sorrentino va detrás del ideal estético en la imagen versátil, que muestra a una Roma de ensueño, de día, de noche, de blancas esculturas o bailarinas exóticas en la oscuridad. El filme sobre la belleza se vuelve, a su vez, uno bello, apoyado por una banda sonora que sorprende por su amplio rango, pues incluye desde ‘merengues’, hasta los violines de Lele Marchiteli.
El arte es vida, concluye el despertar de Gambardella. Y ni los más elevados racionalismos, ni los placeres más mundanos, ni la habilidad de la prestidigitación intelectual hubieran podido conducirlo al bárbaro y poco sofisticado impulso de crear. Tan sólo la mano entrenada de Sorrentino pudo contar esta sublime revelación en imágenes, al mismo tiempo que subió a Roma al escenario de lo extravagante.
)
LEE TAMBIÉN:
Concurso de Crítica Premio Distrital: “Nebraska”, Premios Mudo. Por Jorge Javier Negrete Camacho
Conclusiones del Concurso de Crítica
Concurso de Crítica: 1er lugar: “La Vida de Adèle. Por Sergio Raúl Bárcenas Huidobro
Resultados del Primer Concurso de Crítica Cinematográfica