Por Sergio Huidobro

Aunque en 1951 Arthur Miller cruzaba el punto más alto de sus capacidades como dramaturgo, es probable que a tres cuadras de Broadway fuera más conocido por recién haber desposado a Marilyn Monroe que por su potencia escénica. En ese año, su matrimonio con Norma Jean empezó casi en sincronía con la composición de “El crisol”, un inolvidable drama en cuatro actos sobre los juicios contra adolescentes acusadas de brujería, satanismo y de fornicar con el diablo en la puritana Nueva Inglaterra de tres siglos atrás.

¿Quién habla “en serio” de brujas y demonios, a mitad del siglo XX?

Lo que siguió es un episodio bien conocido: cinco años después del estreno, Miller fue llamado a comparecer frente al infame comité presidido por Joseph McCarthy. Nadie en todo Nueva York había visto la obra sin asumir que lo que se denunciaba ahí era la paranoica persecución de intelectuales y artistas sospechosos de simpatías comunistas. Que los juicios sumarios de McCarthy fueran apenas una paráfrasis de los de la obra de Miller era un chiste trágico que se redondeó cuando fueron bautizados como la “caza de brujas.” ¿Y de qué otra cosa podría estar hablando Miller? ¿Quién habla “en serio” de brujas y demonios, a mitad del siglo XX?

Thomasin (Anya Taylor-Joy), protagonista de “La bruja” (“The Witch”, Robert Eggers, 2015), bien podría ser procesada junto a las acusadas de Salem, pero la base sobre la que se levanta el guión del propio Eggers es diametralmente opuesta a la de Miller. La naturaleza del mal no se expía a través de la sospecha, la culpa, la paranoia o las cabezas de turco; lo que La bruja asume –o lo que asume que su público asumirá– es la existencia y revelación palpable de un mal metafísico, ultraterreno y ancestral que escapa al control o la protección de cualquier mecanismo humano de defensa, la fe incluida. El diablo no como encarnación alegórica de alguna otredad –comunistas, extranjeros, ateos– sino como agente del propio mal que, en efecto, sabe más por viejo que por diablo.

Para articular un discurso tan atípico, asincrónico y premoderno, Eggers y su equipo técnico se han volcado en una reconstrucción de época obsesiva en el detalle, casi olorosa, casi térmica, pronunciada en inglés isabelino y montada con la misma austeridad ascética con la que viven los puritanos que vemos en pantalla. Al estar basada en crónicas y relatorías históricas, la película pretende ampararse frente al natural escepticismo del espectador, y evade sistemáticamente sus expectativas: suprime los golpes de efecto y potencia las atmósferas. Así, “La bruja” pierde en tanto se la lee como un mero filme de horror –ángulo desde el cual resultaría decepcionante–, pero gana puntos en tanto el espectador acepta poner sobre la mesa sus temores más irracionales: el del monstruo debajo de la cama.

En el fondo, “La bruja” es un cuento que, como la obra de Miller, explora la culpa y el castigo como mecanismos sociales, aunque en una dirección notablemente más conservadora. El “chivo expiatorio” del Antiguo Testamento, aquel animal al cual se le adjudican todos los pecados de toda una comunidad antes de ser abandonado a su suerte en el desierto es, en apariencia, el perturbador “Phillip Negro”, un macho cabrío, interlocutor terrenal de Satán con los niños. Pero los chivos bíblicos no son otros que la familia entera, expulsados de la vida social y condenados a habitar en los límites de la vida comunitaria, pero también de eso que la tradición llama el “perdón de Dios” o la salvación. ¿Por qué fueron expulsados? ¿En qué radica su falta? ¿Está el diablo estimulado por las inquietas hormonas del hermano mayor, que espía el naciente pecho de su hermana? ¿Es el deseo reprimido de madre e hija lo que alienta la cercanía del mal? Las preguntas importan, pero no tanto como el castigo y el conservadurismo latente de las respuestas: viven a las puertas de ese bosque que, para William Blake, son las puertas del mismo infierno, y la inocencia rota es su primer alimento.