Por: Rodrigo Garay Ysita
La tentación por un camino alternativo a la voracidad del neoliberalismo se manifiesta entre nosotros. En la fascinación por la cultura ancestral de Oriente, con sus mandalas de colores y su matcha orgánico para adelgazar, por ejemplo, o en las pequeñas luchas de conciencia en contra de las grandes corporaciones asesinas de planetas, que pueden ser cimbradas a base de dietas veganas y un poco de sentido común.
En Bosque de niebla (2017), primer largometraje de la documentalista Mónica Álvarez Franco, la tentación encontró un camino viable: el Centro de Agroecología y Permacultura “Las Cañadas” es una cooperativa sumida en el bosque veracruzano que, desde 1996, rige el comportamiento de una pequeña comunidad, desde las materias que los niños estudian en su único salón de clases hasta la administración de las cosechas, con el rigor de la autosustentabilidad.
Los detalles de los protocolos que llevaron a las familias ligadas a la cooperativa a tener una vida naturista y 100% biodegradable están prudentemente omitidos del vistazo elíptico que Álvarez Franco presenta en el documental; más bien, la idea es perderse entre los close-ups de orugas y ciempiés que habitan uno de los ecosistemas más frágiles de nuestro país sin perder de vista lo más importante del asunto: a la gente que salva el mundo en el salón de clases y a las manos hábiles que trabajan los sembradíos.
Bosque de niebla se tambalea sobre la escasa línea que divide al acercamiento periodístico de la propaganda. Por una parte, conserva suficiente distancia como para describir la rutina de los veracruzanos y mantener el interés de la cercanía al mismo tiempo —de manera muy semejante a la que usó Arturo González Villaseñor para capturar la labor humanitaria de Las Patronas en Llévate mis amores (2014)—, pero, por otro, nunca encuentra la imagen con el impacto (o la relevancia) suficiente para justificar el ejercicio documental. En la película de González, cuando las mujeres salen de los arbustos con bolsas de plástico y rodean a La Bestia frenética que cruza la pantalla con decenas de brazos colgando para recibir sus alimentos, la fuerza de un fenómeno migratorio actual y entero adquiere peso frente al espectador; en la de Álvarez, los breves momentos de cotidianidad son sólo ilustrativos de un modo de vida que parece buscar exportación. Bosque de niebla no muestra una problemática, pero sí endulza una solución para ella.
Los rasgos publicitarios se hacen más evidentes cuando una de las estudiantes gana un protagonismo enorme a cuadro: la joven Haya Romero de Alba es la líder de su modesta pandilla, estudiante estrella y, desde luego, hija de los dueños de Las Cañadas, que a su corta edad ya tiene bien pensada la administración de la tierra que le heredarán sus padres. Es una princesa en el reino de los huertos escolares que predica los beneficios de un consumo responsable con el ejemplo constante y que, sin embargo, todavía provoca cierta preocupación en el Sr. Romero y la Sra. De Alba, quienes no tolerarían que a su pequeña se le ocurra vender los terrenos que han trabajado durante tanto tiempo.
Ahí está uno de los pocos esbozos de conflictos interesantes que contrarrestan la ausencia crítica en el filme. Perdida entre macros del rocío y de ojos de cabra, está la revaloración del ciego “amor por la tierra”, un arraigo que quizás ya no tenga sentido en las generaciones jóvenes que están más ansiosas por una carrera en la milicia o por estudiar psicología en una universidad. Bosque de niebla pone el tema sobre la mesa, pero prefiere concentrar sus esfuerzos en difundir la maravillosa utopía educativa de Las Cañadas.