Por Pedro Paunero
Claude Lelouch (n. 1937) saltó a la fama con la película “Un hombre y una mujer” (Un homme et une femme) en la cual Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée experimentan un romance culpable, arropado con una estupenda fotografía (a cargo del mismo Lelouch, experimentado fotógrafo publicitario) y una banda sonora que devendría en legendaria, casi arquetípica, con un tema por parte de Francis Lai (música) y escrito por Pierre Barouh (también actor en la película), que todos hemos escuchado alguna vez, haciéndonos suponer que ha existido siempre, con su “dabadabada” repetido una y otra vez –y que no puede ocultar su influencia del bossa nova-, en la sensual voz de Nicole Croisille, por lo que no nos parece raro que su compositor ganara el Óscar por la música de “Love Story” (Arthur Hiller) en 1971.
La película, en la que Anne (Aimée), una script del cine, ha enviudado recientemente de su esposo Pierre Gauthier (Pierre Barouh, con quien se casaría, en la vida real, ese año), un stuntman cuya carrera de riesgo lo ha llevado, por supuesto, a la muerte, conoce a Jean-Louis Duroc (Trintignant), piloto de autos de carreras, que también ha sufrido una dolorosa pérdida, el suicidio de su esposa, tras el traumático accidente que este sufriera en las 24 Horas de Le Mans, encantó a todos aquella primavera de 1966, al grado de llevarse la Palma de Oro del Festival de Cannes y el Óscar a Mejor película extranjera en 1967. Rememorada, años después de verla por primera vez, lo que queda de la cinta es, precisamente, el artilugio sobre el que se sostiene: la fotografía, poética y embelesadora, y el ruido crispante de los autos de carreras, que llega a nosotros de manera artificiosa y un tanto envejecida. Como vehículo de las pretensiones intelectuales de Lelouch –enamorado de la cámara y sus posibilidades-, es obvio que la historia debía ser simple.
Enemigo de la Nouvelle Vague y los “cahieristas”, pero explorador igual de las otras formas de “ver”, rueda, en 1976, “C’était un rendez-vous” (“Era una cita”), un cortometraje del cual el adjetivo más preciso —y el más incuestionable para describirlo—, es vertiginoso. Como podemos ver Lelouch no había podido abandonar el tema, y el hecho, que da aliento a las carreras de autos. En tan sólo 8:40 minutos (rodada en una sola toma y, necesariamente, dentro de los límites de los 10 minutos debido a la duración del carrete de cinta) Lelouch, que adaptara una cámara giroscópica sobre un Ferrari 275 GTB, con motor V-12, filma las calles de París al amanecer, prontas a clarear al día, y en las cuales aún hay bandadas de palomas, que vuelan despavoridas ante la proximidad diabólica del bólido, del cual escuchamos los cambios de marcha, y asistimos, pegados al asiento, a los giros de calles; vemos cómo el piloto anónimo, todo un profesional de la Fórmula 1, esquiva a los aterrados peatones, y se mete, apenas por los pelos, entre obstáculos, tales como autos estacionados y estrechas calles de un solo sentido. Adivinamos la cuidadosa planeación, pero nos asombra que el azar haya estado de su parte y que el desenlace no haya sido fatal. A Lelouch se le negó el permiso para cerrar las calles, así que, clandestinamente, se lanzaron (literalmente, él y su piloto) a filmar esta maravilla de la insensatez, cuya novedosa vía para mirar algo en la pantalla sólo tiene equivalente en el viaje “hacia la pared”, del vanguardista “Wavelenght” de Michael Snow (1967), obra maestra del Zoom y la narrativa rompedora cinematográfica.
El enloquecido trayecto comienza en el Cercle du Bois du Bologne, sigue por Avenue Foch, Arc de Triomphe, Champs Elysee, pasa por la Place de la Concorde, Quai des Tuilleres, donde se atraviesa un autobús, antes de entrar a terrenos del Louvre, seguir por Avenue de l´Opera, pasarse varios semáforos en rojo, alcanzar Rue Halevy, las Galeries Lafayette Haussmann y en seguida la Rue de la Chausee d´Antin, la iglesia de la Sainte-Trinite, girar en Jean-Baptiste Pigalle, donde una persona, detrás de un camión, se hace a un lado, y en cuya calle el piloto desacelera sólo para aumentar la velocidad antes del Boulevard de Clichy, hay un ligero titubeo, antes de tomar por la izquierda y casi chocar contra una tienda, y esquivar, apenas, a una mujer de vestido rojo a metros de la Rue Caulaincourt, continuar por Avenue Junot, Rue Norvins, Rue Saint-Rustique, y llegar, por fin, a detenerse a un lado de la basílica du Sacre Coeur, de la que escuchamos las campanas. Los neumáticos chirrían, los autos se ralentizan a los lados, sentimos la adrenalina, pero también angustia. Y, por fin, sobrevivimos a esta aventura mortal, inmortalizada en la breve duración del celuloide.
El corto se hubiera quedado en la anécdota, por lo demás de una extraordinaria relevancia, de filmar a alta velocidad el recorrido por las calles de París, con todo el riesgo que eso implicaba, pero la intención narrativa de su autor se hace clara al final, cuando el título (desde el cual esa intención se hacía ya patente), se revela, en el hecho de que Lelouch mismo, que ha ido como copiloto todo el trayecto, desciende del auto y se encuentra con una chica (Gunilla Frieden), que emerge de la calle lateral, vestida con un largo vestido amarillo que la recorta contra el fondo celeste, y se abrazan, al mismo tiempo que aparece el título “C’était un rendez-vous”. En este momento sentimos ese suspiro de alivio, de haber finalizado con ellos esta apuesta al todo o nada.
Tal vez sobre decir que Lelouch pasaría el corto sólo en salas de carácter “underground” y que, una vez que se corrió el rumor de que existía, su realizador fue detenido por la policía, pero liberado sin cargos después, pero es parte de su historia. Una anécdota más para una cinta en vías de tomar carácter de legendaria, ya que Lelouch, en declaraciones suyas el año 2006, desmentiría haber sido acompañado por un piloto profesional (se barajaban los nombres de René Arnoux y Jean-Pierre Jarier, como los posibles cómplices del realizador), y haber sido él quien condujera, acompañado de otras dos personas, su Mercedes Benz de 6.9 litros, y habría editado la película con el sonido de un Ferrari 275 GTB (algunos suponían que el auto podría haber sido un Le Mans Matra 675 o un Alpine A110) para darle más credibilidad. O que nunca alcanzó la increíble velocidad de 260 kms/hr que se suponía, había alcanzado, en algunos tramos, sino los 140 kms/hr en realidad. Nada de esto importa si sabemos que, el documental, si le adjudicamos la paternidad a Robert J. Flaherty con su “Nanuk, el esquimal” (Nanook of the North, 1922), nació como falso documental (la cinta original se perdió y Flaherty tuvo que poner a actuar a Nanuk su propia cotidianidad), o que el Cinéma Vérité que Luis Buñuel nos legara a través de “Las Hurdes, tierra sin pan” (1933), estuviera impregnado de varias crueldades, como disparar sobre una cabra o untarle miel a un burro, para atraer a las abejas, y reforzar así la verdad plasmada; “C’était un rendez-vous” (acortado el título, en ocasiones, solamente a “Rendez.Vous”), es una pieza de arte funcional –bastante funcional-, a principios del Siglo XXI, en el que se la redescubre como parte de una poética límite y demente, muy liberadora, que trasciende su propia imprudencia, en medio de la hastiada “Era de la posverdad” que nos atosiga.