Por Pedro Paunero
En el “Año-Covid”, no seremos obvios. Para el listado del 2020, el octavo, he escogido a los alienados y proscritos, a aquellos que se mantienen fuera de las convenciones sociales, debido a sus deformaciones físicas. Y, si el destino físico de estos personajes escapa a su voluntad, también hablaremos de aquellos que, a fuerza de torcer la ética científica, convierten, en contra suya, a humanos y animales en monstruos.
No hay nada de discriminatorio en el término “Freaks”, desde que los artistas del circo ambulante de Tod Browning lo dejara claro: forman parte de una sociedad orgullosa, con sus leyes y códigos, reunida para ayudarse los unos a los otros, y capaz de elegir, o rechazar, a nuevos miembros en su hermandad. Pero ¿qué hay de los científicos locos –o, acaso tan cuerdos que su proceder escapa a la moral humana—, capaces de volver del revés el curso de la naturaleza, creando mutantes artificiales? Tal vez estas interesantes películas, algunas bastante desquiciadas, ofrezcan alguna respuesta.
Los avatares del Dr. Moreau
No cabe duda que H. G. Wells, uno de los padres de la Ciencia Ficción (y quien, realmente, introdujo los temas clásicos en el género, como los viajes en el tiempo, los mutantes, las invasiones extraterrestres y la invisibilidad), era un oportunista literario. Tomaba dos o tres cosas que, en su momento, se encontraban en el candelero, en la mira de la sociedad, y escribía una obra magnífica. Lo hizo, por ejemplo, con la novela “En los días del cometa” (1906), publicada a escasos cuatro años del acercamiento del cometa Halley a la Tierra, en la que jugaba con los temores de la población, y las especulaciones científicas, sólo para proponer lo que a Wells le interesa al final, un cambio social radical, bajo la forma de una sociedad utópica, nacida de los restos que han dejado los gases venenosos del cometa. Con “La isla del Dr. Moreau” (1896), Wells, alumno del biólogo Thomas Henry Huxley —ese acérrimo defensor de Darwin, su amigo y confesor, y abuelo de Aldous Huxley, el autor de “Un mundo feliz” (1932), la novela que introduce la ingeniería genética al género, y del biólogo Sir Julian Huxley, primer director de la UNESCO—, pone por escrito la controversia de la vivisección en la ciencia, envuelta en una fábula de horror, que no fue comprendida en su época, al tacharla de morbosa, por sugerir la idea de que la biología podía crear seres monstruosos. Repasemos, pues, las adaptaciones que se han hecho de esa obra tan relevante.
La isla del espanto
(aka. Island of Terror; L’ille d’ Epouvante; Joë Hamman, 1913)
La primera adaptación de la novela de Wells tuvo un tratamiento pionero, por parte del cine mudo, en 1913, bajo el título de “L’ille d’ Epouvante” (aka. Island of Terror), por Joë Hamman, uno de los padres del “Western Camembert” (francés), en la que poco había de la novela, a no ser el científico amoral, llamado aquí Dr. Wagner, sus experimentos en cirugía, y el náufrago, un periodista denominado George Ramsay (el mismo Hamman, mejor conocido en su papel de Arizona Bill, quien siempre alegó haber inventado el “Western” en el cine), que llega a la isla, lo descubre y, cuando el loco doctor piensa usarlo a él para sus maquinaciones, logra escapar en balsa, acompañado por Betsy, la desencantada esposa del médico. La película se relaciona más con la obra “Le Docteur Lerne-Sous-Dieu” (1908), de Maurice Renard (célebre por haber escrito “Las manos de Orlac” [1920], tantas veces llevada al cine), en la que se supone que está basada, y que dedicara a H. G. Wells, e inspirada claramente en el Dr. Moreau. El título, debidamente traducido al español, es revelador: “El doctor Lerne, semidiós”, de la cual existe edición en Valdemar como “El doctor Lerne. Imitador de dios”.
En la novela, el “Mad Doctor”, de nombre Lerne, experimenta con trasplantes de órganos en humanos, animales e injertos entre animales y vegetales, y compara la anatomía biológica con máquinas. En donde Wells –leyendo entre líneas—, hacía una reflexión, Renard optaba por la simple evasión sensacionalista, acercándolo a un tema de revistas pulp, en su estado puro. Por si fuera poco, este autor escribió –tenía que ser, con esa vena tan proclive a lo efectista–, varias obras para el Teatro del Gran Guiñol.
Con todo, este es un increíble antecedente del Body Horror, del Ciberpunk, y de la “Nueva carne” de David Cronenberg, ni más ni menos, y la película, un cruce entre las dos novelas, convirtiéndola en un monstruo más frankensteniano que wellesiano.
La isla de las almas perdidas
(Island of Lost Souls, Erle C. Kenton, 1932)
Charles Laughton (en una de las cimas de sus interpretaciones, poderosa, sádica, cínica) interpreta al Dr. Moreau –entregado a experimentar con animales, presionando la evolución, para convertirlos en semi-humanos, en su laboratorio, conocido como la “Casa del dolor”, toda vez que sus estudios son quirúrgicos y no genéticos—, en la mejor de todas las adaptaciones de la novela de H. G. Wells, hasta la fecha. Bela Lugosi, con aspecto de hombre lobo, es el “Recitador de la Ley”, cuya lección, a punta de latigazos, mantiene su naturaleza de bestias a raya:
“¿Cuál es la ley? No caminar a cuatro patas. No sorber el agua. No derramar sangre. ¿Acaso no somos hombres?”
Kathleen Burke, interpreta a la hermosa –y exótica— “mujer pantera”, por sus ojos felinos, a quien no se acreditaba, como solía hacerse por entonces, para mantener el misterio y el interés en el personaje. La película estuvo prohibida en Inglaterra hasta 1958, debido a las mismas cuestiones que Wells atacaba en la novela: la brutal práctica de la vivisección, a la cual la crítica popular consideró que incitaba. No debemos olvidar la ironía de todo eso, que hoy en día es la misma que censura películas bajo la corrección política. Incluso el mismo autor repudió la cinta, al considerar que se dejaba fuera toda la profundidad que había puesto en su obra. ¡Qué bien que no conoció a Eddie Romero! Un director de quien trataremos más adelante.
La historia todos la conocemos: el náufrago Edward Parker (Richard Arlen), es recogido por un barco mercante que transporta animales destinados a la isla de Moreau. Ya en esta, al romperse el rechazo inicial del doctor al considerarlo un entrometido, es alentado a comenzar un romance con Lota, la mujer pantera, la más perfecta de las creaciones del científico, en aras de conseguir un hibrido. Pero no cuenta con que Ruth Walker (Leyla Hyams), prometida de Parker, arribará muy pronto a la isla, echando abajo sus planes. Por cierto, en esta adaptación, también podemos ver que nuestro científico experimenta con plantas, en especial en una escena en la que aparecen unos espárragos gigantes, pero la mejor de todas es aquella en la que, las bestias hombre, se acercan cojeando, arrastrando amenazadoramente sus miembros, mitad pezuñas y garras, o manos, a su “padre”, para espetarle:
“¡Tú nos hiciste en la Casa del Dolor! ¡Nos hiciste como cosas! ¡No hombres! ¡No bestias! ¡Cosas! ¡En parte hombres, en parte bestias! ¡Cosas!”
Y, a poco de su centenario, nos sigue conmoviendo –y estremeciendo—, ese alarido desgarrador.
La isla del terror
(Terror is a Man, Gerardo de León y Eddie Romero, 1959)
Aunque sin acreditar, esta cinta está codirigida por Eddie Romero, uno de los reyes del “exploitation” en Filipinas, al grado que, la historia, claramente está “inspirada” en la novela de H. G. Wells. Romero seguiría explotando la historia, a través de todo un ciclo, llamado “Island of Blood”, que incluye “Brides of Blood” (1968), “The Mad Doctor of Blood Island” (1969), y “Beast of Blood” (1970), en las cuales los motivos se repiten, una y otra vez: científicos locos y experimentos con humanos, plantas y animales, sin contar los desnudos femeninos, un añadido por parte de sus realizadores.
William Fitzgerald (Richard Derr), tras naufragar, llega a la “Isla de sangre”, en la cual descubre al Dr. Charles Girard (Francis Lederer), que ha sometido a cirugía a una pantera, hasta casi convertirla en hombre (Flory Carlos, que va por ahí, vendado como momia). Lo acompañan su esposa, Frances (Greta Thyssen), y su ayudante, Walter Perrera (Oscar Keesee), que maltrata a la criatura, que tiene la mala costumbre de escaparse y causar terror en la aldea vecina. No falta el romance entre Fitzgerald y Frances, y la trama reducida al mínimo, entresacada de la novela original.
La película, estrenada en los Estados Unidos como la primera cinta de terror filipina, iba acompañada de un gimmick, que sonaba como el timbre de un teléfono, para advertir al público que se mostraría una sangrienta secuencia quirúrgica, no apta para personas sensibles.
Brides of Blood
(Gerardo de León, Eddie Romero, 1968)
Entre paranoia atómica, y sacrificios humanos femeninos, los estadounidenses, el Dr. Paul Henderson (Kent Taylor), su esposa Carla (Beverly Hills/Beverly Powers), y el representante del Cuerpo de Paz, Jim Farrell (John Ashley), llegan a la “Isla de sangre”, poblada no sólo por mutantes animales, producto de la radiación, sino por toda una jungla alterada, incluyendo una mariposa mordedora, a la que tienen que enfrentarse, aparte de a una bestia –“el maligno”— que exige mujeres para sosegarse, y cuya personalidad permanecería secreta, de no ser demasiado evidente.
Primera de la serie de cintas que John Ashley protagonizó en Filipinas, bajo la dirección de Romero y Roger Corman,
La isla del Doctor Agor
(The Island of Doctor Agor, Tim Burton, 1971)
Lo que se sabe es que Tim Burton, con trece años de edad, dirigió –y protagonizó—, este cortometraje, en formato Super 8, en el que interpretara al Dr. Agor –transposición personal del Dr. Moreau—, grabando, para ello, en el zoológico de Los Ángeles, y echando mano de sus compañeros de clase. La existencia del cortometraje fue puesta en duda –el original se perdió—, considerándolo un rumor, una broma, o una mera leyenda, hasta que el director lo mencionara en el libro “Burton on Burton”, escrito por Mark Salisbury (Faber and Faber, 2006).
Atacan los monstruos
(aka. Los hombres del ocaso/El pueblo del crepúsculo; The Twilight People, Eddie Romero, 1972)
Años antes que John Frankenheimer pusiera a Marlon Brando como un repulsivo Dr. Moreau ganador del Premio Nobel, Eddie Romero lo había hecho ya, con su personaje, el Dr. Gordon (Charles Macaulay) –que secuestra a Matt Farrell (John Ashley), mientras bucea y termina huyendo por el descampado, en la más pura línea de “El malvado Zaroff”, mientras se enamora de Neva (Pat Woodell), la bella hija del doctor—, en esta cinta en la que no tiene empacho en volver –una vez más—, al argumento de su serie “Blood Island”, es decir, el Dr. Moreau a la manera filipina, y ya sin su socio Gerardo de León, en la cámara.
Lo más interesante de esta película –si no hacemos caso al maquillaje de tres pesos— es, quizá, que entre las criaturas que el científico loco mantiene enjauladas, se encuentren un hombre murciélago, llamado Darmo (Toni Gosalvez, con alas que parecen hechas de bolsas para basura), y una especie de ¿mujer mariposa?, esta última, toda una sorpresa, mientras Kuzma (Ken Metcalfe), el hombre antílope (que recuerda un poco al dios Pan, versión tercer mundista), ha aprendido a disparar un rifle, y defiende a Neva de los ataques de Ayesa (Pam Grier), la indomable mujer pantera, a la vez que de Primo (Kim Ramos), el hombre mono, que poco después de intentar violarla, se redime al ahorcar a uno de los malosos.
En fin, bastante entretenida, que es para lo que fue concebida.
La isla infernal del Dr. Moreau
(The Island of Dr. Moreau, Don Taylor, 1977)
Burt Lancaster interpreta a Paul Moreau, en la segunda mejor adaptación del libro. Michael York es Andrew Braddock, el náufrago, que casi se convierte en bestia, y lucha por su vida, al lado de Barbara Carrera, como Maria, la mujer felino, Nigel Davenport como Montgomery, el ayudante y capataz de Moreau, rodeados de los “humanimales” (con maquillaje de John Chambers, que en nada mejora su trabajo anterior, en el clásico “El planeta de los simios”), que realmente se enfrentan a las bestias, aun sin mutar, como tigres y bueyes, en las secuencias más memorables de la película, que se va desarrollando con una tibieza tremenda.
El Moreau de Lancaster es genetista, y no ya viviseccionador, como en la adaptación de Erle C. Kenton y la novela, lo que lo acerca al presente, pero lo aleja del horror esencial de Wells y la controversia original. El romance entre Maria y Braddock se desdibuja, y Lancaster –a pesar de su presencia actoral—, precipita su personaje hacia su destrucción, sin poco más que comedimiento, en una adaptación rodada blandenguemente, sin verdadera convicción. La partitura musical, debida a Laurence Rosenthal, en cambio, logra transmitir una atmósfera de salvajismo primordial.
L’étrange château du docteur Lerne
(Jean-Daniel Verhaeghe, 1983)
Adaptación francesa, en formato de telefilme, y en tono de comedia –la obra original está impregnada de un humor negro, muy francés—, de la novela de Maurice Renard, en la que el despilfarrador Nicholas (Pierre Clementi), llega al castillo de su tío, el Dr. Lerne (Jacques Dufilho), por meros intereses económicos. Descubre que las cosas son muy extrañas en sus dominios; en el invernadero, por ejemplo, hay plantas muy extrañas, sin contar los animales. Antes de que pueda escapar, se percata de la hermosa, y sensual, hija de los sirvientes (la modelo Anaïs Jeanneret, en su primer papel como actriz, con el seudónimo de Valérie Jeanneret), y decide quedarse.
El director, Verhaeghe, experto en producciones para la televisión, y que cobrara celebridad con su drama histórico “La controverse de Valladolid” (1992), llena la cinta de elementos retro futuristas, cambia algunos personajes, añade otros y obtiene una adaptación entrañable.
La isla del doctor Moreau
(The Island of Dr. Moreau, John Frankenheimer, 1996)
En el centenario de la publicación de la novela, el gran John Frankenheimer dirige una de sus más vergonzosas películas. Marlon Brando interpreta a un gordísimo Dr. Moreau, Val Kilmer a Montgomery, el ayudante –no menos loco—, de Moreau, y David Thewlis a Douglas, el náufrago. Aparecen aquí Ron Perlmann, como el “Recitador de la ley”, Fairuza Balk, como Aissa, la hermosa “mujer gato”, en un baile exótico y tentador, y Nelson de la Rosa (el actor dominicano, ostentador de un Récord Guinness no oficial, como “el hombre más pequeño del mundo”), que la hace de Majai, el hombre rana, inseparable compañero del doctor.
La película funciona, el maquillaje, creación de Stan Winston, es muy bueno –a pesar de unos efectos especiales desfasados, cuando el hombre leopardo (Marc Dacascos) salta—, y la sensación de repugnancia, que las anteriores cintas oficiales evitaron, se resalta todavía más. Pero Brando nos deja con una sensación de actuación rayana en la ridiculez, en su sátira del Papa, a bordo de una especie de “Papamóvil”, distribuyendo bendiciones a diestra y siniestra. Por esto mismo, es esta la adaptación más sórdida e, irónicamente, la más paródica de todas.
La casa diabólica del Dr. Moreau
(Dr. Moreau’s House of Pain, Charles Band, 2004)
Charles Band, propietario de la barata casa productora “Full Moon”, responsable de la cinta de culto “El juguetero del diablo” (aka. El titiritero del diablo; Puppet Master, 1989), dirigida por David Schmoeller, rueda, sin saber exactamente dónde está parado, la pretendida secuela –situada en los “alegres años veinte”, o algo así—, de la historia del Dr. Moreau que, se supone, se quedó en el tintero. Donde debió haberse quedado. O tal vez no, si sólo se quiere pasar un rato, entre malos diálogos, abierto sexploitation y absurdos argumentales, en este despropósito que convierte cualquiera de los títulos de Eddie Romero en obras de arte.
Nos encontramos en la “Casa del dolor”, con aspecto de fábrica, de Moreau (Jacob Witkin), prisionero de sus “Manimales”, que desean una reconversión de papeles. Sí, aquí ya no hay isla. Y, hasta allá, llega Eric Carson (John Patrick Jordan), detective privado, contratado por una clienta, en cuyo asunto encuentra una razón personal, ya que su hermano ha desaparecido, y previamente le había hecho una visita, no precisamente de cumplido, sino médica, a Moreau. Aparece aquí Alliana, la infaltable Mujer gato (Loriele New), en plan abiertamente desnudista y sexoso, y un hombre cerdo francamente molesto y repugnante.
Producto trash, demasiado malo, incluso para “Full Moon”.
Freaks: Chained for Life
(Harry L. Fraser, 1952)
A comienzos de la década de los años cincuenta, las hermanas siamesas Daisy y Violet Hilton, protagonistas de la historia de amor de “Freaks”, paralela a la de Hans, el enano, se habían quedado sin trabajo y vendían Hot Dogs en un puesto propio, en Miami. Pero la gente veía con repulsión el ser atendida por “monstruos”. Las hermanas, que habían capitalizado una historia repleta de escándalos, la pasaban muy mal. Entonces Hollywood, de nuevo, volteó a verlas.
Las hermanas protagonizaron la barata “Chained for Life”, un típico producto de explotación, en el cual el morbo estaba asentado sobre la propia vida de las gemelas. En esta, ambas escapaban a la acusación de bigamia al contratar a un reverendo ciego, que casaba a una de ellas sin percatarse de que eran siamesas, desatando los celos de la otra, que terminaba matando a su cuñado. El melodrama abría una interrogación ética: ¿Cómo encarcelar a la hermana culpable sin que la inocente tuviera que sufrir por ello?
La película fue un fracaso de taquilla y, tras sufrir un descalabro en la política, apoyando, cada una, a un candidato diferente, terminaron sus días como empleadas en una tienda de abarrotes. Fueron encontradas muertas, en su casa, el 4 de enero de 1969. Un médico dictaminó la causa: la epidemia de influenza, debido a la “Gripe de Hong Kong”. Daisy había muerto primero, y Violet entre dos a cuatro días después.
La casa de los condenados
(House of the Damned, Maury Dexter, 1963)
El arquitecto Scott Campbell (Ron Foster), recibe una llamada muy entrada la noche, de parte de Joe Schiller (Richard Crane), representante de un bufete de abogados. Se le pide que vaya a hacer un peritaje al Castillo Rochester –en realidad la famosa mansión, estilo Tudor, Greystone Mansion, donde se han filmado innumerables películas—, arrendado por diez años, pero ahora “un elefante blanco”, para determinar si puede remodelarse. O demolerlo, según las circunstancias. Al poco tiempo de llegar, comienzan a ocurrir una serie de sucesos extraños, como esa valla que cierra el paso al castillo –supuestamente deshabitado—, y que, cuando es retirada, es reacomodada. O lo que sucede, ya en el interior, como esas llaves que desaparecen, o la vigilancia que, sobre la pareja, realizan extrañas como perturbadoras presencias.
A Harry Spalding, el guionista, se le ocurrió la historia tras preguntarse sobre el destino de los personajes que, como en “Freaks”, se han quedado sin compañía que los acoja. ¿Dónde irían, permanecerían juntos, qué harían para sobrevivir? Richard Kiel, que pocos años después destacaría como “Jaws”, uno de los villanos más memorables de James Bond, el agente 007, hace su aparición al lado de una vieja, y obesa, tutora de los “Freaks, interpretada por Ayllene Gibbons, con John Gilmore y Frieda Pushnik, un par de artistas sin piernas, que han vivido refugiados en los subterráneos del castillo.
La película mantiene un cierto suspenso, y alguna escena de miedo, como aquella en la cual una silueta (el hombre sin piernas), entra en la habitación donde duerme Nancy (Merry Anders), la esposa de Scott, para robar unas llaves. Título entrañable, más que uno de terror, que no se olvida fácilmente.
Aullido VI
(Howling VI: The Freaks, Hope Perello, 1996)
Resulta admirable descubrir la inmensa cantidad de películas que, a partir de “Freaks”, tienen en estos personajes a sus protagonistas principales. Se podrían mencionar decenas, incluyendo la penosa “Freakshow” (The Asylum’s Freakshow, 2007), de Drew Bell, remake no oficial de la legendaria cinta de Tod Browning, pero me remitiré a este título, que toma elementos de la serie de novelas “Aullidos” (1977), que en el cine remite a una de las mejores películas sobre hombres lobo que se han realizado, “Aullido” (The Howling, 1981), dirigida por Joe Dante, y lo mezcla con una trama sobrenatural.
“Aullido VI”, como indica su título original en inglés, narra la historia de un circo, en el cual se exhiben rarezas humanas. Es así mismo, la de Ian (Brendan Hughes), vagabundo y restaurador de iglesias, que llega a un pueblo a pedir trabajo, mismo que se lo ofrece el pastor Dewey (Jered Barclay), a pesar de las consabidas reticencias del Sheriff Fuller (Carlos Cervantes), que para eso son los Sheriffs en las películas, para meterse con los extraños. Ian se descubre como hombre lobo, por supuesto, que por eso es una secuela de “Aullido”. Lo interesante, y sorpresivo, es que no tarda en reconocerlo R. B. Harker (Bruce Payne), propietario del circo “Harker´s World of Wonders”, que captura a Ian para su espectáculo, y que guarda, para sí, un colmilludo secreto. Desfilan por aquí, un enano de tres brazos (Deep Roy, célebre por interpretar a Keenser, en “Star Trek”, de J. J. Abrams), un hermafrodita (en franca alusión a los originales Josephine Joseph, de “Freaks”), y Winston (Sean Sullivan), un muchacho caimán con quien entablará amistad.
Se puede tachar a “Aullido VI” de forzar el morbo del “Freak Show” con elementos del terror más clásico, en un afán de remarcar su extrañeza, y es cierto, pero no se debe olvidar que la historia funciona al revés ya que, a una saga de películas sobre licántropos, se han añadido vampiros –que la Universal, Casa original de los Monstruos, nos enseñó que podían ir de la mano—, y fenómenos de circo. Aparte de esto –sin contar la primera película de la franquicia—, este es el título mejor logrado de la imaginería de “Aullidos”.
En conjunto, es un buen divertimento, si no nos detenemos tanto a verle las costuras.
Puede leerse la historia de las hermanas Hilton, en el siguiente enlace:
“El beso compartido. Las siamesas Hilton ruedan Freaks con Tod Browning”, por Pedro Paunero: