Por Pedro Paunero
No muestra al demonio dentro de Peter…
Expresión de J. M. Barrie ante la escultura de Peter Pan, esculpida por
Sir George Frampton, e instalada en los Jardines de Kensington, Inglaterra.
Una infancia traumática
La madre del escocés James M. Barrie hubiera preferido que él hubiese resultado muerto, y no su hermano mayor David, quien falleciera accidentalmente a los trece años, mientras patinaba y cayera en un lago helado. A la sombra de este hecho, Barrie creció afectado por una falta de amor que tuvo como consecuencia que se viera aquejado por la extraña condición médica denominada “enanismo psicosocial”, que afecta a niños maltratados psicológicamente. Así, Barrie, ya en edad adulta, no sobrepasaba los 1.47 m de estatura. Sintiéndose un niño atrapado en un cuerpo de mayor, y aunado a una serie de elementos tomados de su entorno, así como de personas con quienes se topara en los años más significativos de su vida –los pequeños hermanos Llewelyn Davies, a quienes había conocido en los Jardines de Kensington, mientras paseaba a su perro de raza terranova, Porthos, y para quienes se volvería un padre adoptivo ante la muerte de los padres auténticos–, daría a la imprenta su obra más célebre: Peter Pan, repleta de metáforas que no tienen otra explicación que el trauma psicológico. (1)
El fauno que podía volar
El día 27 de diciembre de 1904, los asistentes a la primera función de la obra de teatro “Peter Pan, el niño que no quería crecer”, lo tuvieron claro. Aquél personaje infantil, rubio y de ojos verdes, que vestía un traje confeccionado con tejidos vegetales, tenía una personalidad oscura, semi demoníaca, podía volar como un ave y tocaba una flauta de Pan. No cabía duda. Peter aunaba su nombre al feraz dios cabra de los griegos, Pan, por lo que representaría ese aspecto salvaje, irresponsable y algunas veces incómodo, de la infancia, que ya advierte a la inestable adolescencia. Su mejor amiga era Wendy, una niña con un nombre inventado –o tal vez no, si en realidad es el hipocorístico de Gwendolin–, pero que terminó volviéndose popular a partir de la primera aparición del libro, misma en la que Peter ve a una madre.
Su enemigo es el pirata James Hook (Garfio), y su celosa protectora el hada Campanilla, que detesta a Wendy. Viven en la isla de Nunca Jamás, donde los niños nunca llegan a crecer y, por lo tanto, no crean, y tampoco desarrollan, responsabilidades adultas, en compañía de los Niños Perdidos, aquellos que han sido raptados por las hadas mientras eran paseados por sus nanas en sus carriolas. En la obra, el pánico Peter presentaba características andróginas, que se mantuvieron en la última versión. La primera data de 1902, y se titula “El pajarillo blanco” (The Little White Bird), en la que Peter aparecía como un ente demasiado sepulcral, una especie de psicopompo –“un bebé muy viejo, pero siempre tiene la misma edad– que entierra a los niños que se caen de su cuna y mueren; es este un cuento que Barrie rescribiría varias veces, obsesivamente, hasta darnos la novela de 1911 para la cual, en un acto que se ha repetido en infinidad de cuentos de hadas, suavizaría la trama y la despojaría de esa oscuridad tan acentuada que contenía.
La primera adaptación de Peter Pan en el cine data de 1924, cuando Herbert Brenon la dirigiera para la Paramount, y tuviera su estreno el 29 de diciembre de ese mismo año. La hermosa Betty Bronson –por entonces con diecisiete años de edad, y elegida por el mismo Barrie para el papel–, encarnó a Peter, y Mary Brian –con dieciocho años–, a Wendy. Pero ni el maquillaje de Betty, ni sus movimientos y ademanes, lograron ocultar que se trataba de una chica, y no un muchacho, quien estaba debajo del personaje, lo que le otorga a la película –todavía hoy–, una inquietante y sensualista atmósfera lésbica. La leyenda, por motivos prácticos, más que por otra cosa, enseña que, en aquel tiempo, Peter debía ser encarnado por actrices, de estatura más bien pequeña y complexión delgada, para que los efectos especiales de vuelo –en los que debían ser izadas con arneses– se dieran con mayor facilidad.
La película comienza con un prólogo añadido expresamente para esta adaptación, en la que vemos a la familia Darling disponiéndose a dormir, y al perro inteligente de la familia, Nana (el actor George Ali, enfundado en un traje de perro), de ojos grandes y asustados, preparando el baño para los niños, y es que con lo quisquilloso que era Mr. Darling (Cyril Chadwick), todas las niñeras se le iban y Nana, el perro tuvo que sustituirlas. Mientras se da un tira y afloja entre los niños, que no desean bañarse, y Nana, que “los cuida como a sus cachorros”, Peter aparece en la ventana. Mrs. Darling (Esther Ralston), le cuenta aterrorizada a su marido sobre “el chiquillo” que merodea fuera de la casa –se encuentran en un segundo piso–, y cómo, la noche anterior, Nana se había precipitado sobre él y este había escapado por la ventana, pero la ventana, al cerrarse de golpe, había atrapado su sombra, que ella conservaba en un cajón del armario.
Los besos de Peter
Tras algunas escenas en las que, por celos (el perro ocupa toda la atención de los pequeños), vemos a Mr. Darling forcejear con Nana y sacarlo de la casa a su perrera, Campanilla (Virginia Brown Faire) entra en la habitación donde los niños, ya acostados, se disponen a dormir. Tras ella, hace su aparición Peter, para buscar la que, se supone, es su sombra, aunque podamos ver que debajo del muchacho se proyecta su sombra en un “blooper” ya centenario. Wendy le cose con hilo y aguja la sombra a los dedos de los pies, y Peter fanfarronea ser “muy inteligente”. Tras sentirse inútil, Wendy se cobija bajo las sábanas, Peter expresa, para contentarla, que “una chica es mucho más habilidosa que veinte chicos”, por lo cual Wendy lo invita a sentarse en su cama, a su lado, y le dice que “podría darle un beso”, si así quiere. Peter extiende la mano, y Wendy le pone un dedal en la palma, ofreciéndole, a la vez, otro beso. Wendy cierra los ojos y frunce los labios, esperando la bese, pero Peter le coge la mano y le pone, a la vez, una almendra en la palma. Wendy le pregunta la edad a Peter, y este le explica que echó a correr el día que nació, al escuchar a sus padres discutir sobre lo que tendría que ser de mayor. Peter no quiere crecer y nunca aburrirse, así que se ha ido a vivir entre las hadas, mismas que se originaron cuando el primer niño se rio, y su risa se rompió en mil pedazos, pero cuando un niño expresa que no cree en las hadas, una cae muerta en algún lugar. Campanilla brota del cajón, y Wendy desea verla de cerca. Peter explica que se llama así porque arregla los cascabeles y adornos de las otras hadas. Wendy, entusiasmada, pide otro beso de Peter, así que él le ofrece el dedal, pero la niña cambia el sentido de la frase, explicándole que le ha pedido un “dedal”, así que coge la cara del muchacho entre sus manos y le da un beso corto en los labios. Peter se lo devuelve, y una vez más, pero Campanilla, celosa, se le acerca sobre el hombro y le tira de los cabellos.
El travestismo escénico
Debido a esa trama sensualista de arrumacos lésbicos nunca consumados, el Peter Pan de Herbert Brenon parece más adecuado a los tiempos de apertura homosexual que corren actualmente, convirtiéndola en una relevante pieza de cine rescatada del olvido, pues se había considerado perdida por casi tres décadas, hasta que fuera redescubierta por un entusiasta James Card, fundador de la colección fílmica George Eastman House, en los años 50s, y restaurada posteriormente, al combinarla con una copia en 16 mm. propiedad de la casa Disney, que la tenía almacenada desde que comprara los derechos para realizar su propia versión (Peter Pan; Clyde Geronimi, Wilfred Jackson y Hamilton Luske, 1953), que –siguiendo su tendencia, ahora profundamente acentuada por la corrección política– edulcora y elimina los pasajes del tenso amorío entre Peter y Wendy.
Peter le pide a Wendy que lo acompañe a Nunca Jamás, donde viven los Niños Perdidos –que tienen miedo de los piratas, si se los deja mucho tiempo solos–, y que son aquellos niños que se cayeron de sus cochecitos, mientras sus niñeras estaban distraídas. Si ella accede, Peter le enseñará a volar y ella les contará cuentos, también podrá ser su “madre”, y remendarles los calcetines y arroparlos por las noches. Wendy despierta a sus hermanos menores, John (Jack Murphy) y Michael (Philippe De Lacy) y, tras algunos infructuosos intentos de vuelo, salen por la ventana hacia Nunca Jamás (2). En dicho país las sirenas se asolean en las orillas de una playa rocosa, los Niños Perdidos visten con pieles de animales (osos y leopardos), en el Bosque de las Falsas Apariencias –a la sombra de cuyos árboles crecen hongos gigantes– viven los indios Pieles Rojas, todos niños, capaces de abatir de un flechazo a un león (otro actor disfrazado que, estira las patas antes de perecer), y los piratas se enseñorean de la costa, liderados por el Capitán Garfio (Ernest Torrence), perseguido eternamente por un cocodrilo –a quien Peter le arrojó la mano, que le hubiera cortado, y el cocodrilo la devoró– al cual Garfio le hace comer un reloj, para que su Tic Tac le avise cuando ande cerca.
Uno de los Niños Perdidos le lanza una flecha a Wendy, cuando la localizan volando sobre unos árboles, pues Campanilla les ha mentido al decirles que Peter quería que “cazaran al pájaro Wendy”, y esta cae al suelo, muerta en apariencia. Pero la flecha alcanzó el “beso”, es decir, la almendra, que Peter le obsequiara y que ella había colgado de su collar. Una vez recuperada, por acto de magia, Peter construye una casa de madera, musgo, y un sombrero por chimenea, y le pide a Wendy, otra vez, que sea su madre. Ella accede, pero siempre y cuando Peter sea el padre.
Como toda buena película, la cinta de Brenon –vista a la distancia–, se presta a un sinfín de interpretaciones y reinterpretaciones, lo cierto es que, en su tiempo, el público comprendió que Betty Bronson estaba prestando su histrionismo –cuidadosamente dirigido y encaminado por Brenon– para lo que no era sino una obra que seguía al pie de la letra los cánones de la clásica pantomima británica navideña. En este subgénero musical los actores se prestaban a un juego de travestismo que resultaba divertido, y que data del teatro shakesperiano, cuando el escenario estaba dominado por los varones quienes, para interpretar los roles femeninos, tenían que caracterizarse como mujeres. La pantomima –heredera, así mismo de la “Commedia dell’Arte” italiana– se había ido desplazando hacia un espectáculo de fin de año, dirigido especialmente al público infantil. La prueba de que el público británico pudo ver a la película como una pantomima llevada al cine, es que la jovencísima Betty fue lanzada al estrellato a partir de este papel, y que jamás se mirara su interpretación de Peter Pan como un acto de disidencia lésbica. Ya en el año de 1905, la actriz Maude Adams había alcanzado la fama –y la riqueza económica– a partir de su papel como Peter, en la obra “Peter Pan y Wendy”, representada en Broadway y, apenas un año antes, le había tocado a Nina Boucicault (ese 27 de diciembre de 1904, citado más arriba), una actriz de rostro muy aniñado, encarnar por primera vez en la historia a Peter, en Londres. Pero en la obra de Barrie es imposible no descubrir que hay mucho más que un sometimiento a las formas clásicas, y la clave se localiza en la naturaleza del personaje.
Las criaturas freudianas
El padre de Tiger Lily (Anna May Wong) (3), la niña piel roja, jura proteger a Peter y a los Niños Perdidos de los piratas, pues él es el Sol y la luna de Nunca Jamás. Tiger Lily, frota su nariz contra la nariz de Peter, en un beso –supuestamente– indio. Peter vuelve a su casa, al lado de su “esposa”, Wendy. Pero Peter sabe que todo eso es simulado, un juego, y que no es el verdadero padre de los chicos. Wendy le pregunta a Peter qué siente por ella: “lo que un hijo agradecido”, responde, ante la decepción de Wendy que, claramente, desea un noviazgo auténtico con el niño fauno.
Peter debía verse –e interpretarse–, como el ser pánico que era, con una sensualidad a flor de piel innata e inconsciente, que pugna y lanza puyas a Wendy, creando en el espectador adulto una tensión sexual que provocara risitas nerviosas, y que el público infantil aceptaría sin ir más allá, pero que, acaso, encontraría en el butaquero adolescente su mejor, y más comprensivo, testigo. El Peter Pan de este Barrie, ya reelaborado –trasladado a la pantalla por Brenon–, más que un “niño que no había querido crecer”, había conseguido personificar la sexualidad que, latente, y pronta a emerger, subyace a flor de piel de su público juvenil.
El origen de todos los entes infames –en absoluto sutiles, a diferencia de Peter–, que metaforizan la adolescencia (todos esos hombres lobo, vampiros, extraterrestres y demás, a los que se les añadía el epíteto de “adolescente”) está aquí. El público adolescente entendió que, la energía pánica y dionisíaca de este Peter Pan, se refería a la de ellos mismos –la inocencia niña se tensa, en una cuerda erótica que proclama la próxima etapa de la vida–, y anunciaba el cine dirigido expresamente a este sector, que tardaría varias décadas más en aparecer, cuando los auto cinemas fueran abarrotados por los convertibles, y los novietes de turno.
Este es, pues, el título que encarna los deseos eróticos de un J. M. Barrie que, a pesar de todo, no había podido permanecer en esa etapa infantil que es la de Peter Pan –con todo y ese “matrimonio que no pudo consumar”, por lo que su esposa, Mary Ansell, le pidiera el divorcio– pero, limitarnos al aspecto sexual de la obra es cegarnos ante las demasiadas simas psicológicas que la componen. Por ejemplo, tenemos el final de George Llewelyn Davies, uno de los hermanos que, de entre otros tipos o modelos que construyeron a Peter, que había sido llamado a filas, y había perdido la vida en 1915, durante la Primera Guerra Mundial (véase la nota 1). La vida, por lo tanto, seguía su curso, con la muerte, su terminación, como algo inevitable, por mucho que la rebeldía de Peter Pan, el sátiro que deseaba permanecer en estado puro e inocente, se mostrara reacia y reaccionaria.
Peter le confiesa a Wendy que, al igual que Tiger Lily, es desconcertante, pues ambas quieren ser “algo” para él, pero no precisamente unas madres. Mientras tanto, los piratas atacan, derrotan a los indios y secuestran a los niños. Garfio cambia la medicina de Peter por veneno, pero Campanilla lo bebe en su lugar, resarciéndose de todos sus actos anteriores. Entonces, en lo que pareciera algo extraordinario que, no obstante, se daba mucho en el cine mudo (4), Peter apela al público del cine –es decir, rompe la cuarta pared–, mirando directamente a la cámara, y pide a los niños de la audiencia que, si creen en las hadas, aplaudan mucho, mucho más, para no dejar morir a Campanilla. Peter, con ayuda de las sirenas, localiza al cocodrilo, a quien extrae el reloj que le hizo tragar Garfio y se lo gana como aliado. Los niños vencen a los piratas, se apoderan del barco –al que hacen volar como las aves–, y vuelven a casa, entrando por la ventana. Esta vez los acompañan los Niños Perdidos, a quienes adoptan los Darling. Antes de que Peter emprenda el vuelo, Wendy lo coge de la mano, y arreglan que se vean una vez al año, Ms. Darling lo besa en los labios y Wendy se despide, igualmente. La cinta está repleta de escenas de besos en los labios, en una escena anterior, había sido Wendy quien, al menor de los Niños Perdidos, le ha dado un beso en plena boca, antes de que este se acueste en su cuna.
Es claro que Peter Pan puede leerse de formas muy variadas, siempre bajo los contextos que le toquen, pero tenemos una sola cuestión por cierta. Proviniendo de un autor con un pasado traumático, la obra maestra original de J. M. Barrie –rescatada hace poco en “Peter Pan. La obra completa”, en una edición de Neverland Editores, año 2009, en la que aparecen las seis versiones–, la película de Brenon, y la interpretación de Betty Bronson, han llegado hasta nosotros como lo que realmente son: criaturas freudianas por excelencia.
Notas:
(1): Resulta escalofriante enterarse que, el capitán Robert Scott, aquél que perdiera la vida con sus hombres en la expedición a la Antártida tratando de ganar la carrera de ser el primero en llegar al Polo Sur (misma que ganara el explorador noruego Amundsen) fuera amigo de Barrie –J. M. era padrino de Peter, su único hijo–, y este cargara con la última carta que le dirigiera en su bolsillo, hasta que la carta prácticamente se desintegrara por el tiempo. Un lago helado quebradizo, y un continente helado, marcarían profundamente la vida de Barrie. Para J. M., su hermano David, siempre preservado en hielo, se habría ido al país de Nunca Jamás, ya vuelto el personaje de sus cuentos, contados a los pequeños Llewelyn, lo que hizo exclamar a George, en una ocasión: “Morir será una aventura tremendamente grande”. ¿Recordaría George, antes de morir por la bala de un francotirador alemán, en la Primera Guerra Mundial, esa frase? Por cierto tenemos que Barrie sí, pues es una de las frases más memorables de las que aparecen en el libro, pero estas no son sino un par de coincidencias en una serie de las cuales nuestro autor sería testigo. Otro de los hermanos Llewelyn, Michael, tras experimentar una pasajera relación homosexual con otro estudiante, Rupert Buxton, durante sus años de colegio en Oxford, moriría a su lado, en la peligrosa Sandford Lasher, una presa del río Támesis, tristemente célebre por todos los que han muerto ahogados en sus aguas. La sombra de un pacto suicida –y no un accidente– se cebaría sobre las muertes de Michael y Rupert desde entonces. Sobre Barrie caerían los recuerdos de su hermano y el lago de hielo, repetidos ahora en la parte más infame del Tamésis, al grado de expresar que, la muerte de Michael, “en cierto modo, fue mi propio fin”.
(2): Como dato curioso recordemos que José María Cano, uno de los integrantes del afamado trío “Mecano”, intérprete de música pop en español, adquirió la casa de J. M. Barrie en Londres, y en el mismo ático desde el cual saldrían volando Peter y los niños Darling, ahora tiene su colección de cuadros, pintados por artistas famosos, y en la que él mismo se encuentra entregado ahora a una nueva etapa, como artista plástico.
(3): Anna May Wong ostenta el título de haber sido la primera estrella chino–americana de Hollywood. China–americana de tercera generación, sufrió el racismo toda su carrera. En los Estados Unidos fue encasillada en papeles secundarios como villana asiática, en pos de actrices blancas con “cara amarilla” (maquilladas), mientras en China se la llegó a considerar una indigna representante de su cultura, es decir, para su país las actrices no podían ser otra cosa que prostitutas.