Buster Keaton en “Las tres edades” (1923).


Por Pedro Paunero

Un meme me puso sobre aviso. Decía que el primer fósil se descubrió en 1824, pero que Newton, al morir en 1727, nunca supo que existían los dinosaurios. “Impresionante pensar en esto”, remataba. “No, no es exacto”. Me dije. Si bien tuvo que venir un George Cuvier para mostrarle al mundo que, después de tomar unos cuantos huesos fósiles y, de acuerdo a sus amplios conocimientos de anatomía, reconstruir casi exactamente un animal extinguido, la existencia de fósiles, en cambio, sí que se conocía y desde hacía varios siglos antes que este padre de la paleontología irrumpiera en la ciencia.

Un ejemplo lo constituyen los griegos, que suponían que los restos de mamuts podían ser aquello que quedaba de la lucha de los titanes con los dioses o, incluso, ya en tiempos cristianos, que estos formaban parte del esqueleto de San Cristóbal -se debería de hacer un conteo de cuántos esqueletos de dicho santo se hallaron-, a quien se representa como un gigante que, sobre los hombros, lleva al niño Jesús, ayudándole a cruzar un río.

Incluso la palabra fósil -del latín, “algo que ha sido excavado”-, en un principio designaba sólo a los minerales. Es decir, la palabra ya aparece en obras del Siglo XVI, pero no sería sino entrado el Siglo XIX que pasaría a designar aquello que ha quedado enterrado, como resto de organismos extinguidos.

El descubrimiento de un tiempo anterior al ser humano, gracias a Cuvier, padre de la paleontología, llevó a Balzac a exclamar, en un pasaje célebre de su novela “La piel de zapa” (1831), conocido desde entonces como el “Elogio de Cuvier”:

“¿Se lanzó alguna vez el lector en la inmensidad del espacio y del tiempo al leer las obras geológicas de Cuvier? Llevado por su genio, ¿ha planeado sobre el abismo sin límites del pasado, como sostenido por la mano de un encantador? Descubriendo de una etapa a otra, de zona en zona, bajo las canteras de Montmartre o en los esquistos del Ural, esos animales cuyos despojos fósiles pertenecen a civilizaciones antediluvianas, el espíritu se aterroriza al contemplar millones de años, millones de pueblos que la débil memoria humana, que la indestructible tradición divina han olvidado y cuyas cenizas, desparramadas sobre la superficie del globo, forman los dos pies de tierra que nos brindan el pan y las flores. ¿No es Cuvier el mayor poeta de nuestro siglo?”

Balzac escribe antes de Darwin, atendiendo a la tesis catastrofista de Cuvier, que creía en “sucesivas creaciones y destrucciones” geológicas, en las cuales tenía cabida un Dios caprichoso. Pero la llegada de la teoría darwiniana, con todo lo que implicó de “catástrofe”, está vez para el mundo aceptado y “armónico” newtoniano y, sobre todo, religioso, calaría profundamente en el imaginario colectivo que, la mayoría de las veces, se quedaría por encima, sin profundizar más en la teoría y las investigaciones de turno, y volviendo los ojos a la representación popular  -que en el Siglo XX se torna “pop”, con el movimiento “Stonepunk”-, desde el descubrimiento del llamado “Viejo de la Chapelle”, en 1908. Este esqueleto venerable, perteneciente a un individuo de Neanderthal -especie que ya se conocía desde 1857, cuando se descubrieran los primeros huesos en el Valle de Neander, Alemania, lugar que le diera su nombre-, sería el origen para que medio mundo hiciera caricaturas, por más de un siglo, e instalara, de una vez por todas, en la cultura pop, esas representaciones, tanto cómicas, como erróneas. Un ensayo magnífico sobre la historia, tanto de los descubrimientos de las especies protohumanas, como de sus representaciones populares -que no incluye al cine, por cierto-, se puede leer en “Siete esqueletos. Los fósiles más famosos de la humanidad”, de la doctora Lydia Pyne que, a la vez que divulga, aporta humor y emoción al lector.

Parafraseando a Neil Armstrong, sólo se necesitó un pequeño salto para que, desde el papel, ya fuera del periódico, de la revista o del semanario, estas ideas humorísticas, fuera de los museos, se esparcieran por el mundo, y pasaran al cine.

“Fuerza bruta” (aka. The Primitive Man; Brute Force, D. W. Griffith, 1914) es, presumiblemente, la primera película que incluye -mediante el sueño que Harry Faulkner (Robert Harron), un joven del Siglo XX, tiene en su aburrido club, tras quedarse dormido leyendo un libro sobre la prehistoria-, el erróneo, pero divertido cliché, de mezclar hombres de las cavernas con dinosaurios. En este mediometraje, “Weakhands” (el mismo Robert Harron), pretende a la bella “Lily White” (Lirio Blanco, interpretada por Mae Marsh), pero su rival, “Fuerza Bruta” (Wilfred Lucas), tratará de impedírselo, para ser él quien se quede con la chica. En medio de una guerra entre las dos tribus, liderada una por “Weakhands” y otra por “Monkeywalk”, también aparecen los “dinosaurios”: una especie de iguana a la que se añadieron un par de tiesas alas y un cuerno sobre la nariz, una serpiente pitón y un ceratosaurio que sólo mueve la mandíbula, todos sin mayor relevancia en la trama.

En esta película, a favor del humor, el varón prehistórico es representado con rasgos brutos, como cejas espesas, barba larga y enmarañada, cara enfurruñada, un andar simiesco y, por supuesto, conductas estúpidas -para Griffith,  lo más bajo en la escala evolutiva-, mientras que la mujer prehistórica, como concesión al espectador masculino, por muchos harapos que lleve encima, conserva los rasgos de la guapa actriz que la personifica. Así, en adelante, todos los personajes situados en esa prehistoria ganada para la risa, repetirán el estereotipo de “Fuerza bruta”, pasando por películas como “Su pasado prehistórico” (aka. Charlot prehistórico, His Prehistoric Past, 1924), de Charles Chaplin, el relevante Stonepunk Mexicano “El bello durmiente” (1952), dirigida por Gilberto Martínez Solares, hasta “El cavernícola” (Caveman, Carl Gottlieb, 1981), esa bufonada estelarizada por el ex Beatle, Ringo Starr.

En “Fuerza bruta” están plasmadas varias ideas que -por coincidencia o no-, aparecerán, de una forma más estilizada, en “2001, Odisea del Espacio” (2001, A Space Odissey, Stanley Kubrick,  1968), como “El nacimiento de una idea, que aporta nueva fuerza al cerebro”, como explica uno de sus intertítulos, que no es otra que el supuesto origen del arma cuando “Weakhands” -cuyas débiles manos, ahora se tornan mortales- nota que un palo puede encajar perfectamente en un misterioso anillo de piedra  -que no se explica cómo ha sido hecho, o de dónde ha salido, a menos que se crea ciegamente, y sin concesiones, en esa tomadura de pelo denominada como “teoría de los antiguos astronautas”-, que le servirá de martillo. Es, por supuesto, el antecedente más remoto de la escena icónica de “Moonwatcher”, el hombre mono del Veldt, que coge un hueso que le permite tanto matar tapires para alimentarse, como asesinar a los miembros de la tribu rival-ese legendario hueso que, una vez arrojado al aire (elipsis mediante), se transforma en un artilugio espacial-, en la mítica cinta de Kubrick.

“Fuerza bruta”, lleva por subtitulo la frase “A psychological comedy founded on the Darwinian theory of the evolution of man” aunque de darwiniano, y psicológico, sólo lleve dicho subtítulo y para ser una comedia, resulte ser realmente violenta, pues ocurren varias muertes a garrotazo limpio, por flechas, y hasta el estrangulamiento de un niño, a largo de su poco más de media hora de duración.

Y, si la refinada “2001, Odisea del Espacio”, apelaba a las investigaciones más precisas, para regalarnos con una película que descansa sobre un argumento de Ciencia ficción dura -esa vertiente del subgénero que apela a la veracidad de su propuesta-, los orígenes del divertido movimiento “Stonepunk” -cuya estética por excelencia se despliega en el mundo, y la parafernalia propia, de la serie animada “Los picapiedra” (The Flinstones), de los animadores de Hanna-Barbera-, pero cuyos elementos ya se pueden rastrear en la citada película mexicana “El bello durmiente”), se remontan a un puñado de cortísimos metrajes, creados por Willis O’Brien, el padre del Stop Motion, ni más ni menos, que le servirían de ejercicios, antes de emprender la aventura de “El mundo perdido” (The Lost World, 1925), y de la película que sería el culmen de su arte, “King Kong” (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsak, 1933).

En “The Dinosaur and the Missing Link: A Prehistoric Tragedy” (1915), “Prehistoric Poultry” (1916) y “R.F.D. 10,000 B.C.” (1917), en particular en este último, subtitulado como “A Mannikin Comedy” -recibiendo el nombre de “maniquíes” los personajes creados por O’Brien mediante la técnica creada por él-, aparecen los elementos y tópicos que, décadas después, reconoceremos como típicas del Stonepunk, como la armónica convivencia entre humanos y dinosaurios. En “R.F.D. 10,000 B.C.”, que O’Brien hiciera para la compañía Edison, el cartero “Henry Saurus” lleva a su brontosaurio hembra, “Dinah”, enjaezada a una carreta, donde transporta la correspondencia, unas pesadas tabletas de piedra, y tiene como pretensión, la de ligarse a la chica de turno, “Winnie Warclub”, a quien también pretende “Johnny Bearskin”. Como en los cortos anteriores, se trata de una comedia boba, con el repetido –ya para entonces-, triángulo amoroso, con la rareza de que, si no fuera por que se nos ha indicado que Winnie es una chica, no podríamos diferenciarla de los hombres. Uno podría suponer, en un primer visionado de la cinta, que estamos ante la primera animación gay de la historia, cuando no es así. Lo importante, son sus demás elementos: las casas de piedra, las cartas escritas a cincel y martillo, el brontosaurio que sirve de montura, que “Los picapiedra” presentará como originales cincuenta años después.  El corto no sólo es ingenuo -como el ejercicio que representa-, sino surrealista, como en la escena en la que Henry es partido por la mitad y arrojado por los aires por Dinah, y sus piernas se ponen, de inmediato, a correr y buscar el resto de su cuerpo, que ha quedado colgando de la rama de un árbol. Vestimentas de piel, fuerza y costumbres poco refinadas -un beso forzado-, son mostrados aquí, como parte de lo incivilizado, en un mundo en el que, no obstante, estos hombres de la prehistoria fantástica, ya han construido casas y domesticado dinosaurios.

Debemos acudir al mito, una vez más, para descubrir que, la relación entre la [poca] vestimenta que se porta, el arma defensiva, y la posesión de una fuerza poderosa, no son sino símbolos que tanto unen, como separan, al detentador de la civilización. Hércules portando la impenetrable piel del león de Nemea sobre los hombros -el resto desnudo-, y blandiendo una clava de madera de olivo, enfrenta todas las criaturas ctónicas que impiden el perfecto desarrollo de la civilización, situándose, precisamente, como un personaje limítrofe entre lo barbárico y lo civilizado. Su potencia sexual -otro símbolo de primitivismo-, era legendaria. Así tenemos que, a nivel popular, una fuerza descomunal se asocia a una suprema sexualidad. Robert Graves, en su novela “El vellocino de oro”, lo describe de forma jocosa:

-“(…) tú, Hércules, a quien admiran todos los hombres y ninguno envidia, y a cuya vista, toda mujer que está en sus cabales recoge sus faldas y sale corriendo.”

Hércules es, en última instancia, un héroe civilizador, pero su figura de apariencia fiera, salvaje, bien pudo contribuir a construir la idea que tenemos de lo prehistórico, como lo fueron las descripciones de Génesis 3:21, donde se lee:

“Y Jehová Dios hizo para el hombre y su mujer túnicas de pieles, y los vistió.”

Serían las líneas de “La conciencia”, un poema de Víctor Hugo, sugerido por Génesis 4, 1-16, que dicen:

“A la caída de la noche, cuando Caín huía de Jehová acompañado de sus hijos envueltos en pieles, con el pelo revuelto, pálidos en medio de la tormenta, la oscura figura del hombre llegó a una meseta al pie de las montañas.”

Las que inspiraron a Fernand Cormon a pintar un óleo de inmensas proporciones, “Caín”, en 1890. En este, vemos al personaje bíblico descalzo, viejo, con el cabello y la barba largos, terrozos, enjuto y, a la vez, reducido al puro músculo, abriendo camino a una parihuela enorme, que lleva encima a una mujer de figura similar, entre pieles animales, sobre cuyas piernas duermen dos niños pequeños, sostenida por otros tantos miembros sucios de la numerosa familia quienes, a la vez, son seguidos por perros que se confunden entre sus piernas. Algunos hombres llevan varas, sobre las cuales cuelgan pedazos de su última cacería, y alguno carga en brazos a una mujer joven. Una obra impactante que, para la Dra. Christiane Stukenbrock, historiadora de arte de la Universidad de Bonn, “surgió en una época marcada por el desarrollo de la teoría de la evolución de Charles Darwin.” Época en que se fundan los primeros museos de antropología, en que se indaga en los orígenes de la humanidad, y se percibe “la añoranza de una civilización intacta y pura”, en las manifestaciones artísticas.

“Las tres edades” (Three Ages, 1923), dirigida por Buster Keaton y Eddie Cline, parodia la película “Intolerancia” (1916), de D. W. Griffith, motivo por el cual se divide en tres historias, como tiempos o “edades”, a la manera de aquella, y cuyo eje temático es el amor, “alrededor del cual gira el mundo”, como se lee en su prólogo. En la primera historia, situada en la Edad de Piedra -las siguientes lo estarán en el Imperio romano y la Edad contemporánea, es decir, los años veinte-, se vuelve sobre el tópico de los hombres prehistóricos rivalizando por el amor de una mujer. El bruto, interpretado por Wallace Beery, monta un mamut, mientras el blandengue Keaton un brontosaurio, con la hermosa cavernícola, interpretada por Margaret Leahy, como centro de su disputa.

La película, una obra menor en la filmografía de Keaton, resulta relevante para la cultura pop por incluir elementos del Stonepunk y, en la historia situada en Roma, de los movimientos del Bronzepunk y del Clockpunk, en la escena en la que Keaton consulta su reloj de pulso solar.

Pero es, modélicamente, en sus segmentos dedicados a la edad de piedra, en los que descubrimos su relevancia, pues el método que estos varones prehistóricos tienen para “conquistar” a su amada es el -en absoluto sutil-, garrotazo en la cabeza, y el arrastrarla por el suelo, cogida por la cabellera, para secuestrarla y llevarla a su cueva, que se volvería un cliché, repetido hasta la saciedad, en las caricaturas dominicales, como ya lo había hecho el “Viejo de la Chapelle”.

Chaplin en “Su pasado prehistórico”  (1924).
 

El garrotazo en la cabeza que, según estas ásperas fantasías, era capaz de “convencer” a una mujer rebelde, mutándola en una amante sumisa, hizo su aparición en un corto anterior, “Call for Mr. Caveman” (Alf Goulding, 1919), en una producción de Hal Roach, el responsable de las películas de el Gordo y el Flaco, con el olvidado Snub Pollard en el rol principal, como “Hatchet Face”. Las cartas, escritas a cincel y martillo sobre piedra, de “R.F.D, 10,000 B.C”, demostraron tener una notable influencia -e impacto visual-, en “Call for Mr. Caveman”, ya que son la columna vertebral que mueve esta trama de garrotazos, chicas secuestradas, y el consabido alfeñique que enfrenta al grandullón con cara de simio.

“The Prehistoric Man” (A. E. Coleby, 1924), muestra una situación ocurrida a “He of the Beetle Brow” (El comediante George Robey, con una cara que recuerda al “León cobarde” del “Mago de Oz” (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939), interpretado por Bert Lahr. Los tópicos de siempre campean a sus anchas: “He of the Beetle Brow”, es rechazado por ser pobre, por parte de la chica de quien está enamorado. Aunque la historia es mínima, “The Prehistoric Man”, pareciera ser otro de esos cortometrajes Stonepunk, avant la lettre, todavía más desarrollado que “R.F.D 10,000 B.C” pero, en realidad, no se trata sino de una transposición, sin mucha imaginación, de objetos de los años 20’s a esa prehistoria fantástica. Es decir, mientras el Stonepunk hace uso de los elementos propios del entorno prehistórico (el cuerno de un animal sirve de teléfono, o unos troncos sobre ruedas de piedra forman un “troncomóvil”), en esta peliculita, un teléfono, es un teléfono de la época en que se rodó la película, a la que se ha recubierto de tela que imita la piel de un animal, y un automóvil, es tan sólo un automóvil.

En 1901, Julio Verne vio publicada una de sus últimas novelas, “El pueblo aéreo”, en la que se sintetizaban sus lecturas, y conclusiones, sobre “El origen de las especies”, escrito por Darwin, quizá el ensayo científico más editado de todos los tiempos. La novela influyó en el joven Edgar Rice Burroughs en la creación de Tarzán (1912), en Arthur Conan Doyle para escribir “El mundo perdido” (1912), una de las primeras obras que le darían título a un subgénero propio, el de los “Mundos perdidos” -sobre cuya primera adaptación, dirigida por Harry O. Hoyt, trabajaría el genio de O’Brien-, que se sumarían a la larga lista de libros, caricaturas, pinturas y obras de teatro que aludían, directa o indirectamente, a la evolución. Cuando pasaron al cine, medio novedoso por entonces, no lo harían sino filtradas a través del tamiz de la comedia, una forma fácil de acceder al público poco exigente en cuanto a veracidad científica, y demostrarían cómo, la fuerza de un puñado de clichés, es capaz de permanecer en el tiempo, y repetirse hasta el hastío. Véase, por ejemplo, la fallida “El clan del oso cavernario” (The Clan of the Cave Bear, Michael Chapman, 1986), que arrastra varias de dichas ideas, ya caducas.

Estoy convencido que el motivo de esta clase de cine no fue, ni es, el de ridiculizar a la teoría darwiniana de la evolución -por el contrario, contribuyeron a diseminarla y popularizarla-, sino explorar lúdicamente las formas, maneras, costumbres y apariencias, de esos seres que nos precedieron. Una vez que las investigaciones sobre lo prehistórico fueron reducidas a imágenes cómicas, asequibles por la multitud de espectadores, y lograron éxito, fueron, por consiguiente, exitosamente replicadas una y otra vez.

Bajo esta óptica, habría que considerar a estas películas -algunas de las cuales han quedado sepultadas bajo títulos más relevantes que vinieron después-, en el breve listado de las más influyentes de la historia, por increíble que parezca.

Para saber más:

“Mexican Stonepunk: Capulina en troncomóvil y otros anacronismos en piedra” por Pedro Paunero.

Siete esqueletos. Lydia Pyne. Crítica. México. 2017. ?ISBN 978-6077474029

 

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.