En la foto: Arturo Garmendia y José Luis Ibáñez


Por Arturo Garmendia

Lamenté mucho la muerte de José Luis Ibáñez en agosto próximo pasado, y la lectura en estas páginas electrónicas de una entrevista con él me recordó mi encuentro con el personaje, pilar del teatro mexicano de las últimas décadas que a partir del Concurso de Cine Experimental (1965) incursionara eventualmente en el cine. Lo entrevisté en el curso de una investigación sobre la relación de Octavio Paz con el cine, proyecto que sigue en proceso. Rescaté aquella grabación de la que ofrezco un fragmento, como alcance a la entrevista de Roberto Ortiz Escobar y manera de homenaje al maestro. Descanse en paz.

José Luis Ibáñez. –Cuando yo tenía aproximadamente siete años tenía la responsabilidad de acompañar a mi abuela al cine y leerle los subtítulos;  a ella y a su hermana, de la que era muy apegada porque siempre habían vivido juntas. Nunca le di importancia a ese hecho, hasta que mucho más adelante, ya bien grande, vine a tomar conciencia de que esa experiencia había sido determinante en mi formación. A ello se agrega el hecho de que vivíamos en Orizaba, donde evidentemente no había industria cinematográfica; pero por casualidad el cine se acercaba mucho a nosotros. Ahí, en Fortín de Las Flores, estaba esa especie de paraíso que era el Hotel Ruiz Galindo, donde gente importante, incluso actores mexicanos y de Hollywood, venían a vacacionar. Para nosotros era común ver nadar a nuestro lado, en su famosa alberca cubierta de gardenias, a las estrellas que veíamos en el cine. Lo veíamos como algo natural, no exclamábamos ¡guauuu!, ni llevábamos libretas de autógrafos ni nada…

Tampoco sabía que, mucho tiempo antes de que mi madre conociera a mi padre y se casaran, mi abuela la había llevado a lo que hoy se llamaría una audición para un director de cine que ¡imagínese! había tenido la osadía de llevar allá sus cámaras., por el hecho de que en los años 30 la estación de ferrocarriles de Orizaba era quizá la más importante del país porque  era la vía por la que llegaban las mateáis primas e industrializadas necesarias para nuestra economía, y a la vez la vía de salida al extranjero de nuestros productos. Y la película que quería filmar se llamaba “El tren fantasma”.

Yo no había oído hablar de ella (aunque sí, en mi niñez oí decir a mi abuelo que mi mamá había participado en una película) ni había asociado ese hecho a mi experiencia vital. Lo que sí no sabía es que incluso una de sus hermanas también había estado ahí, en la película, porque mi mamá nunca hablaba de ello… y no fue sino hasta mil novecientos noventa y tantos cuando un día, regresando de un ensayo teatral, contesté una llamada de mi teléfono cuando una voz de mujer me dijo “¿Hablo a la casa del señor González Ibáñez?” Le dije “Sí”, y continuó “¿Se llama usted José Luis?“ “¡Sí!”, y me dice “Perdone que le moleste, pero soy una investigadora de la universidad y estoy trabajando  sobre una película filmada en Orizaba, y en las fichas que he consultado figura una actriz que se llama Clarita Ibáñez. Como nadie me supo informar en Orizaba ni en ningún lado. No tengo ningún testimonio de quienes hayan sobrevivido; entonces me puse a revisar el directorio hasta que encontré el apellido González Ibáñez. He ido marcando y si me aceptan la llamada hago la pregunta que le hago a usted: ¿Hay alguna conexión entre usted y la actriz, la extinta Ibáñez? ¿Sí la hay? Y yo le “Fíjese que es mi mamá”. Ja ja ja; y ahí fue cuando yo me di cuenta de que esas circunstancias (mi madre, mi relación con mi abuela  y una película) me habían guiado a que llegara al mundo del espectáculo.

Esas circunstancias hicieron de mí un cinéfilo muy apasionado y  esa pasión se fue acentuando, pero la fui viviendo en medio de una inseguridad, la vivía como con una especie de pecado que quería ocultar, que me impedía escoger libremente qué hacer con los estudios y cómo los iba a transformar en lo que iba a ser mi ocupación laboral. Entonces empecé a reprobar materias y a ser uno de tantos estudiantes de asistencia muy irregular a clases. Muchas veces llegaba yo a la facultad, que era la de Comercio,  para estudiar contabilidad, y en vez de entrar me iba yo al cine, y de esa manera se fue haciendo una parte muy característica de mi vida que yo amanecía sólo para buscar los anuncios del cine.

–Pero su cinefilia inicial ¿cómo o en qué momento lo derivó al teatro?

–Ahorita voy uniendo dos cosas para responderle esto; yo creo que las había introyectado y hasta ahora las estoy atendiendo. Regreso a lo de mi mamá, a esa especie de audición a la que acudió con mi abuela para “El tren fantasma”. Bueno, pues finalmente la película está restaurada y un día yo pude invitar a los parientes que sobrevivimos, que no son muchos, a que vinieran a ver la proyección de la cinta en una de las salas de la Dirección de Cinematografía, junto con las otras películas que hizo este director y productor. La proyección me hizo viajar en ferrocarril hasta Orizaba, en esos tiempos; y me pareció no solamente heroico, sino talentoso el que se les hubiera ocurrido iniciar un sitio de producción cinematográfica no regular, no controlado por la industria, cosa inusitada considerando el costo y el volumen del equipo necesario para esta nueva etapa del cine sonoro.

Clarita Ibáñez, la protagonista de “El tren fantasma”.
 

La investigadora que me entrevistó me dijo que unos ricos de Orizaba ofrecieron su apoyo económico para que se hiciera este proyecto; y fui atando cosas en mi cabeza, pensando en que el hombre [Gabriel García Moreno] había usado su equipo para filmar cómo funcionaban las ciudades en el momento en que tomaba esas películas inmejorables, cómo funcionaban los ferrocarriles, incuso cómo vivían los locos en el manicomio, todo lo cual da un documento interesante en todos los sentidos tanto para el historiador de cine, como para el historiador de la ciencia; ¡que labor impresionante! y que grato que la misma investigadora que pudo conducir la investigación para que ahora “El tren fantasma” sea una de las piezas que ya está ahí a nuestro alcance, preservado para siempre en forma digital, nos haya abierto acceso a que nosotros mismos, los de la familia de mi mamá, que nunca tuvimos la curiosidad de verla (porque mis hermanos y yo reaccionábamos como si fuera una de esas películas domésticas que tienen las familias almacenadas, y que les da mucha flojera a las visitas cuando les dicen “Les vamos a pasar nuestro recuerdo de…” Incluso yo le di a la investigadora el teléfono de mi tía –mi mamá hace poco había muerto—y cuando esta persona se comunicó con ella acabó diciéndole “Le ruego que no vuelva usted a llamarme, ni a mencionar esto”… Como sea, el caso es que cuando hubo esta proyección le avisé a mis primos y vinieron a verla y ahí fue donde yo todavía pude saludar a estos ricos que le dieron el apoyo al cineasta, creo que los vi en los últimos momentos de su vida.

En suma, que ya llevaba yo una inclinación inconsciente hacia el cine (que persiste pues he estado cada vez más dedicado a eso) pero que fue decisiva en un momento de desorientación que viví en el tránsito de la adolescencia a la edad adulta, cuando para escapar a mis dudas vocacionales abría ritualmente todos los periódicos para ver “en qué cine me iba yo a meter”. Mis favoritos eran los que tenían funciones a partir de las once de la mañana. Todo eso se acentuó cuando un día, en el Excélsior, empezó a aparecer para mí el nombre de Álvaro Custodio. Lo leía, y parecía que me decía, cuando vayas al cine “fíjate en esto, fíjate en lo otro”.

También resulta que cada vez que pasaba por un restaurante que se encontraba frente a la Alameda, en la lateral de Humbolt, en esa esquina había un anuncio con una cámara y un operador que decía “Cineclub”, y yo no sabía que era un cineclub, pero pensaba que la palabra “club” era algo muy discriminatorio, que no cualquiera podría entrar ahí, y cada vez que pasaba me quedaba con las ganas de saber de qué se trataba; hasta que un día repasando las lecturas de Álvaro Custodio vi que él participaba en un cineclub, en el Instituto Francés de América Latina. Caminé hacia allá, pues empezaba a darme cuenta de que yo quería estudiar francés. Me integré; y ya ahí me di cuenta de que también podía comprar, con la estratosférica suma de 20 pesos, un abono que me daba derecho a llevar un acompañante sin tener que pagar más, a su cineclub. Una maravilla. Resulta que en los vuelos Paría – México, pasando por Nueva York, la Cinemateca de Francia enviaba las copias que la embajada gestionaba para el IFAL; e incluso al pasar por Nueva York tenían tiempo de recoger las películas que el Museo de Arte Moderno les proporcionaba. Así teníamos a nuestra disposición lo mejor del cine mundial; y además las películas las presentaba Álvaro Custodio.

Yo sabía que no tenía talento para hacer cine, pero si quería aprender a hacer las columnas como las de Álvaro Custodio y luego por extensión escribir sobre teatro.  Así llegó un momento en que me vi en Ciudad Universitaria y ahí empecé a descubrir  que todo estaba mi alcance, porque lo mágico de esta Institución ¡es que aquí está todo al alcance de la mano! Encontré que eso que buscaba se impartía en la Facultad de Filosofía y Letras, de la cual ya no quise salir. No me equivoqué; como tampoco me desprendí de la vida universitaria, que me ha ayudado a no ser taxista o indigente, ¿no?

–Así es que ¿en ese momento decide cambiar los estudios de comercio por los de letras?

–¡Instantáneamente! Cuando fui a la UNAM buscando la facultad en donde yo iba a vivir como contador, se me aparecieron los horarios y papeles de lo que ofrecía la Facultad de Filosofía y Letras y lo primero que descubrí es que una cosa era filosofía y otra cosa era letras (sonríe); porque yo los tomaba como un apellido compuesto, una sola unidad. Al ver eso ya empecé a ir a Letras, a distinguir lo que no distinguía y de allí en adelante ¡todos los días fueron un descubrimiento! Poco a poco fue transformándose mi rutina: lo más importante era buscar en qué cine me iba yo a meter, consultando el periódico cuando venía para acá, para la Facultad,

Julissa y el maestro Ibáñez durante la filmación de “Victoria”.


Ahí fue muy importante la amistad que hicimos Héctor Mendoza y yo, con la que después se conectó Juan García Ponce. Ellos me hicieron llegar  al décimo piso de Rectoría, donde estaba Difusión Cultural ¡y ahí conocí a todos los que eran del cineclub!, desde Tomás Segovia y todos los demás ¡Se fue armando la vida así!; ahí llego un día José Emilio Pacheco, jovencísimo. De ahí en adelante ya se puede usted imaginar. Todo empezó a tener cara, y no solamente cara, sino voz, contacto diario con toda esa gente tan talentosa, y entonces a mí ¡ya no se me ocurría ir a otro lado! Si no estaba en la Facultad sólo quería estar en Difusión.

Cuando descubrí la vida del décimo piso, le dije a Héctor Mendoza “¡Tú trabajas aquí!, entonces ¿hay chance de pedir chamba como ayudante tuyo?” Me dijo  “Tú averígualo y si te lo conceden ¡pues ya está!, pero mientras yo te llevo a todo lo que tengo que hacer”. Una de sus tareas (él ya se había dado a conocer como dramaturgo), era una mesa del festival estudiantil de toda nuestra Universidad, pero como ésta no tenía teatro alquilaba  él un teatro, se lo autorizaban. Ahí tenía esta diaria presentación; ahí cumplí con la obligación, señalada por la Facultad de Filosofía y Letras, de participar en una práctica teatral para tener derecho a la certificación de los estudios. Ahí, en compañía de Manuel González Casanova y de otros compañeros, conectamos en una puesta en escena con un maestro nuestro, que también se había refugiado en México por la persecución  de McCarthy: se llamaba Allan Lewis.

Por esas cosas mágicas que le pasan a cada quien en su vida, él  confió en mí desde que me vio. Algo que ayudó es que a mí el inglés nunca se me resistió. Él hablaba español y así daba sus clases, pero al llevarme a su casa, con su esposa y su hija, yo hablaba el inglés y eso nos enlazó más. En esa puesta en escena de una obra de Eugene O´Neill que él dirigía, vi que yo no servía para actuar. Como salía muy al principio de la obra, (Manuel González Casanova y yo éramos los papás de los protagonistas y desaparecíamos muy pronto) me quedara sin quehacer, lo que me permitió ir absorbiendo tareas, que formalmente se llaman de ayudante de director, me volví eso para de Allan. Eso me permitió, en pocos meses, mi primer ingreso al  teatro, y me lo fui creyendo.

Un día Héctor me dijo “Estoy citado en el Teatro del Caballito, ¡te veo allá a tal hora y ahí te enterarás de que es lo que quieren hacer”. Cuando tengo una cita siempre llego antes de los demás, así es que cuando llegué no había nadie, estaba cerrado. De pronto llegó una persona muy importante, e impaciente que dijo “¿Qué no es aquí donde se están reuniendo Juanito Soriano y otros?” Le di que sí y entonces preguntó “¿Pues dónde están?” Nuevamente, ya sintiéndome intimidado,  le respondí “Pues no están”. Entonces me dijo “¿Y tú quién eres?”  “Pues yo… nadie, nomás estoy esperando a que llegue Héctor Mendoza”; y me pregunto “¿A qué te dedicas?” Le respondí que estudiaba Letras… En ese momento llegó un taxi, del cual se bajó una señora muy atractiva. En ese momento el señor impaciente, en francés, le dijo “Leonora: que piensas tú de …” y menció a los autores que le había dicho que estaba estudiando (Shakespeare, O´Neill, los griegos) a lo cual le respondió, con su acentazo “No-lo-sé-Octavio,-pero-pienso-que-han-de-ser-una-mier-da”. A partir de ese momento todos mis tapetes se movieron… Segundos después me fui dando cuenta de que había yo tenido mi primera conversación con Leonora Carrington y Octavio Paz.

 

Por Arturo Garmendia

Arturo Garmendia nació en Coyoacán, el año de 1944. Estudió Arquitectura y Cinematografía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue crítico de cine en los periódicos Excélsior y Esto, así como en diversas revistas académicas y culturales en los años sesenta. Dirigió tres cortometrajes documentales: Horizonte, Chiapas (1972), Junio 10: Testimonio y reflexiones un año después (1972) y Vendedores Ambulantes (1974). Este último fue premiado en el festival de Cortometraje de Oberhausen, Alemania.