Por Pedro Paunero
Folklore, explotación y fantasía.
El “Hicksploitation” se define como una forma de explotación de “lo local”, específicamente se refiere a toda aquella película que explote, de alguna forma, el folklore, y las costumbres, del sur rural de los Estados Unidos. Una de las películas más célebres que se enmarcan en el subgénero es “La matanza de Texas” (The Texas Chain Saw Massacre, Tobe Hooper, 1974), que no sólo se inspiraba en los asesinatos reales de Ed Gein, sino que los enmarcaba en una remota granja, situada, a la vez, en un pueblo atrasado, de la geografía texana. Será, en este tipo de poblaciones, donde el término “Redneck” designe a los trabajadores de bajas percepciones salariales, cuyos cuellos enrojecen por laborar de sol a sol.
En paralelo, el término peyorativo para designar a la gente cuya cultura ha permanecido aislada de las grandes ciudades, y económicamente empobrecida, en poblaciones remotas de las montañas Apalaches, es “Hillbilly”. Es célebre el duelo de banjos, entablado entre Drew Ballinger (Ronny Cox), uno de los personajes de la película “Amarga pesadilla” (aka. “Defensa”/”La violencia está en nosotros”; “Deliverance”, 1972), de John Boorman, y un “hillbilly”, con retraso mental, en un filme que llevaría el subgénero a otro nivel. Este tipo de películas serán parodiadas en “Tucker y Dale luchan contra el mal” (“Tucker & Dale vs Evil”, 2010), de Eli Craig que, mediante el recurso de la comedia, pone de relieve los prejuicios estadounidenses para con sus propios conciudadanos más desfavorecidos: Tucker y Dale son dos jóvenes que viven en las montañas, y que sólo pretenden acercarse amistosamente a un grupo de universitarios que han ido allá de vacaciones, y a quienes consideran ricos y sofisticados. Pero los citadinos constantemente tomarán sus actos como intentos de asesinato (van por ahí en overoles sucios, y uno con una sierra de cadena), a la vez que la torpeza para desenvolverse en el bosque –léase inherente-, de los estudiantes, será la auténtica causante de que estos vayan muriendo, por sí solos. Hay unas cuantas líneas descacharrantes en la película, cuando los citados protagonistas traten de explicar a un policía que “los chicos comenzaron a suicidarse delante de ellos”.
“Ladrones de pollos” (Cottonpickin´ Chickenpickers, 1967), de Larry E. Jackson, podría considerarse un lejano representante de la picaresca estadounidense, pero pertenece a un raro ejemplo de hicksploitation que se decide por la comedia musical, en lugar de terrenos más escabrosos, cuyos protagonistas, los cantantes Country, Del Reeves y Hugh X. Lewis, abordan clandestinamente un tren con destino a la soleada California, pero terminan al otro lado, en la soleada, y empantanada, Florida. Una tierra abonada para encontrarse un músico country prácticamente en cada escena. Intentan sobrevivir, robando pollos, son encarcelados, se escapan, son perseguidos y, mientras tanto ponen patas arriba el condado al que fueron a dar por azares del destino. No faltan ni el indio –que mantiene una extraña maquinaria de cohetes anti aéreos, y que odia a los agentes del gobierno-, el típico montañés de overol y barba crecida, siempre ebrio, las chicas de ciudad que buscan oro en el río –y que han buscado por tanto tiempo que están ansiosas por echarse a un hombre al plato-, hasta el sheriff despistado. Y muchos litros de licor barato, por cierto, muy real, ya que constituyó parte de la poca paga que los músicos, y el puñado de actores, recibieron por participar en el filme.
Como bien nos cuenta el historiador de la comedia Kliph Nesteroff, este tipo de películas se rodaba para un consumo específico, el de los autocinemas y, como fenómeno, duró aproximadamente una década (de 1958 a 1967), siendo, precisamente, “Ladrones de pollos” el último título del mismo. Se trata de un subgénero que agrupaba, a lo largo de su metraje, a músicos country y del oeste, cuyas habilidades para la actuación eran pocas, o nulas que, en el caso de la película que nos ocupa, resultan convincentes, dentro de sus límites ganados para la risa, obviamente, si se los compara con las cintas que he tratado anteriormente, por ejemplo, “El nido de los cuclillos”, e incluía a alguna estrella de Hollywood de segunda, o tercera línea, que, en “Ladrones…”, no son otros que Lila Lee, actriz alguna vez conocida por sus papeles en el cine mudo, y Sonny Tuffts, quien alguna vez alcanzara la fama al lado de Paulette Goddard, en franco descenso actoral.
El que un hicksploitation como este, en el que aparece el mencionado montañés montando un burro, se situé en la Florida, no debe extrañarnos, si nos enteramos que este estado fue, en su momento, el paraíso de los autocinemas, y el cine “Trash”. La historia de “Ladrones de pollos”, con todo el humor que se carga, tiene un final insospechado, fuera de la pantalla. Su productor, Charles Broun Jr., creador del sello Southeastern Pictures, fue acusado de lavado de dinero, por actividades ilícitas (léase drogas), y condenado a un siglo de cárcel, sentencia que, gracias a un trato con los federales, le fue permutada.
“Marea Nocturna” (aka. “Muerte en el fondo del mar”; “Night Tide”, Curtis Harrington, 1961), es una de las gemas cinematográficas –de estricto culto-, en el portal de Winding Refn. Toda la historia descansa sobre el equívoco: ¿es, la protagonista, una sirena o no?
En relación al mito de las sirenas se nos escapa el motivo más obvio, su forma primordial. Acaso sea Tritón, hijo de Poseidón y Anfítrite, dioses del mar, quien les otorgó esa parte inferior, de pez, y esa superior, humana, a las sirenas y no al revés. El cine se ha valido de aquella forma que el populo medieval conoció, hasta nuestros días: el de mujer, del ombligo para arriba, el de pez, del ombligo para abajo. Las leyendas celtas prescinden, todas, adentrándose decididas en el haber del mundo feérico, de la imposibilidad sexual de la unión entre un hombre y una mujer pez, a favor de una reproducción fantástica, implícita, jamás descrita, que tiene en la descendencia mestiza la resolución de las mismas, es decir, su moraleja –si tal cosa es dada extraer de cuentos como esos-, y su razón de ser como historia. ¿Creían, realmente, estos pueblos, en el encuentro entre hombres y ninfas y, por lo tanto, en la advertencia, en la enseñanza que daban de comportarse de cierta manera, y obedecer ciertas leyes, para la más adecuada convivencia con ellas?
En “Marea Nocturna”, el tratamiento que se hace de la historia de una muchacha, Mora (Linda Dawson), que interpreta a una sirena de feria, es inteligente. El capitán Samuel Murdock (Gavin Muir), tutor de Mora, se sienta en medio de un cúmulo de objetos raros en su casa que, se sobrentiende, ha recolectado en sus tantos viajes por los siete mares y los ciento cincuenta puertos del planeta, entre estos una mano cortada, conservada en un frasco con alcohol, regalo del sultán de Marruecos y perteneciente a un ladrón a quien han mutilado como castigo. Murdock le advierte a Johnny (Dennis Hopper), el marinero vagabundo que ha llegado al pueblo, que tenga cuidado con Mora, que corte su relación de inmediato, pues ella representa un peligro serio para él.
“Todos le tememos a lo que amamos”, le había dicho Johnny a Mora, en la playa, muy poco antes, cuando esta le confesara que así como amaba al mar, le temía. Mora se refiere a ese llamado, del que se han hecho eco las leyendas, que deben atender las sirenas que, por algún motivo –ya sea el enamoramiento por un humano, o la pérdida de rumbo, hasta dar con un río o una esclusa, de la cual no pueden salir y regresar-, llegaron a vivir entre los hombres. El mar las llama –el escritor Jack London lo resumió como un “llamado de la selva”, en el caso de los lobos-, de vuelta a casa. Es un instinto y una necesidad. En un fragmento de un poema dedicado a la náyade Lorelei, esa atracción irracional, es ejercida en sentido contrario:
En parte ella lo atrajo
En parte él se sumergió
Y nunca más se le volvió a ver
La película no evade su factura de bajo presupuesto, su tufo a Serie B, y el final se precipita en una explicación que recuerda el veredicto que dan los especialistas en “Psicosis”, de Hitchcock, cuando analizan, psicológicamente, el caso de Norman Bates en la comisaría; una disquisición más bien burda, torpe, el único resquicio chirriante en una trama casi perfecta. “Marea Nocturna” está lejos de ser perfecta, y se sitúa a años luz de Psicosis, pero funciona a nivel del subconsciente, incluso con la explicación fácil que el capitán Murdock ofrece, y confiesa, de ser él quien asesinara a esos chicos -los novios de Mora-, para afectar la cordura de la muchacha, haciéndola creerse culpable. Haciéndole creer que ella es, en realidad, una sirena.
Mora y Johnny van en una lancha hasta un sitio especifico, en alta mar, a bucear. Ella le ha pedido ir, porque la marea es perfecta en un lugar que sólo ella conoce. La fecha es la tarde del martes 21 de agosto, día de luna llena, y Johnny accede, a pesar de las advertencias que le han hecho, tanto una quiromántica como el capitán Murdock, de evitarlo. Bajo el mar, Mora, en correspondencia con su supuesta naturaleza, atenta contra la vida de Johnny.
Lo que “Marea Nocturna” sí evade, es el barato hilo argumental del encuentro con la más fascinante de las criaturas marinas, creadas para el mito, a favor de la duda. El personaje que interpreta Dennis Hopper no sabe a ciencia cierta la naturaleza de la persona de su exótica amada. Y no importa ya que, no estrenada sino hasta dos años después que fuera filmada, pasados otros cinco, Hopper se lanzó a la aventura hippie y psicodélica por las carreteras americanas para borrarla del mapa de su filmografía, ya de por sí legendaria, sobre una motocicleta mítica, en “Busco mi destino” (Easy Rider, 1969), dirigida por él mismo.
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