Por Pedro Paunero

Sadismo, masoquismo y fetichismo.

Winding Refn escogió “Chicas encadenadas” (Chained Girls, 1965), dirigido en plan documental, sobre el lesbianismo y sus “secretos”, y “La casa de la vergüenza de Olga” (1964), de  Joseph P. Mawra, uno de los ejemplos más puros de “exploit”, que basa su historia en las corrientes, siempre subterráneas, siempre fértiles, del sadismo y el masoquismo, de los que vale la pena extenderse largamente en un ensayo propio, y mucho más profundo. He preferido tratar aquí, en cambio, dos productos todavía más bizarros.

Habría que darse cuenta cuántas películas han sido filmadas como vehículo publicitario, al servicio de una marca, o de una idea que, en afán de transmitir un modo de vida, vende determinados productos que definen esa forma de vivir.

“Satán en tacones altos” (Satan in High Heels, 1962), de Jerald Intrator, fue concebida no sólo para presentar públicamente el fetichismo, aunado al BDSM, sino para vender la revista “Exotique”, publicación pionera del movimiento, de la que se publicaron 36 números, durante los años 1955 a 1959, en Nueva York. Leonard Burtman, su director y propietario, terminó casándose con Tana Louise, bailarina de burlesque, a quien apodaban “la pecadora de Cincinnati”, que alcanzó gran celebridad, sólo para ser opacada por “la reina de las Pin-ups”, Bettie Page, que también desfiló por sus páginas. El movimiento se dio a conocer, siempre clandestinamente, a través de la venta de arte “fetish” por parte del comerciante Irving Klaw.

La modelo pin-up, Meg Myles, había actuado en un pequeño papel, el de Judy, una cantante, en el docudrama negro “The Phenix City Story”, (aka. El imperio del terror, 1955), de Phil Karlson. Su éxito se sitúa en los años de gloria de las pin-ups, y se le relacionó sentimentalmente con Sammy Davis Jr. En 1962, logró el papel principal para “Satán en tacones altos”, que no le hizo mucho bien para su carrera en Hollywood.

Por su parte, Jerald Intrator, el director, en la mejor vena de un K. Gordon Murray, había “producido” (es decir, había adquirido, y editado) la versión estadounidense del “sexploitation” argentino “La venganza del sexo” (1969), de Emilio Vieyra, y le había añadido 17 minutos de escenas de desnudos, lesbianismo, masturbación y ninfomanía. También había doblado al inglés la película mexicana “La horripilante bestia humana (1969), de René Cardona, conocida en los Estados Unidos como “Night of the Bloody Apes” que, a la vez, cuenta con una versión Nudie, “Horror y sexo”, que no era sino un remake, en tono “sexploit”, de “Las luchadoras contra el médico asesino” (1963), del mismo Cardona, titulado en los Estados Unidos como “Doctor of Doom”.

Stacey Kane (Meg Myles), deja el barato espectáculo de Stripper en las carpas en las que trabajaba y, de paso, a su marido drogadicto, huyendo con la ingente cantidad de $900.00 dólares, conoce a un tipo en el vuelo a Nueva York, y este la lleva a Pepe (Grayson Hall), la gerente lesbiana de un bar. Audiciona y es contratada de inmediato, pero no sin tener roces con Paul (Del Teney), el pianista gay, para la temporada de otoño del establecimiento. En pocos minutos se nos han trazado, sorprendentemente bien, los tipos de personajes, el de Stacey, sobre todo, a quien adivinamos ambiciosa y perseverante, insinuante y maléfica. La música y el ambiente de Jazz Club, captan perfectamente una época del Greenwich Village. Y es ahí, donde, en plena audición de Stacey, llega Arnold Kenyon (Mike Keene), el dueño del club, que se ha interesado, a primera vista, en ella, y a quien no le importa dejar a Felice (Nolia Chapman), su amante de turno, por la recién llegada.

Escribió Luis Buñuel en “Mi último suspiro”:

“Hay que dar las gracias a Louis Malle por habernos revelado la forma de andar de Jeanne Moureau en “Ascensor para el patíbulo”. Siempre he sido sensible al andar de las mujeres, así como a su mirada. En “Memorias de una camarera”, durante la escena de los botines, tuve un verdadero placer en hacerla caminar y en filmarla. Cuando anda, su pie tiembla ligeramente sobre el tacón del zapato. Inquietante inestabilidad”.

Lo primero que hace Pepe es llevarla a comprarle ropa, al peluquero, y a adquirir zapatillas para ella. Se echa de menos una escena más dedicada a los detalles, es decir, más fetichista, como lograra hacerlo Buñuel, gran adicto al fetichismo, a lo largo de varios largometrajes. Pero es con esta escena que la película entra en el tema. Pepe le advierte a Stacey:

“Comerás y beberás lo que yo te diga, hasta que pierdas cinco libras en donde corresponde”.

Es cuando hace su entrada triunfal la modelo Sabrina (Norma Ann Sykes), interpretándose a sí misma, como era habitual. “Ven a verme a mi camerino. Al otro lado del pasillo. El de la estrella en la puerta”, le suelta a Stacey. Realmente Sabrina opaca a cualquiera con su presencia, su estilizada figura de “reloj de arena”, que le aportara fama, y su parecido con Jane Mansfield (a quien, por cierto, en una ocasión sustituyó en uno de sus filmes), y ni Meg Myles, ni Grayson Hall, logran desvanecer su encanto, a pesar de encasillarla en el papel de rubia tonta, pero presumida. Cuando Stacey conoce a Laurence (Robert Yuro), el hijo de Arnold, le pregunta qué le gusta. “La diversión, el juego y el dinero”, responde él. “Deberíamos formar un pequeño club”, añade ella. Estos diálogos, dignos del mejor cine negro, empapan la película.

Arnold se da cuenta que su hijo se acuesta con Stacey, y Laurence que lo hace con su padre. Ambos lloriquean por ella, un poco, antes que Arnold envíe a Laurence a Europa, por un año o dos, lejos de ella. Ahora, Stacey puede lucirse en el escenario, envuelta en cuero, y látigo en mano:

“Soy yo quien chasquea el látigo,
y tiene la ventaja.
Te venceré, te maltrataré,
hasta que te estremezcas y tiembles.
La hembra de la especie, es más mortal que el macho”.

Una canción no tan lejos, pero sobre todo anterior, a aquella que cantara “The Velvet Underground & Nico”, y que homenajeara a Sacher-Masoch, “Venus in Furs” (1967), escrita por Lou Reed:

“Botas brillantes, brillantes de cuero
la niña del látigo en la oscuridad,
viene con un cascabel, tu esclavo,
no le abandones
golpéale, mi ama, y cura su corazón”

Cuando, al final, reaparezca el marido de Stacey, y ella le pida que asesine a Arnold, para escapar del afilado triángulo en el que se ha metido, recibirá una lección. ¿Podemos obtener alguna enseñanza moral de una película como esta? Bien, no es para tanto. Al exploitation, como señalé en un ensayo anterior, sólo le interesa el morbo, el efecto, y nada más, y “Satán en tacones altos” destaca por su buena factura, y buenas actuaciones, sobre el sinfín de títulos que le acompañan en los siempre inescrupulosos terrenos del cine de explotación.

“Doncellas de Fetish Street” (The Girls on F Street, 1966), del cinefotógrafo Saul Resnick (también productor y fotógrafo de la misma), se supone basada en el guion “Los degenerados” (The Degenerates), de quien se desconoce el autor, o si realmente existió. La razón, verdaderamente importante, es que Resnick logra, con esta película, una de las “Grindhouse” más desquiciadas de que se tenga memoria. Y es mucho decir, tratándose de tal subgénero. Al revisarla, es probable que caigamos en la trampa. ¿Se trata de una película experimental, de un filme de arte y ensayo? ¿De todo esto, y mucho –mucho-, más?

La película comienza con una voz en Off (la de Bill Arnold), muy al estilo del cine negro, sin dejar, por esto, de caer en la más pacata cursilería:

“El oscuro espectro de la noche severa es invadido por el parpadeo de la luz de gas, mientras lucha por sobrevivir al frío. Espeluznantes ráfagas de vientos nocturnos. Los misteriosos sonidos de sirenas y el tren resuenan por toda la ciudad, avisando a una jungla despreocupada y dormida, de su regreso no deseado. Surgiendo desde la iluminada y distante ventana, que ahora se funde en un misterio, y al mismo tiempo darás testimonio de… bien, ¿lo veremos por nosotros mismos?”

(Sonidos de sirenas, y del silbato del tren, mientras la cámara hace un zoom hacia una ventana, en donde la silueta de una mujer se entretiene en darle de cinturonazos a alguien que gime de dolor, ¿o es que ella gime por el esfuerzo?) 

Después de los créditos iniciales, aparece un sitio y una fecha “Los Ángeles 1928”, aunque después sólo se nos presenten unos cuantos objetos de la época, aquí y allá, a lo largo del metraje, para situarnos en ese tiempo. Hay una interesantísima escena –después de un plano detalle a la esquina de una acera, en la que vemos un habano a medio fumar, aun encendido, y una mano acercándose a levantarlo, con pies calzados al fondo-, de alguien poniendo una moneda en la ranura de un Mutoscopio, uno de esos artilugios anteriores a los Hermanos Lumière -que aún podían encontrarse en los años 20´s-, y en el cual, a través de un visor individual, y mediante el giro de una manivela, se podía ver un corto de un minuto. En este caso, no podía ser de otra forma, lo que el personaje de nuestra historia mira es un anticuado Striptease. Segundos después, la cámara toma las marquesinas de clubes de desnudismo, y lo que escuchamos –tras sonar música de aquellos años- vira imprevistamente a sonidos de la jungla, porque estamos “en la jungla urbana”.     

Nick (Ken McCormick), con apariencia de psicópata estereotipado (de lentes y apocado), camina como bestia enjaulada en su habitación, desde cuya ventana se divisa un club de burlesque, cuya marquesina anuncia: “Daring Live Show. Teri Taylor. Sexotic Strippers”. Acude a ver el espectáculo, mientras recuerda –mediante flashbacks-, las aventuras sexuales, insatisfactorias, de sus amigos. La primera, la de Joe (Nick Nickerson), que sube a la habitación de la joven –e indócil-, prostituta Margo (Althea Currier, una de las modelos más recurrentes de las Nudie Cuties), a quien le confiesa que la espiaba desde niña, que la vio crecer y desarrollarse, e incluso abordar el auto de su primer cliente. Joe se siente triste por la vida que ella ha llevado, pero ella sólo tiene respuestas groseras para él, y desea terminar con el negocio lo antes posible, pasándolo de una buena vez a la cama, por lo que a Joe no le queda otra que espetarle: “¡Oh! ¿Le has quitado toda la poesía, no?” Endurecida, ella no tiene tiempo para un viejo poeta patético, así que le cuenta sobre sus clientes, a uno de los cuales le agrada cubrirla de miel, otro que lleva a su propia novia, para hacer tríos. Pero Joe sólo puede caer de rodillas, abrazarse a las caderas de la chica, y llorar. No estamos ante una historia de sumisión y masoquismo, sino ante la de un tipo fracasado, con ansias artísticas, y encima de todo eso, perdidamente –nunca mejor dicho-, enamorado.

Volvemos al antro, Nick mantiene los ojos en la modelo pasada de peso, Eve (Eve St. Pierre), pero es la voz en Off la que nos remite al siguiente flashback. Y es entonces que comprendemos ese afán por parecerse al cine negro, y que por querer penetrar en la mente de Nick, esa voz está fuera de lugar, otorgándole esa magnética característica de narración desestructurada. ¿Por qué no se eligió la propia voz del protagonista, recordándonos su pasado, y en cambio, esa tercera persona, que nos sitúa, a la vez, fuera del tiempo? Esto, que es un evidente error en la técnica narrativa, parece, si meditamos en ello, un acierto después de todo. Somos testigos de la vida nocturna, vacía, de un pobre diablo, y la voz del narrador, ahora, se nos presenta con una nueva cualidad: la de adentrarnos y sacarnos, cada tanto tiempo, del presente del personaje, para llevarnos al pasado de los otros, quienes han llenado su vida estéril de fantasías.

La siguiente historia es la de Sandra (Kellie Everts, también conocida como Rasa von Werder, bailarina, modelo de Playboy, ganadora del concurso “Miss Body Beautiful”, autora feminista, e inventora de su propio culto religioso, la “Iglesia de la Madre de Dios”, de la que es su gurú), que posa para una escultora (Margo Lynn Sweet) que esculpe su busto en arcilla, mientras ella va entregándose a la sensualidad, y termina por bailar, y desnudarse poco a poco, a la vez que la lluvia escurre por los ventanales sobre los que su silueta se recorta. Todo muy hermoso, fruto de la misma sensibilidad como fotógrafo del director, pero que no termina por resolverse en una escena lésbica, apenas insinuada.

Vemos a Nick caminar por las calles. Entra a una tienda de cómics y fotos de temática BDSM. Hay que estar un poco enterados para saber que ese material visual es fruto del fotógrafo John Willie, de la revista “Bizarre”, una de las más importantes del movimiento. A estas alturas, nos preguntamos por qué Resnick situó la película en 1928, cuando no cabe duda que nos encontramos en los años sesenta. Nick va luego a la Casa del fetichismo. En esta, nos enteramos, vive Hilda, la vieja madame (Dotty Dare), que viste un vestido barato, que imita una piel de leopardo, y la emprende látigo en mano contra una de sus modelos jóvenes, casi desnuda, a quien Nick mira con avidez. Le abre la puerta a Toni (Toni Lee Oliver), mujer negra que lo rechaza, y con quien tiene la fantasía de ser atado por ella, cubierto de melaza y de hormigas. Cuando, finalmente lo acepta, llega Hilda con la otra mujer para aguarles la fiesta, y se lían en un nudo de golpes, y ruedan por el suelo, ante la mirada satisfecha de Nick.

Como apunta Laura McLaws Helms, en el breve ensayo que acompaña a la película, titulado “Una breve historia de Stilettos”, el fetiche omnipresente en esta película es el calzado con tacones de aguja, en piel negra, que bien continúa calzando los pies de las mujeres, aun cuando se enzarcen a golpes.

“Nombrado así por un cuchillo de combate siciliano, el estilo ha sido descrito como “elegante, afilado y sexy, con un aura de elegante amenaza”.

La segunda parte de la película da al traste con todo lo que había venido construyendo, pues se desliza hacia unas elucubraciones seudo filosóficas sobre la vejez, valiéndose para ello de máscaras, y de otro artista, que esta vez esculpe un rostro viejo en arcilla, y se precipita hacia el absurdo más divertido. En la película se ha tenido la cortesía de acreditar las esculturas a un tal Vito. Se trata de un detalle que puede escapársenos, hasta que nos percatamos que son obras de Vito Paulekas, figura respetada de la escena freak del sur de California, y uno de los padres espirituales de los movimientos beatnik y hippie. Hay un cambio de escena, y vemos a Nick en la cama, donde languidece, escuchando la radio de 1928, que anuncia la radio del futuro. En un sillón se encuentra una rubia (Barbara Nordin, acreditada como Barbara Norton), su “musa”, pero para Nick ya es demasiado tarde, pues llega una mujer muy madura, de la nada, y comienza a propinarles latigazos a ambos. En un extraño malabar, fruto del montaje, ya no vemos a Nick en su habitación, sino en la tienda “Arcade”, especializada en cómics Bondage, y a quien han dejado encerrado, dando gritos a través de las rejas, para que le permitan salir a la calle.  

Así finaliza esta desquiciada cinta Grindhouse que, por improbable que parezca, ha sido convertida en una pieza de arte Underground con el tiempo, y que ha sido homenajeada en un vídeo de Douglas Hart, titulado “Return to F Street”, en el que aparecen las modelos Saffiyah Khan, Karla Kuhlmann y Marina, vistiendo ropa diseñada por Pam Hogg, ni más ni menos. 
 

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Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.