Por Ulises Pérez Mancilla  

Del director Jaime Ruiz Ibáñez, La mitad del mundo es  la
penúltima ópera prima producida por el Centro Universitario de Estudios
Cinematográficos (CUEC), una fábula inteligentemente aderezada: de un
lado del camino es un jocoso relato de desparpajo sexual, del otro, una
farsa cruel sobre el pecado de omisión. La línea que los parte: una
descarada crítica a la doble moral de la sociedad mexicana.  

Mingo, un joven con retraso que vive con su madre, a quien le ayuda
a vender pollo entregándolo de casa en casa, entra a la edad de la
punzada fascinado por la belleza precoz de Paulina, la muchacha más
linda de un pueblo zacatecano. Impotente de no saber cómo reaccionar,
es orillado por sus mentores a un despertar sexual digno de un animal
en celo. Una vez probadas las mieles carnales, el insaciable apetito de
Mingo encontrará refugio en los tristes corazones de las mujeres
adultas del pueblo.   

A pesar de que lo que vemos por todos lados son pollos (la ufana
metáfora del gallo pisa-gallinas que define al personaje de Mingo
llevada al extremo), la auténtica (y sutil) vuelta de tuerca de esta
historia es que en su totalidad, la obra apela más al viejo dicho de
“tanto peca el que mata a la vaca como el que le agarra la pata”. Y son
precisamente vacas perplejas las que se comen al gallo, en un doloroso
festín postcoital donde todo lo abarca un incómodo silencio.   

La mitad del mundo es una película a la vieja usanza. Una
narrativa clásica redonda cuya mayor virtud es un armónico ensamble de
tono. Como en las mejores películas se ríe, se goza y se conmueve si
uno se deja engañar (qué si no es la magia del cine), igualitito que
Mingo. Se trata de una película de riesgos que se sobrepone debido a su
preciso énfasis crítico.  

En el universo del cineasta Ruiz Ibáñez, recordado por el cortometraje Los maravillosos olores de la vida,
el sexo es liberado cual genio de la lámpara maravillosa y ronda la
historia en una diversidad de matices que devienen en tragedia, no
porque el director condene el gozo, sino porque cada personaje es
incapaz de asumir el placer a manos llenas. Acaso porque socialmente es
mejor volver a lo previamente conocido.  

La mitad del mundo significa la primera oportunidad estelar
de Hansel Ramírez, que se empeña en darle humanidad a un personaje que
roza en todo momento con la caricatura. Lo acompañan Luisa Huertas,
Lumi Cavazos, Ignacio Guadalupe, Fernando Becerril, Iazua Larios y
Paulina Gaitán. De los tropiezos más evidentes en el filme (que los
hay) llama la atención un epílogo fallido tanto en narrativa como en
realización, con el cual el autor guiña a una reconciliación con lo que
acaba de condenar y que sin embargo, pese a la afrenta al público
(encarrilado ya en el reproche a tan culero pueblo), resulta aplaudible
en tanto apunte final (esperanzadoramente determinante) del autor que
teje con peculiar gracia y encanto este atípico apunte (orgullosamente
universitario) sobre la perplejidad moral.

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